#MAKMAMúsica
Joan Manuel Serrat
‘El vicio de cantar: 1965-2022’
Wizink Center
Diciembre de 2022
Para Macarena
Desde que era pequeña, en mi casa se ha hablado siempre de un concierto mítico. Año 82, verano, el estadio Vicente Calderón y la visita, al fin, de los Rolling Stones a Madrid. Dos noches tocaron. A mis padres les tocó la primera –un espectáculo, recuerdan–, pero a mi tía Sonia, siempre más suertuda con las cosas del azar, le tocó asistir a la segunda, aquel 7 de julio en que llovió a cántaros sobre los equipos de sonido. Una tormenta de verano imprevista y peligrosísima. Parecía evidente que tendrían que cancelar, pero sus majestades satánicas salieron y convirtieron aquel concierto en un hito de la memoria colectiva.
Desde hace poco hay otro concierto dispuesto a desbancarlo en el anecdotario nacional y también familiar. No era la primera vez que veíamos –juntas varias generaciones– a Serrat en directo, pero todo apunta a que será la última. Una noche en la que el frío y la lluvia nos dieron tregua para entrar en el viejo Palacio de los Deportes como quien entra en un templo, arrastrando una sensación de definitivo impropia de estos tiempos de contenidos vacíos y continentes ultrasaturados.
Como a mis padres en el 82, no nos tocó disfrutar del último de verdad –ese tenía que hacerse, por lógica, en su Barcelona, y llegó el pasado 23 de diciembre en el Palau Sant Jordi–. Sin embargo, la emoción vivida en esas dos horas y media de concierto, hace ya tres semanas, se mantiene imborrable.
A contracorriente de cómo ahora consumimos las cosas, el concierto permanece, vivido y –por qué no confesarlo ahora– cantado a lágrima viva. Ahora que, además, he podido ver la retransmisión por TV3 del que dio en Barcelona, con un repertorio totalmente distinto, una se da cuenta de la amplitud y profundidad de su huella en la canción como género poético, literario, social, humano.
Me pasa que Serrat está en las cintas del coche de mi infancia, en los cedés que se instalaban en el maletero y que nadie se acordaba nunca de cambiar hasta que ya estaban metidas todas las maletas, saliendo de Madrid en dirección a la planicie de la Meseta. Serrat está cargado de veranos, por eso me sé el orden de sus canciones en los álbumes más molidos de kilómetros, de arriba abajo.
Y sí, que está muy bien eso de tener a golpe de botón todas las canciones del universo conocido, pero ya no se rayan los discos de tanto usarlos, manchados de migas del bocata, rotas las carcasas y perdidas las letras de tanto memorizarlas. Todos esos objetos se los come el tiempo amarillo de su querido Miguel Hernández.
Pero Serrat permanece en nuestra fotografía porque nos ha retratado como nadie. Es el retratista de nuestra vida, de los pueblos blancos y los carruseles del Furo, de la ladera de un monte más alto que el horizonte con buena vista. Es el cantor de lo que fuimos y no hemos dejado de ser del todo.
Por sus aspiraciones de joven músico podían habitar los lamentos de Brel y las botas de cordobán de Dylan, pero más bien fueron Quintero, León y Quiroga los que le acabaron de dar la clave. Porque la música empieza donde la gente canta, y la música de Serrat empieza con su madre haciendo las camas y cantando Ay, pena, penita, pena.
Pero, sobre todo, creo que con los años Serrat se ha convertido en un modelo de dignidad. De elegancia como esa chaqueta floreada que ha llevado en sus últimos conciertos. De suave reivindicación. Ojalá escuchásemos y creyésemos de veras en eso de “no sé si me gusta más de ti lo que te diferencia de mí o lo que tenemos en común”, porque en sus letras hay un manual de convivencia sin pretensiones y lleno de ironía. De ironía del que va y viene y se las sabe todas porque estuvo donde tenía que estar cuando más difícil era estar donde se debía.
Dicen que la cultura es eso que uno recuerda cuando ha olvidado la lección. Yo no sé qué es eso exactamente –la cultura, digo–, pero no parece casualidad que nos sepamos de memoria las letras y los compases de Serrat. Seria fantàstic que res no fos urgent, no pasar de largo y servir para algo. Ir por la vida sin cumplidos. Anomenant les coses pel seu nom, cobrar en espècies i sentir-se ben tractat. Y mearse de risa, así en general, como medida de resistencia contra el miedo y la enfermedad y el poder mal entendido.
Alguien que se va despidiéndose, dando un abrazo a todos los que se quedan, y dejándonos ese eco de melancolía de todo lo que aprendimos junto a él. En mi caso, a conjugar en català, a modular como las jotas, a recordar que el sur también existe, a hacer camino al andar. Antes que nada, Serrat es partidario de vivir, así que tomémosle como se da, entero y tal como es y dejémosle que haga mutis por el foro.
Yo estuve en su despedida y ya nadie me lo quita. La fiesta se acabó, el sol nos dice que llegó el final, pero permanece en esa cosa sagrada –tal vez la única– que es la memoria.