#MAKMAArte
El Mundo de Van Gogh. Exposición Inmersiva
Palacio de Exposiciones y Congresos
Real Racing Club 3, Santander
Del 26 de mayo al 31 de julio de 2022
Muy pocas son las personas que consiguen dejar una huella marcada en la arena, incluso siglos después de su muerte. Los océanos son muy selectivos con aquellas huellas que siguen hundidas en esa amplia inmensidad de playa que es la vida y la historia de la humanidad.
En esa playa, uno de los elegidos por esas caprichosas aguas es el artista neerlandés Vincent Van Gogh (1853-1890). Este artista incomprendido en su época, se ha llegado a convertir en uno de los pintores más cotizados en los últimos tiempos -el pasado noviembre su obra ‘Cabanes de bois parmi les oliviers et cyprès’ (1889) alcanzó en subasta la cantidad de 62 millones de dólares-.
En esta exposición sobre la obra y la vida del prolífico artista holandés, en el Palacio de Exposiciones y Congresos de Santander, abandonamos el academicismo y nos dejamos llevar por nuestros sentidos hasta donde pueda alcanzarnos la imaginación.
Desde el primer paso que damos en esta muestra, el sentido de la vista se ve completamente desbordado. Aunque esto solo es el principio, puesto que tan solo hay una serie de paneles que es necesario observar con detenimiento para descubrir cómo su obra llegó a pasar la barrera del tiempo.
Conocemos las influencias que marcaron sus pinceladas y cómo la vida le puso en el lugar adecuado para dejar a la posteridad obras conocidas por todos -los girasoles no serían tan conocidos de no ser por Van Gogh y sus pinturas-, y jamás podremos ver una noche y sus estrellas sin acordarnos de las maravillosas pinceladas que dejó el artista en ese lienzo que ahora reside en el MoMA de New York.
La experiencia continúa y podemos disfrutar de recreaciones de la famosa terraza del café de Arles, que el pintor inmortalizó una noche cualquiera, pero que esa “noche cualquiera” ha llegado a nuestros días siendo una de las obras más reconocibles del autor. Junto a esta recreación, podemos disfrutar también de la habitación en la que residió Vincent Van Gogh los días que vivió en Arles.
Vemos cómo la cama deshecha, una silla apoyada en la pared y otra junto a la cama, y el famoso sombrero de paja, con el que salía a pintar esos deliciosos paisajes, está colgado de un perchero anclado a la pared. Esos tonos amarillos -de los que Van Gogh confesó estar enamorado-, combinados con azules y junto a la composición de la escena, provocan que nos quedemos con la boca abierta ante el realismo que respira esta representación. Parece como si de un momento a otro fuera a aparecer el pintor holandés por la puerta cargando con su caballete y su caja de pinturas.
Pero la experiencia que se nos presenta aquí va mucho más allá. En un entorno en el que podemos pasar de largo sin apenas darnos cuenta de su existencia, un entorno en el que una sucesión de pantallas que se elevan hasta casi rozar la estructura interna del Palacio de Exposiciones y Congresos de Santander, nos lleva a mirar los carteles que están proyectados en ellas. Pero tan solo se trata de una pausa, pues lo importante está por llegar.
Cuando las luces se apagan, la música de Adrián Berenguer comienza a envolver la sala y a llevar a nuestros sentidos a un nivel diferente del que habían estado hasta ese momento. Las pantallas se encienden poco a poco, dejando el negro a un lado y empezando con unas espirales que nos llevan a un cielo nocturno como los que veía Van Gogh en aquel siglo XIX.
Acto seguido comienza la narración de un Van Gogh, que no es Vincent, para tendernos una mano y mostrarnos cómo fue su vida y cómo esa vida le llevó a crear las obras que nosotros, meros mortales, tan solo somos capaces de disfrutar sentados en un banco o tirados en el suelo, no sabiendo dónde dirigir la mirada para abarcar cada centímetro de esas inmensas pantallas que nos rodean -en un círculo de 360 grados- y nos muestran las obras del artista nacido en Zundert.
Con cada nueva obra proyectada, el entorno se transforma y el aire suelta una nueva fragancia para llevarnos a un campo cultivado o a una casa silenciosa construida en madera donde la única iluminación son las velas. El olfato también puede contar una historia. Esto nos lleva a sentirnos un poco más cerca del Vincent Van Gogh persona, empatizando con ese hombre atormentado que a finales del siglo XIX los que lo conocieron lo tildaban de loco, y los que ahora vemos su obra lo denominamos genio.
La música, los aromas y las proyecciones hacen que, aun sabiendo dónde estás, no puedas evitar sentirte un poquito más cerca de aquel hombre de pelo rojo. Te encuentras paseando por su historia, mientras él te guía por los recovecos menos iluminados de su vida. A veces es como si pudieras sentir ese olor a la pintura sobre los lienzos secándose para tratar de pagar la renta de una habitación con uno de ellos, o una copa de vino en la barra de cualquier café nocturno.
Y cuando todo termina, la música entona su última nota, el último fotograma ha pasado por las pantallas, la última palabra ha sido dicha y el aroma del siglo XIX se esfuma por los conductos de aire. En ese momento, en el que las luces se encienden par dar por finalizada la experiencia, es cuando todos nos quedamos en nuestro sitio, callados, expectantes, como si esperáramos algo más.
Pero lo único que tenemos es la experiencia vivida y esas últimas palabras de ese Vincent- que no es Van Gogh- correteando por nuestros oídos: “Algún día, la muerte nos llevará a otra estrella”. Esas palabras -tristes, bonitas y melancólicas, todo a la vez- son las que sigo desgranando en busca del significado que quiso darle el pintor neerlandés.
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