#MAKMALibros
‘La muerte tendrá que esperar’, de Javier Valenzuela
Tánger Noir | Huso, 2022
Disponible a mediados de abril de 2022
Entrevista realizada por Merche Medina y Jose Ramón Alarcón
En un muy castizo descenso por la calle Mayor, recalamos el verbo en ‘La casa de la bomba’. “Alarcón, hoy comeremos gallina en pepitoria donde el frustado atentado anarquista contra Alfonso XIII”, anticipa un siempre cáustico Valenzuela.
Un heteróclito grupo de gerifaltes de Capitanía General precede nuestra angosta incursión hacia el comedor principal de Casa Ciriaco, dejando tras de sí un rastro de dubitaciones, urgencias y aftershave –parece que los militares de noble rango deben comer aprisa para seguir la guerra desde los televisores de la Región Militar Centro de la capital de España–.
Un horro vacui de banderilleros, caudillos y paisajes al óleo acondiciona el marco de nuestro ágape, entre las crónicas de Julio Camba, las caricaturas de Mingote y las Ayuso Omelettes que, silentes, rezan en la carta (se antoja lúcido evitar las tentaciones).
Javier Valenzuela, generoso y conocedor de nuestras epatantes predilecciones, nos ha dado cita a Medina y a un servidor en este apreciado templo de lo carpetovetónico para conversar en torno de ‘La muerte tendrá que esperar‘ (Huso, 2022), con la que dar rúbrica (quién sabe si) definitiva a su trilogía negra y tangerina.
Un ‘Tánger Noir’ –alumbrado en ‘Tangerina‘ (Martínez Roca, 2015) y ‘Limones negros‘ (Anantes, 2017)– al que el escritor y periodista granadino (de zancada alpujarreña, vitalismo madrileño y perspicacia de corresponsal de guerra) retorna, un lustro depués, para rescartar de los sumideros de la corrupción política a un florilegio de inquietantes personajes otrora encabezados por Sepúlveda, un curtido profesor del Cervantes de Tánger que en ‘La muerte tendrá que esperar’ comparte protagonismo polifónico con cuatro mujeres de exultantes cuitas: Adriana Vázquez, Leila, Teresa Ortega y Malika.
Una ficción que evoluciona, arrebatada y postpandémica, entre el pestífero perfume de los imbornales del Estado (opacidades eméritas incluidas), criptomonedas y femmes fatales que golpean, desde el otro lado del Estrecho, un balón corrupto henchido de horizontes qataríes y agitada literatura.
Tal vez nunca antes una ciudad noir que se recuesta sobre un presente perturbador haya amanecido literariamente tan exultante y vindicativa.
Tu novela se desarrolla en un contexto virulento y convulso, asociado a la pestilencia de las cloacas políticas. ¿Cómo un autor se sobrepone al hecho de que la sustantividad de lo real ocasione escenarios mucho más insólitos e inopinados que la ficción?
La realidad de la corrupción española supera la imaginación del escritor más fértil. ¿Quién nos iba a decir que el rey Juan Carlos estaría exiliado o fugitivo –según quiera llamársele– por una cuestión de amoríos con una señora que no era su esposa y, sobre todo, por haber cobrado comisiones por mediar en asuntos de tráfico de armas y adjudicaciones de contratos a empresas?
De ahí para abajo, España es un país con una profunda corrupción política, económica y financiera, y este es para mí el principal delito que se comete en nuestro país. Los autores negros y negras que escriben sobre asesinos en serie que recorren la geografía peninsular destripando a pobres muchachas y dejando sus cadáveres en posiciones inverosímiles –autores de novelas llenas de sangre, semen, fluidos vaginales, vísceras y mala escritura–, hablan de un tipo de crimen que apenas existe en España.
Como yo creo que la novela negra debe ser realista, novela que hable de tu tiempo y tu lugar, me parece que la corrupción debería ser el gran asunto del género en España. Y no hay que ser demasiado imaginativo para hacer con ello historias interesantísimas.
