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‘Dolencia’, de Hélia Correia
Colección de autores portugueses
Ilustración de portada: Carmen Pinart
Traducción: Santiago Pérez Isasi
Editorial La Umbría y la Solana
La hemos contemplado muchas veces, aunque la mayoría nunca nos preguntamos quién era la modelo que encarna a Ofelia en la archiconocida pintura de la Tate Britain, obra del prerrafaelita John Everett Millais. De entre todos los momentos en que Ofelia comparece en ‘Hamlet’, el pintor elige representarla antes de ser “arrastrada a una muerte barro”, escribió Shakespeare, en el instante en que, tras caer al río, “su vestido se desplegó y pudo así mantenerse un tiempo a flote (…), inconsciente de su propia desgracia”.
La pintura transmite una erotización morbosa de la muerte. El cuerpo horizontal con las manos oferentes, la melena rojiza extendida, la riqueza del ropaje y la colorista profusión de flores en contraste con el fondo expresan esa conexión entre amor, belleza y muerte tan del gusto de los románticos. La modelo de la pintura es Elizabeth Siddall, más conocida como Lizzie Siddall.
Lizzie Siddall también entró en la vida de la escritora portuguesa Hélia Correia como Ofelia -el manual escolar de francés llevaba una reproducción de la pintura de Millais ilustrando un poema de Alfred Musset- y ya no la olvidó. A medida que iba conociendo más detalles de su vida, menos le convencía la visión estereotipada que de ella se trasladaba por sus contemporáneos o por sus biógrafos.
“Yo tenía la impresión de que nadie la había entendido”, ha dicho Hélia Correia. Quizá fuera esa insatisfacción lo que le empujara a escribir ‘Dolencia’ (La Umbría y la Solana), la biografía ficcionada de Lizzie Siddall. Publicada en 2010 y traducida al español en 2021, ‘Dolencia’ es una novela tocada por la gracia. Más allá de la fascinante vida de la biografiada que relata, la voz seductora de la narradora, la precisión en el lenguaje, el aliento gótico o la belleza de las imágenes convierten la lectura de este libro en una experiencia inolvidable.
Hélia Correia invirtió cinco años en este proyecto. Se puso en la piel de la persona, se esforzó en entender sus afanes y su deseo y se empapó de su dolor y su patetismo. Caminó por las calles que ella había recorrido, entró en las casas en que había vivido o había frecuentado, contempló las obras para las que había posado y las que salieron de sus manos, leyó sus escritos y lo que otros dijeron de ella e indagó en el amor extraño y perturbador que la encadenó al prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti en una “una relación cerrada a los demás, como el pacto para un crimen”.
La historia ha silenciado la contribución de un grupo de mujeres al desarrollo y consolidación de los prerrafaelitas, los jóvenes rebeldes que convulsionaron la escena cultural victoriana preconizando la inspiración en la literatura y en una Edad Media idealizada en donde aprecian autenticidad e integridad, reclamando la fidelidad a la Naturaleza, rechazando los estragos de la Industrialización o destilando los arquetipos femeninos de Lilith y de María, la mujer fatal que arrastra al hombre a la perdición y la mujer angelical, sacrificada y fiel.
Nos ha trasmitido una versión parcial y empobrecida de un movimiento que tuyo una gran influencia en la historia del arte y cuyo rastro se puede apreciar hoy en día en series como ‘Juego de Tronos’ o en la moda.
El canon artístico reduce a Lizzie Siddall, la más conocida de estas mujeres en la actualidad, al papel de modelo de artistas y musa de Dante Gabriel Rossetti, obviando que también escribió poesía o que sus dibujos merecieron el elogio de John Ruskin, el hombre que hacía y deshacía en materia de gusto en la Inglaterra de la época: “Él declaró que los dibujos de Lizzie -escribió Rossetti- eran mucho mejores que los míos, mucho mejores que casi todos”.
Fue Ruskin quien le ofreció a una Lizzie Siddall ya cortejada por la enigmática patología que le conduciría a la muerte a los 33 años, una asignación anual para que pudiera trabajar en su obra sin preocupaciones. Esta paga significaba otorgarle el estatus de pintora profesional, una condición inaccesible a las mujeres casi sin excepción y mucho más si se trataba de una modelo pobre, una costurera, como era la artista. La esclavitud sexual era el camino previsto en estos casos.
Hay quienes, quizá con estrechez de miras, atribuyen al generoso gesto de Ruskin un intento de controlar a Rossetti, esgrimiendo para ello las carencias técnicas de la obra de la artista. Hélia Correia considera, en cambio, que el crítico “tomó aquel estilo pobre como un don”. Lo cierto es que acceder a una educación artística completa y rigurosa era imposible para las mujeres que querían equipararse profesionalmente a los hombres.
Algunas de las que pertenecían al círculo de Lizzie Siddall con ambición y dotes artísticas y una posición social elevada que las hacía menos vulnerables, renunciaron a desarrollar su vocación desalentadas por los numerosos prejuicios, estereotipos y cortapisas que había que hacer frente. Hay que decir, con todo, que la denuncia de la discriminación sufrida por las mujeres por parte de las protofeministas y, en concreto, la presión ejercida por las activistas prerrafaelitas fue determinante para que la Royal Academy admitiera en 1860 a la primera mujer en su seno para que recibiera formación.
Hasta entonces, las escuelas femeninas de arte o las clases particulares eran la vía de acceso a una educación artística incompleta y limitada. Lizzie Siddall tomó lecciones de Gabriel Rossetti y de Ford Maddox Brown, un pintor cercano a los prerrafaelitas, y asistió por un breve periodo de tiempo a la academia de arte de Sheffield.
Al dibujar la peripecia vital de la modelo y artista sobre el tapiz de un tiempo en que “el odio social llenaba el aire y no dejaba indiferentes los cuerpos”, Hélia Correia señala dos aspectos que singularizan su carácter: la libertad y la independencia, rasgos inconcebibles en una mujer entonces.
Su conducta insumisa, traducida a veces en terquedad, unida a una dolencia debilitante con “gran poder de comunicación”, pero difícil de reconocer y difícil de explicar, así como el consumo de opio, más extendido entre las mujeres en el XIX, auguran el infortunio. Pero cabe preguntarse si no abonó su final el tomarse al pie de la letra la visión romántica del amor y del arte. Creer que tanto uno como el otro tienen el poder de mantenerte a salvo del mundo.
Formalmente, la estructura de ‘Dolencia’ guarda paralelismos con la literatura diarística: se articula en secuencias precedidas por un lugar y un año. Es a través de estas secuencias como la narradora va desgranando su relato sin seguir un orden cronológico y con algunas incursiones en primera persona.
La novela arranca en 2005 en el cementerio de Highgate, donde están enterrados los restos de Lizzie Siddall, y acaba en el mismo lugar en 1869, siete años después de su muerte, el año en que su cadáver es exhumado por deseo de Gabriel Rossetti para recuperar los poemas inéditos introducidos en el féretro en un momento de exaltación.
Lo macabro del suceso debió turbar tanto a sus perpetradores que quisieron ver el cuerpo de Lizzie Siddall intacto y que su espléndida melena rojiza no había dejado de crecer. Una fábula que cimentó la leyenda de una hermosa mujer vagando entre las tumbas del cementerio cuyos ecos resuenan en ‘Drácula’, la novela de Bram Stoker. Pero esta es otra historia.
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