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‘Hotel Claridge’, de Ignacio Evangelista
Galería MOA de Alarcón
Capitán Julio Poveda 33, Alarcón (Cuenca)
El Hotel Claridge, diseñado por el arquitecto Roberto Puig Álvarez, fue inaugurado en 1969: un edificio de estilo brutalista, enclavado en la antigua N-III, entre València y Madrid, junto al embalse de Alarcón. Zona de paso diaria para miles de viajeros, el establecimiento fue abruptamente cerrado y abandonado en 1998, con la apertura de la autovía A-3.
Fascinado por sus estructuras de hormigón, el fotógrafo Ignacio Evangelista, nacido en València y afincado en Madrid, le dedicó varias sesiones fotográficas durante tres años, de las que es resultado la exposición ‘Hotel Claridge’, que puede actualmente visitarse en la Galería MOA de Alarcón (Cuenca).
En sus series fotográficas, Evangelista suele explorar la relación, a menudo contradictoria, entre lo natural y lo artificial. La huella humana en espacios donde está por completo fuera de lugar. Sus imágenes se han exhibido en Estados Unidos, Alemania, Francia, Holanda, Suiza, Canadá, Hungría y Reino Unido. Han aparecido en medios como CNN, The Independent on Sunday, Der Spiegel, VICE, La Repubblica, El País Semanal o La Vanguardia.
¿Cómo conociste el Hotel Claridge?
Mi primer recuerdo del Hotel Claridge es personal: estuve muchas veces allí a lo largo de los años, antes de que lo cerraran. En mi juventud, iba muy a menudo a Madrid, siempre en la línea de buses Auto-Res. En aquel tiempo los trenes Intercity eran pocos y muy caros. Realicé el trayecto Valencia-Madrid infinidad de veces: a ver amigos, al concierto de los Rolling Stones del 82.
En esos viajes, el Hotel Claridge, propiedad de Auto-Res, era parada obligatoria. Oleadas de autobuses llenaban su parking gigante. Mucha gente pernoctaba allí. Pero al abrirse la autovía A-3, lo cerraron. El mismo día en que se inauguró la autovía, de hecho.
Un final muy abrupto para un edificio con tanta vida y tanta historia.
Es que la apertura de la A-3 convirtió la N-III, donde estaba el Claridge, en una carretera fantasma: con la nueva autovía se ahorraba una hora de trayecto. Ya no tenías que circular entre la legión de camiones que llevaban al resto de España los productos de la huerta de València, Alicante y Murcia. La antigua N-III tenía, además, tramos muy peligrosos. Allí se mató Nino Bravo, por ejemplo, a la altura de Villarrubio.
Es entonces, al clausurarse, cuando se convierte en uno de esos espacios que te interesan como fotógrafo.
Así es. Me atraen los sitios donde lo artificial y lo natural se mezclan. La huella humana y la naturaleza… Y el Claridge se convirtió en eso. Es un lugar asociado a mis vivencias personales. Lo visité en unas cuantas ocasiones estando ya cerrado.
¿Qué has querido mostrar del Claridge en tu serie fotográfica?
Ante todo, no he buscado lo que llaman “ruins porn” o “porno de ruinas”… No he querido regodearme en la decadencia del lugar. Al contrario, me he centrado en su arquitectura exterior, que da mucho juego. Me parece un edificio fantástico, sobre todo por la ubicación: un hotel de hormigón en mitad de la naturaleza, junto al embalse de Alarcón. Un edificio de estilo brutalista, algo que solemos asociar a las ciudades y los espacios urbanos, característico de la reconstrucción de la Inglaterra de posguerra. Y aquí te lo encuentras en medio de la nada, en una carretera apenas transitada. Es muy mágica la sensación que se genera.
¿Cómo desarrollaste el proyecto?
El trabajo se ha desarrollado durante tres años, pero en sesiones muy cortas, porque se trata de un espacio muy concreto. En las fotos del parking que tomé al principio aún se conservaban los techos metálicos para dar sombra. Ahora ya no están. La gente se los llevó para venderlos como chatarra. Pero el deterioro está, sobre todo, dentro. Por lo que sabemos, hace diez años las habitaciones se conservaban relativamente enteras. Luego la gente se lo ha ido llevando todo: camas, maderas, persianas. La ultima vez que estuve –hace tres meses, para rematar la serie fotográfica–, me metí en el interior y lo pude comprobar.
