Amelia Castilla

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‘Mis entierros de gente importante’, de Amelia Castilla
Demipage, 2022

«El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere», anticipa un revelador Albert Camus durante el proemio de ‘La peste’ (1947), legando para la posteridad la radiografía de una Orán a la que siempre cabe retornar con nuestras incertidumbres a cuestas, no para resolver incógnita alguna, sino con el fin último de encontrar entre sus páginas una radiografía de hogaño con la que disolver tanta pesadumbre cronocéntrica.

Modos de obrar, (mal)querer y evaporarse corpore insepulto prensados como racimos de manzanillo para que su savia lechosa impregne, aquí, las páginas de ‘Mis entierros de gente importante‘ (Demipage, 2022), mediante las que la periodista Amelia Castilla ensarta las ocho coronas funerarias de otros tantos celebérrimos finados: Carmen Polo, Camarón de la Isla, Lola Flores, Antonio Flores, Paco Rabal, Rocío Jurado, Antonio Vega y Enrique Morente.

Una cartografía de personajes a través de cuyas necrológicas en El País –catafalco cardinal de nuestra (no tan) reciente hemeroteca colectiva– desvestir la eucaristía de un mundo caldeado al sur de las jaranas e impreso en las rotativas institucionales de Miguel Yuste, entre cuyos cilindros de papel continuo «procurábamos escribir con un cierto estilo y gusto, en el mejor castellano posible», recordaba su colega de barro y redacción Javier Valenzuela al calor conversacional común sobre ‘El periodismo como género literario’, durante la muy tórrida y ya despenada Feria del Libro de Madrid.

«Durante aquellos primeros cuatro años juntos en la sección Local del periódico [a principios de los 80], Amelia tenía cuatro cosas que considero básicas en periodismo, pero que nadie enseña en las universidades: inteligencia, curiosidad, espíritu del humor y entender el periodismo como género literario», recapitulaba Valenzuela.

Porque «la inmediatez, casi tanto como la curiosidad, constituyen el esqueleto de este oficio», suscribe Castilla, transmutado en ‘Mis entierros de gente importante’ en literaria y perdurable lectura sobre quiénes fueron aquellos con los que componer el relato ceremonial y mortuorio de un tiempo aún vivo más allá de sus viacrucis y cristianas sepulturas.

Amelia Castilla

Cuando murió Picasso sentí como si se fuera algo que nos pertenecía a todos. Esto mismo me ha pasado hoy, son símbolos, mitos de esta España que es tan individual”, confesaba Paco Rabal durante el velatorio de Lola Flores, tal y como recoges en ‘Un mal día para regalar flores’. ¿En qué medida radiografía nuestra idiosincrasia el hecho de pasear la mirada por este trayecto necrológico?

El libro reúne ocho personajes que representan ocho maneras de vivir y ocho historias que resumen mi paso por las secciones de Cultura y el suplemento Babelia del diario El Pais. A través de estos personajes, gente con un talento salvaje capaz de forjar una identidad a fuerza de hambre, percibimos los cambios vividos en las últimas décadas.

En el universo jondo, al que pertenecen algunos de estos muertos ilustres, es evidente la transformación. Una leyenda no escrita identifica al flamenco con el regusto amargo de la miseria y la vida bajo las estrellas. Camarón abrevaba en busca de repertorio por los pueblos de Cádiz y de Algeciras. Ahora, con YouTube, encuentras grabaciones históricas a golpe de click.

El flamenco se estudia en la Universidad y cuenta con muchos expertos en antropología, pero el pellizco se apaga; ¿cuántos saben distinguir los palos a compás? Una cosa no ha cambiado, los medios y los festivales siguen contratando siempre a los mismos, el circuito repite los mismos nombres y hay mucha gente joven que canta bien y está sin trabajo.

Gente que parecía sacada de un cuadro de Julio Romero de Torres” (Camarón); sillas de anea, bares, calor y humo de cigarrillos (Paco Rabal); barahúndas informativas, “botellas de agua, abanicos y periódicos” (Rocío Jurado); allegados que “caminan sonámbulos” (Antonio Flores); homenajes que “huelen a ciprés” (Enrique Morente) o cementerios que hieden “a reliquias” (Carmen Polo). Si todas las liturgias, los sepelios y las malas nuevas se asemejan, ¿debemos encontrar la singularidad de los ritos en los modos y excesos de aquellos que despiden a sus iconos?

