MAKMAArte
‘El color del centinela’, de Mónica Jover
Comisaria: Silvia Tena
Espai Nivi Collblanc
Masia Costeres 2, Culla (Castellón)
Hasta el 30 de abril de 2022
Más allá de la ventana albertiniana: la urdimbre expandida de Mónica Jover
Cuando Rosemarie Trockel tejió la pieza ‘Cogito, Ergo sum’ en una bufanda o cuando Isa Restheiner bordó letras del alfabeto fenicio en una serie de rectángulos de lino, se reconsideraron por primera vez, tanto irónica como poéticamente, las tradicionales labores femeninas vinculadas a la artesanía y el bordado, así como a los trabajos manuales asociados a ellas.
Tanto es así que algunos artistas (especialmente mujeres) han tomado la práctica textil como un punto de referencia en sus trabajos, como lo demuestran las extraordinarias piezas de Teresa Lanceta, sin olvidar las creaciones de puro algodón de Asger Jorn o los tapices de Joan Miró.
La artista alcoyana Mónica Jover (Alcoy, 1973) representa, asimismo, una suerte de continuidad respecto de la vieja tradición del mundo textil que conecta con el universo de las hilaturas y los materiales artesanales. Sin embargo, en sus obras va más allá, dado que se intuye una imperiosa necesidad de operar, de indagar con la física de los elementos constituyentes y, también, con la poética del geometrismo cromático, para luego ofrecernos un nuevo concepto de espacio visual y pictórico.
Frente al convencionalismo de la tapicería moderna, de factura más o menos industrial, las obras de Mónica Jover proponen, reivindican -casi exigen- un espacio singular que es solo suyo y de nadie más. En efecto: de sus obras salen disparados una serie de hilos que se adueñan del suelo o de las paredes de la sala, que traspasan esquinas, que se derraman por el suelo.
En este sentido, la artista adopta la vieja idea de espacio non finito, sin fronteras arquitectónicas; un espacio que ella puede transitar y tejer en una suerte de apropiacionismo espacial que es, a su vez, una especie de urdimbre expandida, un perpetuo paisaje hilado dentro de otro paisaje (el real) que sobrevive gracias a su capacidad para plegarse o hilarse en (y con) su entorno.
La cultura occidental se halla todavía demasiado apegada al uso burgués de aquella pintura que se comporta como un mero colgante/joya/objeto de colección que es exhibida en el cálido muro de la casa, la galería o el museo.
La propuesta de Jover pasa, en cambio, por romper las delimitaciones de la vieja ventana albertiniana, desde el mismo momento que sus piezas pictórico-textiles humanizan el espacio que habitan, lo transforman, lo colonizan y lo horadan conectándolo con la naturaleza de las montañas que rodean el Espai Nivi que las acoge. Con ello, la artista logra que sus obras se revistan de una clara función constructiva que va más allá de lo meramente decorativo.
En las obras de Mónica Jover nada está totalmente incluido; parecen piezas inacabadas en espera de lograr un contenedor que las moldee y al cual se adaptarán como un guante, como una piel, pues unos haces de hilos se escapan de la capa pictórica para colonizar otros lugares y territorios que hasta ahora les eran ajenos, cambiando de este modo la coordenada espacio temporal de sus ventanas verdes.
Unas ventanas que, una vez traspasan los lindes de las paredes de la galería, se enganchan de un modo natural a su entorno inmediato, como haría una tela de araña o un liquen. Pero cabe señalar que esa colonización nunca se produce de una manera caótica ni enmarañada como sí que se da en la naturaleza.
Tampoco son hilos desgajados, mecidos al viento o dejados caer de una manera despeinada, sino que sus hilos verticales penden en oblicuas o en líneas rectas sin casi tocarse ni enredarse unos con otros, creando así una cadencia vertical o ritmo diagonal que le confiere un aspecto de colonización ordenada, sosegada, casi arquitectónica.
Así pues, sus piezas poseen una singularidad vulnerable que ansía a gritos un espacio arquitectónico donde agarrarse, donde expresarse, donde empoderarse. Los hilos gritan, salen del cuadro, se escapan y se expanden a su alrededor. Son pequeñas ventanas o muros verdes en los que su propia materia significa algo: actúa, avanza y conquista espacios.
Quizá, en este sentido, como ya hizo Le Corbusier, no sería exagerado conceptualizar las obras pictórico-textiles de Mónica Jover como una suerte de murales nómadas desde el mismo momento que sus muros de hilos pueden ser enrollados, trasladados y finalmente colgados en otra parte donde, colonizarán de nuevo el espacio allá donde sean nuevamente instalados.
Juan Calatrava y también Pedro G. Romero ya ahondaron en ese mismo concepto de muro nómada (Muralnomad) al cual le atribuyen una clara autonomía respecto de la pintura puesto que el textil es para ellos un poderoso medio de definición de espacios. Jover da forma al espacio desde las hilaturas, y en ese tejer, hace un ejercicio sosegado de habitabilidad, de colonización a través de serenos campos de color.
Sus ‘Jardines remendados’ trepan, van más allá de la esquina o vértice de la sala. Sus ‘Jardines verticales’ evocan los lucernarios o ventadas del espacio de Espai Nivi y los traspasan, derramando su verde por el suelo cual lengua de musgo o césped.