Porque nuestras vísceras son menos sanguinolentas y más administrativas, no hace falta recurrir a la sangre para hacer una ficción noir.
No hace falta recurrir a la sangre para destrozar la vida de alguien. Cuando desahucian a pobres desgraciados de sus pisos porque no han pagado el alquiler o la hipoteca, y esos desgraciados resulta que han sido despedidos de una empresa, y tienen con ellos a dos o tres hijos y también a los abuelos, oiga, eso es brutal y doloroso sin necesidad de que haya una gota de sangre. Pues, ¡coño!, cuenten esa violencia, cuéntenla. Pero, claro, para esos autores que ganan premios multimillonarios lo fácil es evadirse de la realidad, contar cosas que no molesten a nadie.
Si yo hago una novela sobre alguien que recorre el mar Cantábrico asesinando a muchachas y practicando ritos satánicos, pues igual gano el Premio Planeta y me dan un pastón. Porque eso tiene muchos lectores. La pornografía narrativa tiene muchos lectores, lo sé, pero no le veo demasiado mérito literario e intelectual.
Tal como has mantenido desde ‘Tangerina’ y ‘Limones Negros’. Y aquí lo constatas nuevamente a través de Sepúlveda/Valenzuela…
El Sepúlveda de estas tres obras no es Valenzuela, esto quiero subrayarlo. Yo soy todos los personajes de mis novelas. Soy el profesor Sepúlveda, soy la farmacéutica Leila, soy la mujer fatal Adriana Vázquez, soy el comisario Yedidi, soy Messi, el moro seguidor del Barça que hay en mí… No soy únicamente Sepúlveda. Él dice o hace cosas que yo no diría o haría. Y viceversa.
Y dada esta precisión, en boca de dichos personajes afloran pensamientos que tú mismo atesoras y que te permiten desarrollar la trama. En un momento dado de ‘La muerte tendrá que esperar’, haces un inciso en la conversación entre el profesor Sepúlveda y el comisario Yedidi, jefe de la policía de Tánger, para criticar a la ficción noir contemporánea que da el protagonismo a las instituciones del Estado. Recurriendo a los clásicos, reivindicas la figura de un protagonista que no sea policía o guardia civil, que no trabaje para dichas instituciones.
La novela realista contemporánea, que viene del ‘Quijote’ de Cervantes y eclosiona en el siglo XIX, con la revolución democrática burguesa, tiene una característica primaria, a saber, que su héroe o protagonista no es un dios o un titán mitológico como en la Grecia y la Roma antiguas, ni un rey o un caballero como en el Medievo, sino un ciudadano corriente y moliente.
La revolución burguesa en la novela supone que individuos anónimos, hombres y mujeres, son los protagonistas, y eso es muy importante para mí. No puedes poner de héroe a alguien que utiliza los inmensos poderes del Estado, que tiene detrás a decenas de miles de compañeros armados hasta los dientes, dotados de omnipresentes cámaras de vigilancia, de sofisticados detectores de huellas y restos biológicos, de sistemas de escuchas de conversaciones o interceptación de comunicaciones por Internet, de cientos de helicópteros y drones… ¿Qué hay de heroísmo en esto? Poco o nada.
No estoy diciendo que los policías o guardias civiles no sean buenas personas, honestos servidores del Estado y gente que rinde valiosos servicios a la ciudadanía. Lo que digo es que el héroe es el que hace algo excepcional. Y no se hace nada excepcional si se dispone del poder y los recursos del Estado.
Soy un libertario de izquierdas: le tengo mucho aprecio a la revolución democrática, que puso a los individuos en el centro de la escena política y literaria.
Un epicentro argumental que viene de la citada novela decimonónica realista hasta nuestros días…
Sí, en el siglo XIX, la novela realista de los Balzac, Tolstoi, Pérez Galdós, Zola y compañía le dio el protagonismo a la gente corriente. En el siglo XX, los pioneros de la novela negra, Chandler y Hammet, no pusieron a policías como héroes de sus historias, pusieron a detectives privados. El investigador que todos hemos visto en las películas interpretadas por Humphrey Bogart es un insobornable detective privado al que la Policía detiene con frecuencia.
