Ryūichi Sakamoto. Opus

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‘Opus’
Dirección y guion: Neo Sora
Música: Ryūichi Sakamoto
Fotografía: Bill Kirstein
103′, Japón, 2023
Elastica Films y Filmin

Desde la veranda del edificio que alberga el templo de Rioanji en Kyoto, se estiran unos dedos de pianista, finos y alargados, que van dibujando en la gravilla los surcos que rodean a las montañas del cielo. Cada movimiento crea una onda suave, etérea, que se eleva en el aire y trasporta los pensamientos a un cielo que es puro aroma de hortensias.

Me dejo trasportar al jardín de Ryoanji con el ‘Opus’ de Ryūichi Sakamoto, sus músicas presentadas como película en un concierto privado. Blanco y negro. Sin concesiones, sin rótulos o aplausos. Solo él y el piano. La imaginación se exalta.

Como en el jardín de la nada o jardín del vacío, este espacio cinematográfico mínimo bautizado como ‘Opus’, del que brota música, te despierta el ojo interno para que nos dejemos inundar de una quietud zen y una inmensidad atmosférica que expande el espíritu.

Antes de dejar este mundo, aquejado de una enfermedad terminal, el compositor e intérprete japones Ryūichi Sakamoto respondió a la llamada del productor inglés que le abrió las puertas del éxito en Occidente. Fue Jeremy Thomas quien se embarcó en la aventura de producir ‘Merry Christmas Mr. Lawrence’ (1983) con Nagisha Oshima, incluyendo en el casting a David Bowie y Ryūichi Sakamoto. Tambien le encargó la banda sonora. Sus composiciones para la película capturaron el interés de la modernidad de los 80 y Sakamoto se hizo un hueco en la vanguardia reconocida.

Siguió la colaboración con el productor inglés, que le encargaría las bandas sonoras de ‘El último emperador’ (1987) y ‘El cielo protector’ (1990), ambas dirigidas por Bernardo Bertolucci. La música de Sakamoto las marcó con un aire de persuasiva melancolía.

De sólida formación clásica, Sakamoto experimentó en sus años universitarios con sintetizadores y aportaría algunos de los primeros éxitos de la música electrónica japonesa en compañía de Haroumi Hasono y Yuhihiro Takahasi, con los que formó, en 1978, la banda YMO (Yellow Magic Orchestra). Buscaban el riesgo, los sonidos rompedores, minimalismo electrónico y sorpresas.

Sus siguientes trabajos de los años 80, recogidos en diferentes long plays, juegan a fusiones y piruetas en búsqueda siempre de algo diferente, experimental, arriesgado. La aportación de Ryūichi Sakamoto a la vanguardia, en el Japón de creciente internacionalización en la década de los 80, fue crucial. Abrió muchas puertas a una nueva generación de artistas, no solo músicos.

Diseñadores, cineastas, creadores en general que aunaron lo mejor de la tradición con una visión abierta de las artes pegadas a la línea de las vanguardias europeas de principios del siglo XX. Vía Nueva York y París, los novísimos japoneses, como Yohji Yamamoto o Rei Kawakubo en la moda, Sankai Juku en la danza o Sakamoto en la música se auparon a la escena mundial. Cuando Sakamoto, ya en solitario, alcanzó el éxito internacional, le reclamó incluso Almodóvar para la banda sonora de ‘Tacones lejanos’ (1991). No parece que fuese una relación totalmente satisfactoria.

Traté más de cerca a Ryūichi en Ibiza, cuando colaboramos en los conciertos que se llamaron ‘Ibiza 92’, donde numerosos artistas españoles e internacionales grabaron en la discoteca Ku, en junio de 1990, como prolegómeno a los fastos de las Olimpiadas y la Expo. Sakamato tenía una personalidad tranquila. Callado, hermético como buen japonés. Pero su mirada era clara e inquisitiva. El piano y él eran uno. Después, compondría especialmente para la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona el tema ‘El Mar Mediterrani’.

Este concierto final en una sala de grabación sin público, su última pieza antes de que el cáncer se lo llevase, es íntimo, concentrado, elegante, como siempre lo fue. La cámara apenas se mueve o se desliza suavemente. Brilla su pelo todo blanco como las teclas del piano. Resaltan los surcos de la edad en sus manos huesudas.

Entramos suavemente en el concierto privado. Como si interpretase para una audiencia de un solo espectador. La música es cadenciosa, sin apenas melodía. Poco a poco. Ni fuerza ni presión. Invitación contemplar, a soñar, a ver el jardín zen de la nada. No hay sorpresas. Meditación. A media película, los sonidos empiezan a encontrar referencias. Sakamoto ha bebido en Debussy y se sabe que lo sigue y adora. Aparece en el horizonte sonoro Erik Satie y su vanguardia suave, a veces saltarina, nunca arrebatada.

Las manos, la cara, el piano, sus teclas y su armazón. No hay más. Pura concentración en el músico y la música. Este ‘Opus’ de homenaje final al artista –por él y para él– lo dirige su hijo, y la comunión entre ellos debe ser tal que no hay alardes, mera quietud en las imágenes mostradas al servicio de la maestría del compositor, del pianista y sus músicas.

En este punto de la película, el jardín zen queda eclipsado por arenas de desierto y, poco después, por campos de arroz de infinitos surcos. Suenan notas reconocibles. Tiempo para ‘El último emperador’. Llega el esperado tema central de ‘El cielo protector’. Es el Ryūichi más popular y, aun así, suena a clasicismo consagrado. Se superponen los jardines de uno y otro continente y la belleza se expande y nos rodea. El maestro y el piano nos han abrazado. No hacen falta palabras ni preceptos.

Como el maestro Soami, creador del jardín de Ryoanji, Sakamoto nos ha cautivado mediante la sencillez y nos ha dejado abierto el oído interno. Música de contemplación que ya permanecerá con nosotros, para siempre, como otra obra maestra japonesa. Puro Sakamoto.