#MAKMALibros
‘Una oración sin Dios’, de Karima Ziali
Esdrújula Ediciones, 2023
“Que una realidad sea imprecisa, imperceptible y fluctuante no quiere decir que no exista”, escribió Amin Maalouf en su imprescindible ensayo ‘Identidades Asesinas’; y desde ese punto es desde donde debemos partir a la hora de abordad la lectura de la primera novela de Karima Ziali.
‘Una oración sin Dios‘ es un desgarro planteado desde las profundidades de la incertidumbre. Una lucha contra la construcción de la identidad, cuando esa identidad pretende ser marcada desde fuera, maniatando al sujeto para eliminar los ángulos en sombra, esos que convierten la realidad última de cada persona en imprecisa, imperceptible y fluctuante para que de esa duda surja la riqueza. Sin pliegues no hay dudas y sin dudas solo hay corderos.
Morad, el protagonista de esta historia, deberá enfrentarse a un espejo deformante en el que nunca se ve reflejado solo, sino rodeado de todos los tensores sociales, encabezados por Farida, su madre, que desean limitarlo creando una suerte de silencios atronadores a su alrededor de los que no sabe cómo escapar. Aprender a lograrlo será lo que le cueste el esfuerzo titánico que Morad debe realizar en el paso de la adolescencia a la vida adulta.
Hay momento en que las decisiones deben ser individuales y normalmente duelen, pues decidir es elegir y en la elección siempre hay otras opciones que se queda en los márgenes del camino por el que seguimos avanzando. Así se va a sentir Morad en cada una de las páginas de esta novela, dejando a un lado aquello que hasta ese momento regía su vida y, por tanto, sufriendo.
Empezamos por lo primero que atrae nuestra atención: ‘Una oración sin Dios’, el título de esta novela para la que los lectores solo tendremos respuesta en la última frase. Debemos llegar al final para saber cómo tiene que ser esa oración. ¿De dónde surge esa necesidad de orar, ese recogimiento humano necesario pero que nos dices que sea sin Dios?
La oración es una forma de culto. Está organizada según un orden que nos indica cuándo hay que llevar a cabo el acto, dónde, de qué forma, como vestirse para ello, los gestos y las direcciones que toma el cuerpo, incluso qué palabras usar y en qué lengua. Esta oración pertenece al campo de lo religioso. Pero yo busco la oración en lo sagrado y esta es la oración sin Dios. La oración en lo sagrado porque supera el espacio y el tiempo acotados por la religión, rebasa las indicaciones y transgrede el orden que tanto agrada al discurso religioso.
Por eso, orar con esta intención es difícil que pueda darse dentro de un código religioso, precisamente porque su naturaleza es romper con los parámetros que la definen. Con esto no digo que ser una persona religiosa sea incompatible con hallar esta oración sagrada, sino más bien que incluso a pesar de ello puede surgir.
Es en esta búsqueda donde se inserta la historia de Morad, el protagonista de la novela. Su oración sin Dios nace de la necesidad de un gesto que requiere de mucho valor y firmeza: abrir una herida. Esto no deja de ser algo brutal porque abrir un centro de dolor es romper un orden sobre el que se asienta cierta comodidad vital, pero que se convierte en la única posibilidad de hallar cierta paz. Esta forma de desgarrar una cicatriz mal cerrada está muy cerca de este carácter sagrado de una oración sin Dios.
Morad, el protagonista, es un adolescente que suma los conflictos de la edad a los derivados de ser musulmán. Sus propios fantasmas lo atosigan mientras intenta luchar contra ellos sin armas más allá que el amor que siente por su madre. “Es una mierda ser moro”, dice Morad en un momento de crisis, a lo que su profesor de filosofía de instituto responde: “Entre tú y yo no hay tanta diferencia. Esto es lo que mata el mundo, pensar que somos distintos”. ¿Cuánto hay de ti en Morad? ¿Cuánto has luchado contra tus fantasmas?
Morad y yo somos lo mismo, tal y como diría su profesor de filosofía. Y “lo mismo” quiere decir universal. Cuento la historia de Morad, que por su nombre –y por los nombres que aparecen en la novela–, uno puede juzgar fácilmente y sin reservas que es otra novela sobre moros y sus crisis de identidad. No tengo problema con que se pueda llegar a pensar esto. Es más, me alegraría, ya que quien firma la novela también tiene un nombre igual de moro.
Lo que hace Morad es corroborar un malestar que cree exclusivo de una condición; lo que hago yo –a través de su profesor de Filosofía– es hallar esa universalidad en todos sus sufrimientos. Busco atravesar la diferencia con un lenguaje que haga de Morad un personaje capaz de ser leído en todos los idiomas y de ser entendido a través de todas las heridas originales que heredamos como humanidad. Y todo esto lo puede hacer –y debe hacerlo– alguien que se llame Morad.