Ese investigador puede ser aquí y ahora un periodista, una abogada, un buscavidas como el Carvalho de Vázquez Montalbán o el Toni Romano de Juan Madrid, o un profesor del Cervantes como en mi trilogía ‘Tánger Noir’. Pero eso es raro en el género negro español de ahora.
Ahora los que buscan conseguir un bestseller saben que es más fácil lograrlo con el truco de poner como protagonista a una inspectora de policía inteligente, recién divorciada y que cuida a un niño pequeño. Esto es más comercial, te asegura más ventas y premios. Pero a mí me parece más interesante y laborioso que una ciudadana o un ciudadano corriente, sin placa ni pistola, sin otras herramientas que su tenacidad, su honestidad y su ingenio, participe en la resolución de un crimen. O ponga en evidencia una trama de corrupción política y empresarial.
Y si debemos retornar a la génesis del noir clásico, tanto cinematográfico como literario, redescubrimos que sus protagonistas, sus héroes, amén de ciertas características etopéyicas y sicológicas, habitan en un contexto, y ese contexto es un personaje imprescindible. En tu caso, ese personaje es la ciudad de Tánger. Te inventas un ‘Tánger Noir’ que siempre ha estado ahí.
Claro, no hay novela negra si no es tanto la crónica del heroísmo de un individuo como el retrato de una ciudad. Las novelas negras nacen asociadas a ciudades: Hammet era San Francisco, Chandler era Los Ángeles, Jean-Claude Izzo era Marsella…
La Barcelona de Carvalho…
Correcto. Así que yo me he buscado la ciudad de Tánger. ¿Por qué? Porque es una ciudad abierta, cosmopolita, fronteriza, portuaria, donde se mezcla gente de distintas razas y religiones, lo cual es muy literario. Porque es una ciudad con una gran tradición relacionada con el espionaje, el contrabando, las mafias, el hachís, los cabarés, los casinos, y todo eso es noir y glamuroso. Y porque, actualmente, allí pasan o pueden pasar cosas muy novelescas.
Pero, a diferencia de muchos colegas míos, yo intento retratar el Tánger del siglo XXI. Para mí, Tánger no es una naturaleza muerta, no es un territorio literario arqueológico. No me interesa contar el Tánger de los años 1940 y 1950, situarme en el terreno de la melancolía y la añoranza, siempre al borde de las lágrimas. Ese Tánger ya lo contaron muy bien Paul Bowles y Ángel Vázquez.
Así que he hecho una saga del Tánger del siglo XXI. Como todas las sagas, empieza por una genealogía: en la primera novela, ‘Tangerina’, se habla del año 1956, pero solo en una parte, en lo que viene a ser un de dónde venimos. Pero en esa novela paso enseguida a contar el Tánger de 2002, que es el del yihadismo, el espionaje y los conflictos hispano-marroquíes. Luego, en ‘Limones Negros’, salto al año 2015, que es el de la corrupción española abriendo todos los telediarios y saltando el Estrecho en busca de nuevas oportunidades.
En ‘La muerte tendrá que esperar’ me sitúo en el Tánger de 2021, que me permite hablar de las cloacas del Estado, el gran descubrimiento negro español de los últimos años. Gente que con nuestro dinero –el de los contribuyentes– se dedica a hacer cosas manifiestamente ilegales como el robo, el espionaje, el chantaje, la tortura o la fabricación de noticias falsas. Cosas por las que tú y yo nos pasaríamos muchos años en la cárcel, pero que a ellos les suponen pluses, pensiones y medallas. Está muy bien contado en la serie ‘La casa de papel’ a través de la figura del coronel Tamayo.
Refería Juan Carlos Onetti acerca de Montevideo –y su recorrido vital– que era una ciudad que portaba consigo las costuras del revés, como un abrigo vuelto al que se le veían permanente las laceraciones del forro, lo que la convertía en una urbe sugestiva y frágil, muy atractiva para ser narrada. ¿Crees que Tánger sería un caso análogo, con sus vísceras a la vista?