El interior tiene que imponer.
Por fuera, el edificio es muy normal, por dentro impone, sí. Mientras lo recorres, no puedes evitar pensar en todo lo que te han contado: que todo tipo de gente se ha metido allí, algunos a hacer ritos satánicos en días de luna llena y cosas así. Los pasillos y las habitaciones están llenos de pintadas, de restos de hogueras… Los ascensores son especialmente siniestros: las puertas están abiertas y puedes ver el hueco abriéndose hacia abajo. Es imposible que no se te dispare la imaginación y empieces a oír ruidos raros…
Pero, como te digo, esa parte de ruina no es lo que me interesaba fotografiar, sino la estructura potente del exterior, que se conserva prácticamente intacta. Es muy complicado cargarse una mole de hormigón como esa.
¿Cómo fue el proceso de seleccionar y ubicar las imágenes en el espacio expositivo de la Galería MOA de Alarcón?
Yo le había hablado del proyecto hacía tiempo a Marisa Giménez Soler, la directora de la Galería MOA. Ella lo veía estupendo, y más estando el Hotel Claridge en el término municipal de Alarcón. Estuvimos estudiando las fotos y el espacio disponible para lograr un compromiso entre número de imágenes, tamaño y espacio. Al final, se seleccionaron nueve piezas: seis más grandes, una mediana y dos pequeñas. Lo suficiente para llenar, pero también para que la galería respirase.
¿Qué impacto tuvo el cierre del hotel en el pueblo, en 1998?
Durante la inauguración, la alcaldesa, Milagros Poveda, comentó que, mientras funcionó, el Claridge fue una fuente de riqueza y empleo para Alarcón. Bastantes personas de allí habían trabajado como camareros, en limpieza… Algunos durante veinte años, como un señor que vino a la inauguración. Hubo incluso parejas que se conocieron siendo empleados del hotel y se casaron. Y sé también de un hombre que trabaja como aparcacoches en el parador de Alarcón y que, en su momento, hizo la misma función en el Claridge.
Llama la atención el contraste entre tus series de fotografía artística como ‘Hotel Claridge’ y tus fotos de moda, muy exuberantes y coloridas.
Bueno, yo vivo, o sobrevivo, de la fotografía profesional o comercial. Es mi medio de vida: moda, producto, también soy profesor en un centro… Y luego está la fotografía artística o más personal, como la quieras llamar, que es la que realmente me llena.
A esta segunda categoría pertenece ‘La línea del mapa’, de 2015, proyecto dedicado al muro que recorre 1.123 de los 3.152 kilómetros de la frontera entre Estados Unidos y México.
Fue a través del programa de residencias artísticas ‘Transvisiones’, del Centro de Arte Alcobendas. Me dio la oportunidad de pasar un tiempo en Hermosillo (Sonora, México), a dos horas en coche de la frontera con EE.UU. Siempre me han interesado las fronteras y los mapas. De niño solía mirarlos en los libros, en casa de mis padres en València. Así que para mí supuso una gran oportunidad.
Hice cinco viajes para tomar fotos al muro fronterizo que separa los dos países. Pude percibir lo absurdo de las fronteras: es como ponerle puertas al campo. Es algo que comprendes cuando ves, en Tijuana, el muro adentrarse en el mar. A simple vista, parece fácil llegar a San Diego, la parte norteamericana, desde el agua. Pero me explicaron que hay sensores de movimiento, helicópteros…
¿Pudiste acercarte al muro?
Pude tocarlo. Del lado norteamericano era muy complicado porque enseguida hubiera aparecido una patrulla. En el mexicano, sin embargo, nadie te pone el menor obstáculo. Es verdad que es un lugar un tanto peligroso, pero iba con gente local y no tuve problema. Y cuando estás allí sientes estar tocando la línea del mapa. Es un sitio completamente alucinante. Esa mezcla entre la naturaleza y lo artificial, donde lo humano está por completo fuera de lugar. Ese muro en pleno desierto de Sonora, metiéndose en el Océano Pacífico. México es otro mundo, aunque hablemos el mismo idioma.