Sus ‘Tótems’ y hasta sus ventanas vitaminadas a manera de trompe l’oeil (por cierto, de un rigor colorista que nos retrotrae a los tapices de Miró repletos de rojos, blancos, azules, amarillos o negros) vienen a ser como formas de estar o vivir en el espacio; como lo haría el habitar de lo arácnido tal como lo definiría Fernand Deligny, según el cual más que una trama, lo que se urde (se teje) es una forma aparentemente no normalizada de estar en el mundo.
La complejidad de este sistema debe servir para entender una manera de enlazar o cohabitar en un determinado espacio. Aquí no hay modelo hegemónico, sino hilos y telas que transforman las velludas superficies coloreadas como si fueran pieles, que salen disparados a cazar el entorno o que vibran aquí o allá. Una urdimbre dispuesta de un modo que es a la vez un dibujo del mundo, un preciosista bosquejo paisajístico dotado de una gran capacidad de evocar ese tapiz inconmensurable que es la naturaleza de la cual partimos.
Y nada mejor para reconectarnos con esa naturaleza que la pulcritud austera del cromatismo vibrante que nos ofrecen las obras de Mónica Jover. Su minimalismo y esa especie de geometría subyacente muestran que la artista ha aprendido bien la lección de las vanguardias históricas de occidente. Jover contrarresta la horizontalidad de sus composiciones con hilaturas que se precipitan en vertical y fuerza la direccionalidad de una hilera de ángulos (los puntos alineados donde emergen las puntadas).
El resultado de ese entramado precipitado hasta el suelo en caída libre, dota al espacio de una especie de pulcritud eficiente y ordenada, un sosiego o aquel confort visual que otorga la observación detenida de sus tramas, la complejidad de sus líneas rectas que conforma una profundidad plana similar a los cuadrados y rectángulos de Paul Klee o los ángulos secos de Mondrian, dotándolo así de un nuevo significado, en este caso, de gran fuerza poética.
Y esa poética, no es otra que un canto a la sensualidad de los sentidos. Sus obras parecen responder a nuestra necesidad de goce, de tacto (algo invita a tocar la fibra suave de los hilos) o de vibración de color: esa evocación al olor vegetal de los tintes verdes de las lanas y los hilos. En definitiva; Jover nos lanza una reconsideración de lo ornamental como apertura de la forma, que no es ni figurativa ni abstracta, sino como otro. Un otro como algo animado, cargado de «agencia», tal como definió Gilles Deleuze en ‘Diferencia y repetición’.
Esa apertura de la forma se realiza por medio de un riguroso tensado de hilos hasta formar insólitos planos arquitectónicos como cajas o campos de color, a veces incluso con escaletas que van del verde vibrante al rabioso amarillo cítrico. Todo ello da una potente sensación de frescura, de bosque verde donde se oye el murmullo el agua de un arroyo cercano.
Sumergirnos en el rigor vibracional del verde de Mónica Jover es reconectarnos con la frescura de lo frondoso, con la verde savia de los árboles. Hay un aspecto incluso mágico, de alto valor psicológico –o si se quiere psicogeográfico-, puesto que las piezas de Mónica Jover se nos presentan como ventanas de libertad, de oxigenación de nuestro yo interno.
De hecho, la artista parece retomar las enseñanzas de Max Lüscher, psicoterapeuta suizo conocido por ser el creador del ‘Test de color Lüscher’, quien definió el color verde como la vibración de la estabilidad, del control sobre el territorio del yo, de la firme vigilancia perseverante del centinela que protege nuestro mundo interno. Y algo de cierto hay en ello pues en los paisajes de Jover no hay narrativa, ni figura o personaje alguno.
A menudo, ni siquiera hay un centro visual, ni delimitación de bordes o límites, sino una soledad sobrecogedora que nos habla de un sublime natural que nos traspasada como seres diminutos, perdidos en medio de la descomunal inmensidad de aquello de lo que venimos.
Obviamente, la artista hace uso de una cierta perspectiva paisajística, pero ésta se debe más a su particular manera de entender el mundo, que a una aspiración mimética y representacional de un paisaje concreto. Además, otra característica singular de los campos de color de Jover es cierta resistencia a la jerarquía, aún en el caso del diferente tamaño y cromatismo de dichas franjas.
Todo parece ortogonal, concienzudamente rectilíneo. Son como bloques de color con una capacidad de expansión ilimitada (como ilimitada es la capacidad expansiva de la naturaleza). En ese sentido las obras de Mónica Jover tienen un marcado carácter de opera aperta, sometidas a cambios constantes, a metamorfosis continuas cada vez que son llevadas y nuevamente instaladas.
En nuestro mundo occidental, descolonizado y sometido a cada vez más rigurosas crisis climático-alimenticias, así como de recursos energéticos, las piezas de Mónica Jover nos invitan a una refrescante mirada ecológica.
Un grito al paisaje interior que se ensancha, que traspasa las paredes donde está constreñido: los paisajes interiores de Jover son nuestros paisajes de alma, su tierra es la tierra que pisamos y su hogar siempre es aquel a donde son llevados. Sin olvidar que su apertura al entorno es aquella ventana albertiniana que se expande y nos reconecta con la clorofila de la vida.