Ver visiones. Reinterpretando el presente
Centro del Carmen
C/ Museo, 2. Valencia
Comisariado por Álvaro de los Ángeles y José Luis Pérez Pont
Hasta el 13 de julio de 2014
Lucebert (Galería Rosalía Sender) / Ángel Masip (Parking Gallery)
CIS: Los/as políticos/as en general, los partidos, la política.
Que el arte sea capaz de mantener una mirada renovada sobre la realidad, sin duda expresa una aspiración antidogmática. Caracterizarla no es convenir en una perspectiva de mera diferenciación formal, ni plantearse un contenido conceptual en mensajes críticos cuyo significado encaje en determinaciones públicas, sino más bien percibir que la terminología empleada constituye la concreción de un saber insuficiente para fijar aquella renovación. Así, advertido el lector, y, por extensión, haciendo precavido al espectador, cabría tan solo señalar ya no una aspiración, sino una necesidad: el hecho creativo de la desobediencia.
Para el recto obrar, el saber era requisito fundamental en la creencia de Sócrates. La efectividad en la tarea dependía de un quehacer amparado por el saber, que originando el preguntar socrático, ponía en tela de juicio la asunción indigesta de “verdades”. En este sentido, el trágala de lo exterior-real nunca alimentaría la poética de los artistas, pues la creatividad incorpora algo similar a un saber subversivo, y todos somos conscientes que la renovación únicamente lo es del statu quo, lo es de lo político encorsetado, no en lo correcto, sino en un pensamiento oligárquico, depredador de la res publica, y, a la larga, estructurante de un ser humano dócil, de mentalidad dúctil, maleable. Frente a esta situación, no cabe el artista apacible a las cuestiones de la polis, o amansado por aquello que la regula conforme a un programa de existencias sumisas. Sería como incubar un cómplice descrédito.
En el caso de las obras de Lucebert (Ámsterdam, 1924-Alkmaar, 1994) y A. Masip (Alacant, 1977), quizá la fragmentación de tiempos cronológicos e imágenes de nuestra incierta postmodernidad, pueda facilitarnos algunos nexos teóricos y simbólicos hacia los cuales, desde sus pinturas o instalaciones, nuestra percepción se ve concernida hacia, cuanto menos, una resistencia de múltiples perfiles que, a pesar de facetarse en dos siglos distintos, conjuga ser tan rebelde como resistente, pues ambos artistas experimentan en su trabajo el tener frente a sí el proceloso control del Poder, es decir, son testigos de aquello que ha desbancado a la política como espacio de diálogo y honesta negociación con la ciudadanía. Este hiato, una falla profunda que actualmente se nos pone de manifiesto, por proximidad administrativa, en el insondable desprestigio institucional del Estado español, y por sentir identitario, en nuestro maltrecho País Valencià, no deja de ser cíclico y universal si hiciéramos un poco de historiografía. Aunque ahora, aquí y ante el abismo, crece una acuciante comprensión intelectual del artista respecto de su compromiso social no especialmente ligado a funcionalidades expresas. Digamos que es más esclarecedor en la metáfora, que da más luz.
Así, al holandés del grupo CoBrA le arrastra en el gesto una radical protesta contra la injusticia a la cual no se subyuga, sobrepasándola, salvajemente, a partir de lo originario de la expresión materializada, por ejemplo, en un tirano deformado por el trazo. La subjetividad responde con ello al poder político. Son las emociones, aquellas que revolucionan el cuadro, dado que pintor y poeta, a pesar de sus diferencias metodológicas, están marcados por igual frente al abuso de la política. De ahí que el grafismo sea el de un demente o un niño que garabatea. Un todo de materializaciones plásticas de lo indefenso por valioso, sin corromper, sin destruir, vital, verdadero, en perenne pulsión de una existencia creadora que apelaría a lo fantástico, improvisando la plasmación de los miedos, obsesiones y pasiones de un hombre que grita a su vez por saberse sartriano, o amigo del Saura bestial, o invitado de Brecth.