Sí, está bien visto. Tánger tiene las costuras al aire, pueden verse. Siempre ha sido la ciudad más abierta, liberal y cosmopolita de Marruecos, la más tolerante con costumbres sexuales, maneras de drogarse, negocios interesantes… Y no es una ciudad hipócrita. En Tánger, como dice uno de mis personajes, siempre huele a orines y a jazmín.
En cada novela precedente de esta trilogía siempre has hecho un viaje de documentación imprescindible para radiografiar el presente, para dar fe de los elementos que lo constituyen. Sin embargo, en el caso de ‘La muerte tendrá que esperar’ era más necesario que nunca por el propio contexto internacional de pandemia y para registrar los efervescentes cambios de una ciudad en constante mutación.
En mutación constante, sí. Mi trilogía presenta a Tánger en cuatro tiempos: 1956, 2002, 2015 y 2021. Es un recorrido alucinante: el esplendor del periodo internacional, la decadencia que le sigue bajo el reinado de Hassan II, el renacimiento a principios del siglo XXI, con Mohamed VI, y, ahora, la eclosión.
El Tánger que he vivido en 2021 es el de siempre y, a la vez, otro. Han aprovechado la pandemia para restaurar y repintar buena parte de la ciudad vieja, han desarrollado una zona a lo Dubai en torno al Hotel Hilton City Center, donde te encuentras los McDonald’s, los Starbucks y los centros comerciales a la americana. Es una ciudad vital, muy vital.
Estuve allí en 2021. Yo no puedo escribir de nada sin estar allí, es una de las virtudes/vicios que he heredado del periodismo. Me cuesta mucho hablar de algo que no haya conocido personalmente, de primera mano. Tengo que ir al lugar de los hechos a hablar con mucha gente, sentir el sol o la lluvia, experimentar sonidos, olores y sabores específicos, impregnarme de todo ello durante el mayor tiempo posible. Lo hice como periodista…
Por pura honestidad profesional…
En efecto. Porque no me sentiría a gusto conmigo mismo, no podría dormir si –como algunos periodistas que conocí– yo no hubiera estado en la ciudad sobre la que escribía.
Tal y como debería suceder con las corresponsalías bélicas.
Así es. Conocí a supuestos corresponsales de guerra que escribían sobre Oriente Medio desde la comodidad de hoteles situados en la retaguardia, digamos Chipre o Grecia. Pero yo estaba en Beirut, Bagdad, Teherán, Jerusalén, Gaza, El Cairo o Sarajevo cuando mandaba mis crónicas a El País sobre lo que ocurría en cada uno de esos lugares. Esa imposibilidad de narrar desde la mentira la he heredado cuando, en los últimos años, he empezado a escribir novelas.
Con una excepción: ‘Pólvora, tabaco y cuero‘ [Huso, 2019]. No pude estar en el Madrid de 1936 por razones obvias. Pero, bueno, estuve un año entero documentándome, leyendo todos los libros sobre el cerco de Madrid, viendo todos los documentales. También hice algo más, recorrí como un reportero todos los lugares donde habían ocurrido las cosas; el barrio de Tetuán, la Puerta del Sol, Cibeles, el búnker de Miaja…
Iba a todos los sitios, con mi libretica y un lápiz, a hablar con los vecinos: “¿Sabe usted si aquí pasó tal cosa?”. “Pues sí, me contaron que aquí cayó una bomba que hizo un agujero tan grande ¡que se veían los raíles del metro!”. O sea, que actué con respecto a 1936 como un reportero, solo que, en este caso, un reportero de la historia.
Retomando los conceptos de honestidad y verdad, ¿es plausible afirmar que ellos son los que, en buena medida, orientan el corpus y leitmotiv de ‘La muerte tendrá que esperar’?
Esta novela tiene bastantes historias. La he pensado, en cierto modo, como una recreación de ‘Las mil y una noches’. Pero, evidentemente, la novela no es novela si no tiene un conflicto de fondo y, en este caso, el conflicto es entre la verdad y la mentira.
