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‘La piel dura’ (‘L´argent de poche’), de François Truffaut
Intérpretes: Georges Desmouceaux, Jean-François Stévenin, Philippe Goldmann, Chantal Mercier, Virginie Thévenet, Marcel Berbert
105′ | Francia, 1976
Con motivo del 90 aniversario del nacimiento de François Truffaut
El timbre resuena alto, claro y fuerte en unos pasillos vacíos de gente, por ahora. El griterío se acerca. Las clases han empezado y las aulas van llenándose de niños, que más adelante se convertirán en personas de provecho. Aunque para eso deban recorrer diferentes caminos, desde aquella clase con los pósteres del sistema solar -sostenidos en la pared por chinchetas que se caen una y otra vez-, hasta su futuro más lejano, allí donde esos carteles no son más que un recuerdo de una época anterior.
A esos niños, ahora sentados sacando los libros y buscando un lapicero para escribir, les parece una eternidad lo que les queda para ser grandes. Pero esa eternidad les parecerá un suspiro cuando giren la cabeza para ver todo el camino que han andado.
En ‘La piel dura’, Truffaut nos enseña cómo un gran director es capaz de rendir homenaje a las personas más importantes del planeta: los niños. Esos niños que, aunque nadie lo crea ni lo quiera reconocer, acaban por crecer y convertirse en personas adultas.
Niños que, como se dice en una línea de diálogo del filme, “son de goma, pero tienen la piel dura”. Impúberes que son capaces de salir indemnes de la caída más aparatosa, o tan solo rasparse las rodillas cuando terminan debajo de un coche aparcado con la bicicleta aún entre las piernas, después de intentar frenar sin éxito.
La película comienza con el envío de una postal desde el centro geográfico de Francia. Cuando el maestro se hace con ella, quitándosela al niño que la tenía encima de la mesa, modifica el rumbo de la materia que se estaba impartiendo para cambiar a Geografía y contar al espectador dónde se encuentra dicho centro del país y la situación del colegio -en el pequeño pueblo de Thiers-. De una manera tan ordinaria que apenas le damos la menor importancia, pero ya estamos recibiendo nuestra primera lección.
La historia nos cuenta las aventuras y desventuras de diferentes niños de esa diminuta localidad. Desde el primer biberón, hasta el primer beso, pasando por los enamoramientos imposibles y el ingenio que se tiene que desarrollar para entrar en una sala de cine cuando solo se atesora el dinero de una única entrada.
El colegio es donde conocemos a sus protagonistas, pero la historia que se nos muestra va más allá de las cuatro paredes de piedra, los pupitres, las pizarras y el patio. Las puertas se nos abren para conocer más de las vidas de esos estudiantes aún sin pelos en las piernas. Porque, una vez cruzan el umbral para salir, siguen estudiando.
Probablemente, las lecciones más valiosas que nos muestra la película no se impartan dentro de las aulas. Al fin y al cabo, a vivir solo se aprende viviendo, ¿no?
Las soluciones que tienen los niños son infinitas. Como la niña que no quiere salir a comer sin su bolso preferido y los padres la dejan en casa –cosa impensable en estos días que corren-. Pero ella, sin un gramo de vergüenza, agarra el megáfono de su progenitor, el comisario, y se pone a gritar a los cuatro vientos que tiene hambre y que sus padres la han dejado encerrada en casa.
Acto seguido, dos hermanos (infantes también, por supuesto) ingenian la manera de hacerle llegar una cesta repleta de comida a través de un juego de poleas amarradas entre los balcones. Lo dicho, soluciones infinitas para problemas que un adulto no tendría más solución que utilizar la violencia (o el llanto).
François Truffaut no trata a los niños como seres superinteligentes que van dos pasos por delante del resto. Son seres humanos, y como tal los trata. Tienen miedos, ambiciones y, sobre todo, muchas ganas por descubrir lo que se esconde a la vuelta de la esquina. La curiosidad que llevan de serie todos los párvulos en su ADN.
El título original de la cinta (‘L´argent de poche’) hace referencia al dinero de bolsillo. Ese dinero que todo chaval busca -pues la paga siempre se queda corta- mirando al suelo para comprar chicles o cualquier artículo de primera necesidad a esas edades. En nuestro país se cambió el título, quizá para hacer un juego de palabras con la cinta del mismo Truffaut ‘La piel suave’ (1964). Pero ni por asomo es lo mismo, ni remotamente se parecen las dos películas.
Con este filme, François Truffaut hace que el espectador de sofá o de butaca de cine, y dando igual la edad que se tenga, rememore aquella primera trastada que hizo con su amigo de la infancia, o aquel primer beso tan maravillosamente imperfecto que dio apenas sin darse cuenta.
La magia de las imágenes que nos muestra el director parisino en ‘La piel dura’ nos hace viajar a nuestra primera infancia para dejar escapar una sonrisa cómplice dirigida al cineasta, mientras nuestra conciencia nos dice: “Nosotros hicimos eso también, ¿te acuerdas?”.
Y, después de todo, el timbre retumba de nuevo. Las clases terminan. Los niños salen de las aulas como si alguien hubiera entrado gritando «¡Fuego!». Las clases vacías, los pupitres pintados con las dedicatorias que han dejado sus ocupantes a lo largo del curso, y un eco silencioso que rebota por cada esquina de los pasillos de un colegio ahora repleto de nada. La vida ha salido y no volverá hasta después de las vacaciones.
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