Domènech, su profesor de filosofía, es un personaje que busca arrancarlo de una ceguera que le impide ver quien es. Morad pone mucho empeño en llamarse moro a si mismo con todo el malestar y la rabia con la que puedan proyectar esta palabra sobre él desde el exterior. Domènech quiere ayudarle a revertir esas fuerzas.
Yo diría que habito a Morad y a Domènech a la vez. No tanto como oposiciones, sino como una necesidad. La primera vez que me llamaron “mora” pensé que me hablaban del fruto. Pero por el tono y las adjetivaciones que acompañaban a la palabra empecé a pensar que no se referían a esa baya roja o negra, pero siempre dulce. La Filosofía si me ha servido para algo es para volver sobre la inocencia de las palabras cargadas de rabia. Ha sido una forma de rescatarme a mí misma del victimismo y de las hostilidades del mundo.
La madre, Farida –su yemma, en rifeño–, siente una devoción por sus hijos que les coarta la libertad, los asfixia hasta el extremo. Ella lucha por mantener un estatus familiar basado en sus preceptos religiosos inquebrantables: la religiosidad de Farida lo impregnaba todo, pero de este modo lo único que logra es que sus hijos necesiten escapar, como hace Moha, el hermano mayor de Morad. Hay pasajes que podríamos calificar de irreverentes, fuertes y directos contra toda esa falsa religiosidad que es la que más daño hace. ¿Dónde quieres poner el dedo con esta novela con relación a estas cuestiones?
Antes de escribir esta historia tuve que aceptarla como algo a narrar. Es decir, entender que iba a escribir sobre los silencios, algo que se gesta muy bien dentro de las familias. En su interior se aprende a modular el volumen de las voces para que no se quiebre su unidad. Es como si cada miembro de la familia estuviera atado a todos los demás por un hilo que se fuera estirando o aflojando, pero que en todo caso se debe ir regulando para que nunca se terminen de romper del todo.
Hay un centro del que parten todos estos hilos: la madre. Ella es un núcleo ambivalente: se vuelve a ella para estar a salvo –el hilo se acorta–, y surge la necesidad de alejarse de ella –el hilo se tensiona–. Morad está secuestrado y no puede señalar a su madre como tal porque quiere de ella todo lo que necesita, como hijo que depende de ella y como hombre que busca su individualidad al margen de ella. Es en este terreno donde trato de aterrizar.
La relación filial es de una atracción y un rechazo brutales, de modo que no deja de ser un espacio de violencia: hay que ponerle límites, hay que domesticarla, hacerla adecuada para que la familia pueda ser funcional. Y para ello no dudo en construir imágenes que puedan chocar con nuestra percepción de los hechos, pero no tanto con nuestro sentir más íntimo.
Mantener esta relación en sus parámetros adecuados es lo que busca Farida, y por eso es cuasinatural que sea ella la que introduzca la religiosidad en la familia: es un orden que le permite sujetarse a sí misma en la red que sostiene y donde está atada con los hijos y su marido. Pero es una religiosidad coherente con Farida, porque no es tan importante el ajuste a los preceptos, ni siquiera ser consecuente del todo con ellos (¡lo importante es que Morad hace el Ramadán a pesar de beber alcohol y salir de fiesta!), sino que la presencia de la religión le permita ocupar un lugar desde el cual todo lo demás dependa de ella.
Esta responsabilidad es una carga y es un poder: la que educa es ella, la que transmite los valores es ella, y el fracaso de toda la familia pesa sobre ella. Cualquier acontecimiento que irrumpa en esta red puede quebrar al amor que tanto cuesta tejer.
El padre, Saleh –al que te refieres con el nombre de Sidi (señor)–, se mantiene en el anonimato. Es un hombre invisible, silencioso, observante, algo que contrasta con la enorme presencia de Farida. ¿Qué te lleva a plantear de este modo el papel del padre en esta historia?
El padre, Saleh, no podría ser de otra manera. El espacio que ocupa Farida es coherente con el que ocupa su Sidi. Pero yo creo que si debemos buscar un motivo para que ocupe esta porción de espacio y no otro debemos ir a los momentos en los que aparece la madre de Saleh y en el que podemos intuir quien es esta mujer.
Saleh es un hombre que parece más un hijo que un marido. Y es por eso que es un padre anónimo. Esto es algo con lo que he crecido. Mi padre es un hombre tremendamente trabajador, lo ha hecho todo para que seamos algo más que vivir con un sueldo miserable en una tierra agreste y difícil como el Rif. Además de alejarse y alejarnos del castigo constante y machacante del majzén.
Mi padre pertenecía a otro espacio, al del trabajo, al exterior, a la calle, al mundo de fuera. El hogar era un reino materno y tengo muchos recuerdos de los veranos en Nador donde apenas le veía, siempre trajinando con recados, compras, asuntos, cosas que requerían del coche y del pasear por la ciudad.