Es crucial, por tanto, que la poética de Lucebert defienda el derecho que le asiste a éste, como creador, a vivir en conflicto con la política decadente. ¿Cómo sino escapar a la violenta represión policial de los obreros en el Ámsterdam de 1930? ¿Qué hacer para despreciar íntimamente la condena a trabajos forzados impuesta por el ocupante nazi? ¿De qué modo expresar la protesta contra las medidas del gobierno holandés en contra de la Independencia de Indonesia? Ciertamente sus composiciones poseen la consistencia atávica de lo primitivo, pues en su historia de juventud acontece el desastre institucionalizado. La desobediencia de la pintura lo es a la ley que los gestores políticos imponen por encima de la voluntad democrática de la ciudadanía. Y volviendo al filósofo ateniense, las consecuencias que lo anterior comporta nos retornaría a uno de los interrogantes del Critón, puesto que en ese diálogo, Sócrates se plantea: ¿cómo puede sobrevivir un Estado y no caer cuando los juicios decretados carecen de toda fuerza y son invalidados y quebrantados por individuos particulares? El artista, que para nosotros puede convertirse en ese individuo tan solo con un gouache, es capaz de profanar la demagogia con un pincel. En el libro V de la Política, Aristóteles escribe que “antiguamente, cuando se convertía la misma persona en demagogo y estratega, orientaba el camino hacia la tiranía “. Lucebert advierte con su obra de este peligro y, al tiempo que desintegra la figura, permite que el espectador arraigue en la prevención de sí mismo.
Las cautelas anteriores, interpretadas bajo los focos del torcido y violento siglo XX, se explican y justifican aún más en el presente si pensamos en la engañosa ilusión de una política moral. Aranguren habla de esto en la lectura de Humanismo y terror, cuando llama la atención, a propósito del origen violento del Poder sobre el que reflexiona Merleau-Ponty, que para el filósofo francés todos los regímenes establecidos han “olvidado” una violencia primaria porque ya no existe un reconocimiento de ésta como tal, simplemente se ha institucionalizado y autojustificado por la Ley aunque no se reconozca en aras de una inmaculada pureza. Y, a través de esta pureza, se dice proseguir con la falsa tarea del buen gobierno como proyecto de dominación. La distorsión es entonces instrumento planteado para la disolución de la crítica sitiando lenguajes, envolviendo discursos y asediando alternativas hasta extender la doctrina sin especulación, tratando de asentar una generalizada apatía indolente, un paisaje tibio e indiferente a una percepción profunda.
Aquella panorámica, que hacemos confluir con un ambiental naturalismo amanerado, suplanta la reflexión de fuste por un candoroso y pueril mundo feliz, ahora adobado, con toques de espectacularidad, más allá de Huxley. Consciente de esta actitud postiza, Ángel Masip ni condena ni desautoriza. Su obra recalca una distancia, está en otro lugar, sanciona otro paisaje aún estando dentro de él. Los territorios naturalistas que se configuran en su pieza se han conducido a través de un aprendizaje y cuestionamiento del género pictórico en propia carne. Experimentándolo al óleo o conceptualizando sus sentidos y resortes hermenéuticos mediante diversas estrategias y materiales que operan en la estructura tridimensional, la travesía del artista ha sido una tenaz investigación sobre las predeterminaciones ideológicas prendidas al paisaje, más que sobre la verificación de significados concretos. Masip no debate sobre la especificidad, sino que convive con la convención escenográfica, únicamente, con la intención de emitir dudas alrededor de algo considerado solvente en la percepción. No oculta sus alternativas a nivel formal, no lo hizo en su “Meteorismo” y tampoco en “Filología para más tarde”, pero la búsqueda de una alternativa auténtica ha dejado paso a mostrar el insoportable sucedáneo azul, el fingimiento de un paisaje encubierto sin disimulo: la doblez, ya, sin farsa.
El animal político de Aristóteles en realidad se automanifiesta en el paisaje de la ciudad y en la observación del cambio. Masip también observa esa transformación cultural de la sociedad, sujeta visualmente a algunas rémoras, pero tal vez, y sin querer salvar al mundo cambiante, alerta de la completa no-entidad diseñada por el establishment. El movimiento del artista es, pues, de autoafirmación, con algunas indicaciones entre bastidores, que proyecta indefectiblemente un encontrarse examinante frente al “paisaje”. Un paisaje sin horizonte, que es donde las sombras del Poder se liberan de responsabilidad social y creatividad.
Ricard Silvestre
Pincha aquí y lee el texto curatorial de Álvaro de los Ángeles y José Luis Pérez Pont.
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