Los personajes principales de ‘La muerte tendrá que esperar’ o, mejor dicho, aquellos con los que el autor simpatiza más, están muy fastidiados porque hoy en día la verdad se ha convertido en equivalente a la mentira, la calumnia, la injuria, el bulo… ¡Todo es aceptable y todo vale lo mismo!
Estos personajes tienen una ética que puedes llamar clásica o antigua. Consideran que no debe ser así. Creen que hay cosas que son ciertas, que son verdaderas. Por ejemplo, que la tierra gira alrededor del sol y no el sol alrededor de la tierra. Esto no es discutible, esto es una verdad objetiva. También es verdad que el que roba el dinero de los contribuyentes es un sinvergüenza y un ladrón, no puede ser considerado un ciudadano igual de ejemplar que el que paga hasta el último céntimo de sus impuestos. Este es el conflicto que recorre la novela.
¿Qué papel atesoran, entonces, esas citadas subtramas de la novela relativas a ‘Las mil y una noches’ en relación con este conflicto?
El conjunto de los relatos orientales recogidos en ‘Las mil y una noches’ versan sobre el conflicto entre la verdad y la mentira. Comienzan cuando el rey Shariar, puesto que su mujer le ha puesto los cuernos con un esclavo, saca la conclusión de que todas las mujeres son falsas y adúlteras por naturaleza. Sherezade cree eso no es verdad. Cree, además, que Shariar ha añadido a esa mentira una segunda mentira: todas las mujeres son iguales y todas merecen morir.
Entonces, Sherezade le empieza a contar historias, teóricamente para entretenerle por las noches, pero, realmente, para hacerle ver la falsedad de sus conclusiones. Y cuando, al final, el rey, gracias al poder narrativo de Sherezade, descubre que, efectivamente, había llegado a una decisión injusta a partir de hipótesis falsas, termina el relato. Con un final feliz, por supuesto. Todas las historietas que yo he leído de la maravillosa traducción del profesor Peña de ‘Las mil y una noches’ versan sobre eso: la apariencia y la realidad. La verdad y la mentira.
Las tramas de ‘La muerte tendrá que esperar’ están encabezadas por mujeres, salvo en el caso de Sepúlveda.
Incluso en la historia de Sepúlveda es Leila quien lleva las riendas. El capítulo en que Sepúlveda entra en escena comienza así: “Leila adivinó la llegada a casa de Sepúlveda antes de que él introdujera la llave en la cerradura de la puerta. Chispas, que dormitaba en su regazo mientras ella leía recostada en un sofá, había alzado las orejas bruscamente y había salido escopetado hacia la entrada. Sonrió: era curioso que la relación de Sepúlveda con aquel gato callejero, adoptado seis años atrás, hubiese terminado con un cariño mutuo tan intenso”.
La aparición de Sepúlveda en la novela está contada desde el punto de vista de Leila. ¿Y por qué quienes llevan la batuta en ‘La muerte tendrá que esperar’ son cuatro mujeres, dos marroquíes y dos españolas? Pues, precisamente, como un modesto homenaje a ‘Las mil y una noches’, donde Sherezade es la estrella tanto en el papel de narradora como de curadora. Es la mujer la que tiene el poder curativo de los males de los individuos y de la comunidad. El siglo XXI, lo digo todo el rato, o es femenino o no será. El planeta entero puede irse al carajo. Esto solo lo salvan las mujeres.
¿Y de qué modo construyes los personajes femeninos en tus novelas, muy especialmente en la que nos ocupa? ¿Resulta complejo evitar caer en territorio previsible, como sucede en tantas novelas noir?
A mí me salen mejor los personajes femeninos que los masculinos –lo han dicho los lectores y los críticos–. No solo porque siempre he vivido rodeado de mujeres fascinantes, también, supongo, porque hay una mujer dentro de mí. Cuando escribo de personajes femeninos, es esa mujer la que habla desde dentro de mí, la que guía las manos que teclean en el ordenador. He dicho “la mujer que hay en mí” y debería haber dicho “las mujeres que hay en mí”, en plural.