De 1997 a 2000, mucho antes de que se hablase de la España vacía, exploraste los pueblos deshabitados de nuestro país. Muestras cómo las casas “se hunden en la tierra desde la que nacieron”. Bautizaste la serie como ‘Los pasos perdidos’.
Fueron tres años recorriendo pueblos, muchos de muy difícil acceso, lejos de todo. Entiendes lo complicado que es que no se despueblen: cualquier cosa que puedas necesitar, desde atención médica a comprar una barra de pan, queda lejísimos de estos lugares.
¿Qué te empujó a embarcarte en este proyecto?
Fue a raíz de leer ‘La lluvia amarilla’, de Julio Llamazares. Me impactó mucho esta novela. Más adelante tuve la oportunidad de mostrarle la serie al propio Llamazares, al que conocí a través de un contacto común. Parece que su padre fue maestro en un pueblo de León que quedó sepultado bajo un pantano. El de los pueblos abandonados es un tema que le toca de manera personal, por biografía. A Julio le encantaron las imágenes. De hecho, consiguió que se publicasen en El País Semanal. Incluso hizo un texto. Me dijo: “Voy a escribir poco para que te pongan más fotos”… Porque me pagaban por foto.
En ‘After Schengen’ retratas los antiguos pasos fronterizos entre Estados de la UE que, con la entrada en vigor del tratado de Schengen, cayeron en desuso. Al igual que el Hotel Claridge, estos pasos son lugares que perdieron su sentido.
Precisamente, estoy a punto de publicar, junto con el escritor inglés Chris Burkham, un fotolibro titulado ‘EUROPA?’, que recoge mis imágenes de esa serie. Fue curioso cómo nos encontramos: cuando, en 2015, Europa se llenó de refugiados por la guerra de Siria, países como Hungría y Polonia cerraron sus fronteras internas en la UE. Y entonces, de pronto, mis fotos de pasos fronterizos, que tenían ya varios años, comenzaron a interesarle a mucha gente. Me llamaron de un montón de medios para publicarlas. Uno de ellos fue The Independent on Sunday.
Chris Burkham las vio, le gustaron mucho y me propuso crear una colaboración en la que yo pondría esas imágenes y él relatos de ficción. Ha costado mucho publicarlo, porque que un editor apueste por un fotolibro es muy difícil. Nosotros lo vamos a sacar con una editorial independiente australiana. ‘EUROPA?’ se presenta en la Feria del Libro de Melbourne el 19 de mayo. Y también espero que esté en octubre en SINDOKMA [Festival del Libro, organizado por MAKMA en el Centre Cultural La Nau de la Universitat de València, del 13 al 15 de octubre de 2023].
¿Cuál es el rol del fotógrafo en la era de la inmediatez y las redes sociales?
Ahora mismo, cualquiera se considera fotógrafo con hacer un curso de dos semanas. Pero lo peor no es esa parte, sino la de quien recibe las fotografías: el nivel de exigencia ha bajado bastante en los medios. No todos, porque algunos siguen apostando por las fotos de primera calidad. Sin embargo, hay medios –a lo mejor no de primera línea, pero sí de segunda– que directamente mandan al redactor con un móvil y así se ahorran las fotos. Se ha devaluado bastante el trabajo. Prima la rapidez sobre la calidad. Pero bueno, tampoco quiero ser el abuelo cebolleta: hay mucha gente joven haciendo cosas buenas.
Una peculiaridad de tu perfil es que, además de fotógrafo, eres licenciado en Psicología.
Pues es por un motivo bastante prosaico: con dieciocho años tuve que elegir estudios universitarios y, como la mayoría de la gente a esa edad, no lo tenía claro. Elegí Psicología porque me parecía interesante, pero a mitad de carrera empezó a entrarme el interés por la fotografía.
De hecho, en los dos últimos años iba por las mañanas a la facultad y por las tardes trabajaba como ayudante de fotógrafo, que era como se aprendía entonces. Era un amigo mío, Enrique Pastor, cuyo padre fue un destacado fotógrafo submarino que llegó a colaborar con Félix Rodríguez de la Fuente y que falleció en una inmersión. Con Enrique Pastor, que ahora vive en Nueva York, aprendí a iluminar, a revelar… Hablamos de la época predigital, claro. Mis padres me apoyaron, pero me pidieron que terminara la carrera. Lo hice con notas justitas. Lo que me interesaba era la fotografía.