Artigiani, Occhi Mani Luoghi, por Francesco Filangieri
Sala de la Muralla
Col.legi Major Rector Peset
Plaza del Horno de San Nicolás, 4. Valencia
Hasta el 26 de enero de 2015
“Este hombre es un daguerrotipo móvil y apasionado que registra el más mínimo detalle y en él se refleja, con sus cambiantes destellos, aquello que ocurre, el ritmo de la ciudad, la fisonomía múltiple del espíritu público.” Con esta alusión al reciente invento de la fotografía, el escritor y periodista Victor Fournel hizo una apasionada defensa del azaroso y lento vagar por calles y paseos en su obra ‘Ce qu’on voit dans les rues de Paris’, publicada en 1858. Temprana exaltación del flâneur -figura que adquirió densidad con Walter Benjamin-, que hoy reclaman geógrafos o urbanistas al advertirnos contra nuestra pérdida de experiencia física de las ciudades. Abrumados por un urbanismo excluyente y segregador y por el exceso de edificios icónicos, hemos perdido el arte de hacer ciudades, admite Richard Sennet.
Hace ya algún tiempo que el trabajo de Francesco Filangieri –cuya primera formación fue la de arquitecto- es una celebración de la errancia urbana como actividad cotidiana significativa, como manera posible de representar el paisaje y de observar el trato y las relaciones que se van tejiendo entre los ciudadanos y las ciudades. Un propósito que ya aparecía en Luce Divina –donde el interior de las iglesias no era sino una extensión cubierta de las plazas- o en Underview, serie que alteraba la perspectiva de las calles al ser vistas por un fotógrafo convertido en un pequeño insecto terrestre. Ahora, con estos Artigiani, renueva el empeño de hacer visible el ritmo de la ciudad, aquella de los talleres artesanos con frecuencia ocultos o agazapados en la trama laberíntica de las calles. La geografía –Palermo, Londres, Roma, París, Valencia o Friburgo- es muy diversa, pero más allá de las diferencias se reiteran los rasgos compartidos, el amor por el trabajo, por la materialidad del objeto útil y de acabado perfecto, y por el flujo de unos saberes ambulantes que han viajado por Europa o por el mundo. Un incesante intercambio que es evocado por la imagen del repetido regreso de las olas a la orilla que vemos en la Muralla de la Sala de la Muralla.
Los talleres son a menudo lugares llenos de misterio, colmados de instrumentos y de desordenados rincones que tienen algo de gabinete de curiosidades. Entrar en ellos permite abrir muchas otras puertas, escuchar otros sonidos y percibir con asombro lo que encierra de único y excepcional un objeto repetido. En estos retratos de carpinteros, restauradoras, cerrajeros, herreros, ebanistas, sastres y ópticos –entre otros muchos oficios- hay una cierta melancolía, como si se tratara de escenas de un mundo que declina. Rostros no exentos de cierto orgullo en la mirada y en el gesto, el gesto de quien se sabe dueño de una competencia técnica y de una destreza que no se agota en unos ojos precisos y en unas manos prodigiosas.
Una de las imágenes muestra a un sonriente fotógrafo en el instante en que acciona el disparador de una vieja y hermosa cámara de caja. Me atrevería a decir que hay en ella algo más que el tributo al amigo y maestro Giuseppe Cappellani, en cuyo estudio de Palermo se formó Filangieri. Es sobre todo una exigencia moral, una manera discreta y elegante de sugerir que estas fotografías no son superiores a los objetos que construyen quienes vemos en ellas. Artístico y artesanal no son términos rivales. Una buena foto es tan valiosa como una silla bien tapizada o un violín de exacto calibre. Soy y me siento artesano, reconoce el autor a propósito de estas fotografías.
Salvador Albiñana
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