Todos los entierros se parecen con la sobriedad que aporta el luto, los gritos de dolor, las lágrimas y las gafas negras. La diferencia se encuentra en el público que los acompañó. Con Carmen Polo le dimos un último adiós al franquismo. A Camarón lo despidieron los gitanos como su Dios particular, el cante lo representa todo para ellos. A Lola Flores tres generaciones de mujeres.

Con su hijo Antonio, las televisiones privadas empezaron a competir por lo escabroso, la sombra del suicidio planeaba en todas las conversaciones y su pasado como adicto a la heroína no ayudaba. Con Rocío Jurado se recuperó la España de charanga y pandereta que creíamos olvidada.

Y con Antonio Vega, cuya muerte fue tendencia global (Internet ya se había revelado como una revolución), se ensayó el necro-selfie en las redes y el nunca te olvidaré del tuitero. La agonía de Morente se siguió minuto a minuto en las web con la familia reclamando negligencia médica.

Ahí descubrimos que el atractivo que generan las desgracias ajenas suma cuotas de pantalla desconocidas y todos buscan mayores audiencias.

Autor de un puñado de frágiles himnos generacionales”, tras el recuerdo de Antonio Vega se refugia, precisamente, una quebradiza y lírica forma de mirar un tiempo del que fuiste partícipe más allá de los pupitres de El País. ¿Narrar su óbito implicaba mirar hacia aquel túrbido anverso generacional de quienes eran/son tus coetáneos?

¡Totalmente! Antonio Vega era uno de los nuestros. Mi protegido. Como periodista crecí en las calles de Malasaña con Nacha Pop y sus canciones en solitario; fueron tiempos de mucha excitación y aprendizaje. Su muerte nos colocó frente al espejo, nos habíamos hecho mayores. El clima desbocado de libertad que desencadenó la Movida madrileña se apagó hace décadas y sus supervivientes caían como fichas de dominó. Los últimos han sido Ceesepe y Ouka Leele.

Necesitamos ritos para despedirlos, ritos que nos ayudan a soportar el trance. Por eso son tan necesarias las necrológicas, un género periodístico que cuenta con muy buena acogida entre los lectores.

Encaminar el verbo para acercarlo a la “lírica desenfadada del nuevo periodismo americano”, amén de un propósito de estilo (quizás) tardío de las cabeceras españolas, ¿permite que hasta la más anodina de las noticias tenga una segunda oportunidad a través de las intenciones literarias?

Tras la vocación literaria se esconde una manera de mirar, un deseo de exhibir una visión del mundo. En este tiempo de información al minuto, un texto largo proporciona un medio de reflexión que no aportan ni las noticias puntuales ni las webs o las televisiones, pero está basado en hechos reales, sucesos que nos conmueven y animan a seguir investigando.

La más anodina de las noticias quizás no merezca esa segunda oportunidad. Mirar lo que no ven los demás aporta un material único, pero también arrastra un enorme trabajo de contrastar fuentes, analizar documentos y hacer entrevistas. Y luego enfrentarse a lo realmente difícil: armar el rompecabezas y que todo fluya. No basta con saber colocar un verbo o un adjetivo.

‘Mis entierros de gente importante’ exhuma durante su crónica mortuoria un modo de ejercer el periodismo, a la postre, que muta de su condición primigenia (analógica) a un estado último (digital) desde el que dar el pésame definitivo a aquel modo de concebir el oficio. De los primeros Artex a las funcionalidades del WordPress, del “periodista de calle” al “funcionario” de redacción, ¿qué se ha diluido por el camino hacia este presente y nuevo camposanto de la información?

La crónica de los entierros de Camarón o la de Paco Rabal las pasé a la redacción desde un teléfono público o una cabina (ya han desaparecido), las secretarias (eran todas mujeres) copiaban el texto frase a frase y lo pasaban a las secciones para su puesta en página; ahora con un móvil o un portátil transmites directamente a la web.

Los medios de comunicación se encuentran inmersos en una revolución tecnológica sin precedentes, pero Internet nos ha sentado frente a las pantallas, más pendientes del like que generan las noticias que de buscar noticias o hacernos con una buena agenda. La pandemia empeoró aún más la situación. No soy apocalíptica, creo que el periodismo, el buen periodismo, saldrá adelante.

Amelia Castilla
La periodista Amelia Castilla en la Feria del Libro de Madrid 2022. Foto: Jose Ramón Alarcón.