Carolina Gimeno. Luz en el tiempo
Ademús Espai d’Art (AEA)
El Corte Inglés Ademús (3a planta)
Av. Pius XII, núm. 51, València
La condición efímera es una característica evidente y, a menudo, angustiosa de la existencia. De hecho los idealistas clásicos (Platón) ya consideraban la variabilidad y la finitud como una imperfección del mundo material frente a la inmutabilidad y la eternidad de las esencias. El hecho de que las cosas nazcan y mueran, aparezcan y desaparezcan, las vuelve fascinantes en cuanto únicas e irrepetibles; pero también despierta en nosotros el desasosiego de la provisionalidad. Por ello, desde siempre, el ser humano ha tratado de mitigar su condición efímera con los productos más elaborados de su creatividad: la religión, la ciencia y, por supuesto, el arte.
La obra de Carolina Gimeno presenta una dialéctica –en su doble acepción de diálogo y de lucha– entre la desaparición y la permanencia. Su primera serie, Patología pictórica, constituía una investigación estética sobre la desaparición. La autora escogió uno de los retratos de esta serie (Oído) y lo fue fotografiando después de cada sesión de trabajo, a medida que era pintado; posteriormente con este material realizó una animación stop motion –Sobre la visibilidad– en el que las imágenes se muestran en un orden cronológico inverso, de modo que en el visionado del vídeo resultante la pintura parece estar afectada por una extraña enfermedad que la lleva a su aniquilamiento. Por otra parte, a muchos de los retratos incluidos en esta serie les falta de alguno de sus sentidos –el gusto/boca, la vista/ojo, etc.– lo que les confiere esa inquietante sensación que produce el tránsito de lo conocido familiar a lo desconocido amenazante que, según Freud, caracteriza lo siniestro.
En su siguiente serie Vapor, esencia, luz –que integran parte de esta exposición– Carolina Gimeno recorre e indaga el camino opuesto, pues se empeña en rescatar los instantes vividos del olvido al que parecían condenados. Las imágenes grabadas en vídeo en la década de los setenta, con una cámara Súper 8, son ahora el punto de partida, la referencia inicial. A partir de escenas cotidianas, grabadas de un modo no profesional, la pintora realiza en estos cuadros de reducido formato (16 x 22 cm) un proceso de depuración formal en el que todo lo variable y accidental –el cambio, el movimiento– desaparece para que emerja la esencia que sobrevive al paso del tiempo. De este modo, lo individual y pintoresco de cada escena se desvanece, pero no para perderse en el anonimato, sino para que emerja lo universal que todos podemos reconocer. El sujeto particular se disuelve en pura presencia humana.
La pintura se convierte aquí en una alquimia en pos de la permanencia. La porosidad de la tela recuerda la imagen granulosa de las viejas grabaciones en vídeo, a la vez que crea una bruma vaporosa que envuelve a los personajes en el interregno que se abre entre la vigilia y el sueño, entre la consciencia y el olvido: habitan espacios de ambigüedad y parecen haberse escapado del tiempo.
Ciertamente, en esta serie encontramos figuras evanescentes (Frágil huella; Mundo ingrávido; y Sol de otoño) que parecen disiparse de la memoria o, muy al contrario, asemejan espectros recién surgidos del recuerdo. En alguna ocasión, como en Susurro, la figura aparece y desaparece según el ángulo de contemplación como si se tratase de un holograma; y en otras –como su propio título indica– nos hallamos ante una Ilusión desvanecida. También encontramos tenebrismos inquietantes (Luz dispersada; y Luz intensa, oscuridad); y piezas con la tensión incrementada por el aguzamiento de la ubicación de las figuras (Una muñeca; Motas de polvo flotan en el aire; y El poeta). Sin embargo, aunque la atmósfera general de esta serie posea la indeterminación de las zonas de tránsito sin referencias explícitas, la incertidumbre que transmite nunca resulta amenazadora sino poética.
La delicadeza en la pincelada, la ambientación brumosa y la emotividad positiva que se adhiere a sus figuras provoca que el enigma que transmiten estos pequeños cuadros esté desprovisto de toda sensación siniestra. En muchos de estos micromundos afectivos encontramos el halo romántico que transforma un instante cotidiano en el momento crucial en el que el ser humano sopesa su destino, pero se trata de una gravedad intimista que invita a la interrogación, al ensimismamiento acogedor que redescubre los lazos esenciales de los demás con uno mismo.
Respecto a la serie Vapor, esencia, luz, la presente exposición–Luz en el tiempo– se ha visto enriquecida con un conjunto de obras en las que las figuras y del entorno resultan más patentes: la pincelada se ha vuelto más explícita (Impresión, recuerdo); las referencias espaciales se incrementan (Sala de estar); los grupos de personas aumentan (Costumbrismo); y también resulta novedoso que el paisaje, ya sea rural (Silencio) o urbano (La espera), adquiera protagonismo. Todo apunta a que la presencia se ha afianzado en la lucha dialéctica que mantenía con la desaparición; y los personajes, después de afrontar la fragilidad de la existencia individual, se abren al exterior para explorar su dimensión social.
Joan M. Marín
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