No es en absoluto inviable que un autor masculino de voz a personajes femeninos. Flaubert lo hizo con Madame Bovary. Y lo contrario también es cierto. Patricia Highsmith dio vida de un modo fabuloso al personaje de Tom Ripley. Cuando leo las novelas de Highsmith –género negro, por cierto–, me digo que cómo es posible que contara con tanta sutileza los sentimientos masculinos, los sueños, los fantasmas, las obsesiones, los deseos de Tom Ripley. Y me respondo: “Está claro, Javier. Buceó en el hombre, en los hombres, que había dentro de ella”. No, no es imposible.
Durante el proceso de escritura siempre atesoras a mano un objeto que guía y está presente hasta la culminación de tus novelas –en ‘Polvora, tabaco y cuero’ tenías una pistola Star 1922 inutilizada, por ejemplo–. ¿Has recurrido a algún fetiche semejante para ‘La muerte tendrá que esperar’?
Un balón de futbol. En ‘La muerte tendrá que esperar’ –por primera vez en cuarenta años de periodismo y ya siete u ocho de novela– confieso en público mi afición al fútbol. He tenido un balón en mi oficina todo el rato, con el que intentaba rememorar toscamente el entrenamiento de un jugador, sus toques y malabarismos con la pelota.
Estoy muy de acuerdo con Philip Kerr cuando dice que el fútbol es la lengua franca del planeta en este siglo XXI. Es el lenguaje con el que te entiendes universalmente. Yo, con el futbol, me he entendido con la gente en Marruecos, Líbano y todo el mundo árabe, en América Latina y en África, hasta en Estados Unidos.
Cuando vivía en Estados Unidos, arrancaba allí la pasión por el fútbol. ¿Y sabes quién estaba más entusiasmado con este juego? Las mujeres. En mi barrio de Washington, todos los sábados y domingos, las chicas de entre 6 y 15 años iban a jugar al fútbol. Al nuestro, al europeo.
De hecho, en Tánger y en todo Marruecos hay una exacerbada afición por LaLiga española.
Y particularmente por el Barça, por eso uno de mis personajes marroquíes se llama Messi. Tengo la impresión de que ido mejorando con la práctica mis personajes secundarios, algo muy importante en el género de la novela, y uno de los que más me gustan es, precisamente, Messi, un niño de la calle tangerina que se ha buscado la vida y ha terminado haciendo una pequeña fortuna, lo que algunos llamarían en España un emprendedor.
Un personaje que también ha estado presente en tus dos novelas tangerinas anteriores.
Sí, empezó en ‘Tangerina’, vendiendo altramuces y garbanzos hervidos con un carrito. Luego, en ‘Limones negros’ ya tenía un pequeño local de móviles baratos en la calle México. Ahora es propietario de una tienda con lo último en informática y electrónica asiática en el mall del Hilton City Center.
Este personaje, que se llama Messi porque es un gran seguidor del Barça, está muy triste porque el jugador argentino ya no sea azulgrana y se haya ido al PSG. Cuando estuve en septiembre de 2021 en Tánger, para la documentación de esta novela, me dije: “Seguro que en la medina ya hay camisetas de Messi con los colores de PSG”; y, en efecto, allí estaban.
Ofreces al lector un bonus final, como un complemento de la novela. ¿Por qué has decidido emplear esa fórmula para concluir?
Soy un gran amante de la cultura musical en vinilo o CD, y siempre me ha hecho mucha gracia la fórmula bonus track. Creías que habías acabado el disco y te venía por sorpresa una canción extra. Pensé que no estaría mal añadirle a una novela un bonus track, un relato que no esté anunciado, pero que esté vinculado a la misma ciudad, los mismos personajes, la misma atmósfera.
En este caso es ‘El agente de la peninsular’, en el que introduzco en la escena literaria tangerina a un detective privado gay. Tánger es una ciudad que ha tenido una importante cultura gay, a la que han ido y siguen yendo muchos gais europeos y americanos. Alguien tenía que decirlo.
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