Esta segregación espacial es algo que se ha repetido generacionalmente. Es importante darse cuenta de que quien muestra este camino de segregación es una madre armada con la claridad de que separar los dominios sexuales le permite mantener cierto orden y control sobre los cuerpos. A una edad bastante temprana aprendí que era importante vestirme de una manera determinada delante de mi hermano y de mi padre. Y la responsabilidad de que esto vaya haciendo mella en el cuerpo de una niña recae en la madre. Al igual que es su responsabilidad alejar al hijo de la casa, de las tareas domésticas, de las reuniones con las amigas… Un hijo que, por cierto bien, podría ser Saleh.
Por eso es un hombre que delega todo cuanto pasa en el hogar en su mujer. Y esto revela que apenas existe una relación conyugal que permita enfrentar los problemas de la familia. En este sentido, no existe la pareja Farida y Saleh, y con esto no niego el amor y el afecto que puedan existir. La pareja que existe más bien es la de Farida y su hijo, Morad. Al igual que solo existía la pareja Saleh y su madre.
La novela empieza en Ramadán, pero Morad se levanta con resaca después de una noche de fiesta y de la misma manera va a concluir el día que transcurre durante la obra hasta los tres últimos capítulos, en los que toda la historia se encaja como un puzle. Las piezas empiezan a tomas forma y la tragedia se nos revela. La crítica es atroz, pero Morad le dice a su madre: “Te perdono por haberme inculcado silencio”. ¿Cuánto daña ese silencio de la vergüenza, del orgullo, el silencio que hace decir a Farida “prefiero un hijo muerto que un hijo loco”?
El dolor es inasumible para Farida, porque quebranta todo cuanto ella ha ido hilando a pesar de criar a sus hijos en un contexto ajeno, en un lugar carente de los lazos familiares y vecinales de los que viene, lejos del sostén y el alivio de su hermana. Creo que esto es lo primero que debemos entender de Farida y no solo por justicia, sino porque es la única forma de aproximarnos a como una fortaleza se torna en rigidez e incluso en violencia sobre su propio hijo.
En toda esta vorágine de sucesos que solo culminan al final, persigo la misma idea: no alejarme ni un ápice de ese silencio que tiene atenazada las tripas de Farida y de Morad. El hilo se ha convertido en nudo y el sufrimiento es igual por ambos lados.
Conozco la fuerza de estos silencios, y solo son visibles sobre el cuerpo, porque ahí pesan, asfixian, dañan. En mi familia tenemos una buena herencia de silencios sobre todo en lo que atañe al sexo y todo lo que gira a su alrededor. Me he educado con la idea de que es importante lo visible como apariencia y lo indecible como protección.
El problema es que soy una exploradora de lo invisible y busco una forma de convertirlo en algo decible. Ahondar en esto es lo que me permite construir a Farida como una mujer que solo sabe ser madre y esto supone muchas veces no poder, ni saber asumir el dolor de un hijo como algo que debe ser reconocido. Ella misma anula y encierra su dolor, para que el transcurso de la vida no pare.
No es de extrañar que la única forma de poder liberar un dolor inasumible en vida sea a través de la muerte: solo así tendría sentido llorar y chillar de rabia, ante el hijo muerto todo es válido. Algo que no pasa con Morad, quien busca el llanto y el grito en plena vida para darle sentido.
El personaje de Domènech, el profesor de Filosofía del instituto, es fundamental para abrirle los ojos a un Morad aferrado al miedo de la incertidumbre, al silencio forzado por una madre que lo apabulla con bocadillos de atún y tomate. En esta novela también indagas en el aprendizaje de la libertad, en lo difícil que es ese camino cuando se decide ir a por él.
Me gusta la frase de Nina Simone que viene a decir que la libertad es poder ir a todos los sitios donde uno tiene miedo. Estoy de acuerdo porque es lo que hace Morad a lo largo de la historia. Es como si en lugar de salir del laberinto se metiera más aún en su interior. Pero la salida está en el centro mismo del laberinto y no en un extremo ni en la periferia.
Por eso uno de los primeros empujones para meter la cabeza en este camio intrincado es la aparición de su enemigo. Ese encuentro es un juego. Es la manera que tengo de introducir algo que siempre me ha parecido una llave para entrar en los lugares más insospechados, el uso de lo paradójico.
Desde los sofistas hasta Chesterton, el empleo de la paradoja ha sido el recurso para hallar la dirección adecuada en la dirección opuesta. La libertad solo se la puede entender de esta forma; no creo en formulaciones positivistas porque acarrean consecuencias que son totalmente contrarias a lo que busca la libertad.
Por este motivo abro el libro con una cita de Erich Fromm, que viene a describir la libertad como el primer acto verdaderamente humano. Algo que para mí solo cobra sentido con la segunda cita de Al-Hallay, es decir, si en este este acto reconocemos a Dios en nosotros mismos. Fromm escapó del nazismo, Al-Hallaŷ no puedo evitar la ejecución. La paradoja que recae sobre la libertad es que es reacia a ser retenida y aprehendida y cuanto antes lo entendamos más cerca estaremos de ella.
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