Charo Pradas: La casa del alma
Galería Carolina Rojo
Paseo de Sagasta, 72. Zaragoza
Hasta el 27 de abril de 2014
En 2001, con motivo de su exposición en la galería Masha Prieto de Madrid, Charo Pradas solicitó a Xavier Grau el relato de Marcel Schwob sobre el pintor Paolo Uccello para incorporarlo en el catálogo. Al contrario de Giorgio Vasari que nunca entendió el tiempo que Uccello perdía en «las cosas de la perspectiva», tan extravagantes que le hacían abandonar lo cierto por lo incierto, Schwob tuvo claro que a Paolo di Dono, llamado Paolo Uccelli, o Pablo Pájaros por la cantidad de figuras de pájaros pintados que llenaban su casa, no le importaba nada la realidad de las cosas, por lo que «atendía más a su multiplicidad y a lo infinito de las líneas». Schwob cuenta mucho sobre Uccello en su relato incluido en las Vies imaginaries (1896): que pintó campos azules y ciudades rojas, y caballeros vestidos con armaduras negras; la llamada de atención de Donatello: «¡Ah! ¡Paolo, descuidas la sustancia por la sombra!»; su gran interés por la arquitectura o que, como un alquimista encorvado, «volcaba todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía, las combinaba y las fundía, a fin de obtener su transmutación en la forma simple de la que dependen todas las demás». Al parecer, Ghiberti, Della Robbia, Brunelleschi y Donatello se burlaban del pobre Uccello y de su locura por la perspectiva, aunque sentían lástima de su pequeña casa, llena de arañas y vacía de provisiones. Pero Uccello era más orgulloso que ellos, «a cada nueva combinación de líneas esperaba haber descubierto el modo de crear. No era la imitación su finalidad, sino el poder de desarrollar soberanamente todas las cosas». Cuando el Pájaro se volvió viejo, «no diferenciaba ya la tierra, ni las plantas, ni los animales, ni los hombres». Algunos años más tarde se lo encontraron muerto de inanición. «Tenía el rostro radiante de arrugas. Sus ojos se clavaban en el misterio revelado. En su mano rígidamente cerrada guardaba un pequeño rollo de pergamino cubierto de entrelazamientos que iban del centro a la circunferencia y que volvían de la circunferencia al centro».
El relato de Marcel Schwob fascinó a Antonin Artaud que escribió dos textos sobre Uccello, su amigo, su quimera, su alter ego: «Uccello le poil» y «Paul les Oiseaux». En el primero, leemos: «Estrangulado el mundo, y suspendido, y eternamente vacilante sobre las llanuras de esta mesa plana donde tú inclinas tu cabeza pesada. Y a tu lado cuando interrogas los rostros, qué ves sino una circulación de ramificaciones, un emparrado de venas, la huella minúscula de una arruga, el ramaje de un mar de cabellos. Todo es giratorio, todo vibrátil, y qué vale el ojo desprovisto de sus pestañas».
André Breton supo de Uccello por Artaud y lo nombró el primero y más antiguo de los pintores próximos al Surrealismo. En Nadja, Breton anota que el 8 de octubre de 1926 nada más despertarse abre una carta de Louis Aragon que le llega de Italia con la imagen fotográfica del detalle de un cuadro de Uccello «que no conocía»; se trata de La Profanación de la hostia. En el fragmento, reproducido también en la Révolution Surréaliste, se ve al usurero y a su familia observando algo que sucede en la zona oculta de la habitación: de la hostia, que han puesto a hervir en la cazuela, brota un reguero de sangre que llega al suelo, se cuela por entre los muros de la casa hasta el exterior, donde un grupo de ciudadanos y soldados armados intentan abrir la puerta para entrar en el interior y detener a los profanadores.
La sangre de la escena pintada por Uccello me lleva al recuerdo de Dore Ashton por una obra de Philip Guston, un cuadro pequeño que «había ingerido con un escalofrío para no olvidarlo: Era la lata de pinceles, los pinceles de Guston, rezumando una sangre viscosa que descendía por el abollado costado de la lata, sanguinolento todo por aquella monstruosa y monumental mortificación». Tampoco faltan arañas en sus cuadros, Tela de araña, es el título de uno de ellos realizado en 1975. No sé si a Guston le interesaba Uccello. Me gustar pensar que sí. Dore Ashton, que tan bien conoció a Guston, dijo que era órfico, «cuando se trabaja en el reino de las profundidades y se agota una veta, se abre otra». De Uccello, Artaud escribió: «Bienaventurado seas, tú que has tenido la preocupación rocosa y terrateniente de la profundidad».
«Hay tantas cosas en el mundo… ¿tiene el arte alguna necesidad de representar toda esa variedad y de contribuir a su proliferación? ¿Puede el arte ser así de libre? Las dificultades surgen cuando uno entiende qué es lo que el alma no le permite hacer a la mano», declaró Guston en 1965. A Uccello nada le importaba la realidad de las cosas. Tampoco a Charo Pradas, que no dudó en cederle la palabra, a través de la de Schwob, para explicarse.
Hermann Finsterlin imaginó casas soñadas, en cuyo interior «uno no solo se siente como residente de una fabulosa glándula cristalina, sino como habitante interno de un organismo, yendo de un órgano a otro, dando y recibiendo como simbionte de un gigantesco cuerpo materno fósil». La casa del alma de Charo Pradas no libera a quienes la contemplan de las pesadillas del mundo exterior, todo en ella es intempestivo e interrogativo. El alma, dice Rafael Argullol, son las preguntas. La fluidez de formas y de líneas pinta un paisaje extremado donde todo prolifera a un ritmo desestabilizador, lleno de coágulos de sangre, incapacitado para dar cobijo; nunca fue esa su pretensión. El color da profundidad y acentúa el movimiento errante que agita y suspende los gestos en un espacio atrapado ya en telarañas, aquellas que, mientras andamos, nos envuelven sin que nos demos cuenta, escribió Lucrecio.
El vértigo cósmico, que en otro tiempo desencadenaba toda una suerte de dinámicas resonancias y fructíferas tensiones, parece haber llegado en esta secuencia de pinturas a lo más profundo, allí donde todo flota y estalla, donde es posible asistir al lado oculto de las cosas. Charo Pradas pinta sobre lo ya pintado, es preciso borrar para recomponer nuevas imágenes de condición náufraga y lógica espectral, donde todo es imperfecto y accidental.
En 1985, Italo Calvino dedicó una serie de conferencias a determinados valores de la literatura con la intención de situarlos ante el nuevo milenio. Transcurridos casi los mismos años desde el inicio del nuevo milenio, aquellos valores no han perdido interés, y no solo en literatura. Para atender a la levedad, Calvino mencionó a Lucrecio y al poeta florentino Guido Cavalcanti en cuyos poemas, los «dramatis personae» eran suspiros, rayos luminosos, imágenes ópticas y, sobre todo, impulsos o mensajes inmateriales que llamó «espíritus». La gravedad sin peso era la imagen de la levedad que, asimismo, podría ser la descripción cualquiera que comportara un alto grado de abstracción; y aquí citó un fragmento de The beast in the jungle de Henry James: «Este abismo, constantemente salvado por una estructura lo bastante firme a pesar de su ligereza y de sus ocasionales oscilaciones en el espacio un tanto vertiginoso, invitaba en ocasiones, para tranquilidad de los nervios, a un descenso de la plomada y a una medición de la profundidad».
Junto a la levedad, la visibilidad. Calvino creía que todas las realidades y fantasías pueden cobrar forma; de ahí que las visiones polimorfas de los ojos y del alma se encuentran contenidas en líneas uniformes de caracteres minúsculos o mayúsculos, un espectáculo abigarrado del mundo en una superficie siempre igual y siempre diferente. Y la multiplicidad, o el intento de representar el mundo como un enredo o una maraña o un ovillo, sin atenuar su inextricable complejidad, que pretendió Carlo Emilio Gadda; o el anhelo de trazar una red infinita que vincule todas las cosas, al que sucumbió Proust en el empeño de conocer un mundo que supo debía pasar por el padecimiento de su inasibilidad.
La valoración del espacio, enérgico, dinámico, aéreo y pulsante, que decía Fernando Huici, generador de resonancias y ecos hipnóticos, de insólitos engranajes afuncionales en permanente tensión, observó Enrique Juncosa, ha sido y es uno de los rasgos que definen la pintura de Charo Pradas. Ocurre, sin embargo, que, como supo ver desde bien temprano Manel Clot en el texto que le escribió con motivo de su primera individual importante celebrada en el Museo de Teruel, en 1989, los síntomas tan inquietantes que emanaban de su pintura la hacían ya partícipe de una historia que se había mantenido al margen, como orillada a la espera de su posterior reconocimiento. No anduvo nada mal de éxitos Charo Pradas aunque progresivamente, conforme decidió explorar en las profundidades, su pintura ha pasado a ocupar el lugar de aquellos que eligen, como Uccello, desdeñar la sustancia por la sombra.
El silencio de las profundidades que deseó escuchar Hölderlin tiene mucho que ver, anota Argullol, con el sonido del origen. El eco reconduce al origen, y a un continuo retorno a la duda. «La duda misma… se convierte en forma», declaró Guston. La duda misma tomó forma en la pintura de Charo Pradas a través de la imagen obsesiva de un círculo que se prolongaba en espirales infinitas, hasta que aquel se desplazó a los extremos quizás para afirmar la diferencia, la desemejanza, lo dispar, el azar, lo múltiple y el devenir, como Gilles Deleuze interpretó la exigencia de Zaratustra de no simplificar las cosas: el tiempo no era un círculo sino una línea recta, con dos sentidos contrapuestos, y si un círculo extrañamente descentrado llegara a formarse será tan solo al final de esa línea recta. Todo ha de ser diferente en el devenir de un proceso afectado por crisis y convalecencias. Y en esta progresión dramática se sitúan las pinturas últimas de Charo Pradas.
Atreverse a contemplar La casa del alma de Charo Pradas significa penetrar en el interior de la pintura, allí donde se manifiesta la accidentalidad del mundo; real o imaginario. Charo Pradas, como Uccello, desconfía de la realidad de la cosas y por ello pinta los paisajes interiores de lo imaginario, que es materia y espíritu, donde todo se multiplica, encadena y escupe su temblor; donde todo es igual y retorna en su huida, tras alcanzar el límite extremo de la diferencia. Quizás con el ánimo de interrogar las sombras de formas fugaces, colores hirientes y perspectivas suspendidas en el vértigo de lo más profundo.
Chus Tudelilla [comisaria de la exposición]
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