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‘Bloodline’, Todd A. Kessler, Glenn Kessler y Daniel Zelman
Estrenada entre 2015 y 2017
Netflix
Hay un puñado se series extraordinarias, obras maestras que dejan huella imborrable y buen sabor de boca, como ‘Breaking Bad’ y ‘Juego de tronos’ que encabezan mi ranking a la excelencia. También infinidad de títulos mediocres para pasar el rato sin más aspiraciones, y una larga lista de productos infumables dedicados a adolescentes hormonados que conviene rehuir por una simple cuestión de higiene mental.
Existe, además, una cuarta categoría que se podría etiquetar como: fuegos fatuos, chascoseries, gatos por liebre o joyas falsas. Series muy prometedoras que en los primeros capítulos despliegan todos los elementos necesarios para construir una sólida estructura narrativa, pero que, ¡horror!, a medida que avanza la acción se van derrumbando como un castillo de arena azotado por las olas.
Dejan un sabor agridulce, cierto sentimiento de despago, disgusto, incluso irritación, porque te dices: podría ser una serie estupenda, pero se la han cargado por culpa de un cúmulo de errores facilmente evitables. Algunos no tan evitables, me temo, como la decisiva cuestión económica, porque la pérdida de fuelle se debe, en la mayoría de los casos, al hecho de alargar demasiado la historia, estirarla cual goma elástica, de forma que lo que se podría contar perfectamente en diez o doce capítulos se extiende hasta el doble… ¡o triple!
El resultado es que la sustancia y esencia original se sirve al espectador tan diluida que se hace insulsa. El vino aguado del final del festín. Es como añadir varios vagones al convoy sin aumentar la potencia de la máquina. La velocidad de marcha disminuye y cuesta más superar las pendientes.
El efecto que producen es como contemplar un espléndido vestido con manchas o desgarrones en el borde de la falda, o una hermosa torre que poco a poco empieza a balancearse y se desmorona. La clave suele estar en los fallos e incoherencias del guión -subtramas y personajes sacados de la manga- que debilitan el armazón del argumento.
Todo presunto proyecto artístico es susceptible a fracasar. Quién no ha dejado de leer una novela a la mitad o en las primeras páginas. Quién no ha salido de un cine o de una sala de arte insatisfecho por lo que allí se le ofrece.
El problema de las series es que implican a muchísimos profesionales que, en la mayoría de los casos, se entregan con entusiasmo a su trabajo, especialmente los actores y actrices. Me pregunto cómo digerirán el hecho de que su gran esfuerzo acabe malbaratado por una falta de visión de conjunto o la ambición de hacer más caja.
Epítome de serie fallida que arranca con brillantez y acaba naufragando es ‘Bloodline’ (‘Linaje’), de Todd A. Kessler, Glenn Kessler y Daniel Zelman. Estrenada entre 2015 y 2017, es ya antigua, aunque todavía puede pillarse en Netflix. No es ni mucho menos la única decepcionante, pero me remito a ella porque la tengo fresca en la memoria.
Está ambientada en los Cayos de Florida y me zampé sus 33 capítulos a lo largo del mes de agosto, porque la visión de tanta agua -aquello es como un Mar Menor a lo bestia, con manglares y caimanes- me resultaba refrescante y consuela comprobar que existen lugares donde la humedad relativa es incluso superior a la de Valencia.
‘Bloodline’ no tiene un planteamiento original ni lo pretende. Aborda el clásico drama familiar asentado en un suceso trágico del pasado que impone un pacto de silencio que al final tiene que romperse. Son los Rayburn, propietarios desde hace casi medio siglo de un hostal situado en un edificio de estilo colonial frente a una playa paradisiaca.
El padre, Robert, está interpretado por Sam Shepard, su último trabajo como actor, pues falleció en 2017, con 73 años. La madre, Sally, es Sissy Spacek en la plenitud de la sexta edad, viga maestra de la tribu. En el tramo final aparece otro veterano, Beau Bridges, pero su presencia no sirve para remontar una historia que llegado a ese punto ya hace aguas.
Los vástagos Rayburn ofrecen perfiles muy diferentes y bien trazados. John (Kyle Chandler) es policía, el hijo perfecto, el esposo perfecto con una vida perfecta. Todos acuden a él cuando hay problemas –“yo me encargo”-, y de honestidad a toda prueba. Meg (Linda Cardellini) es abogada, una chica lista e independiente, prometida de un colega de John, y Kevin (Norbert Leo Butz), el benjamín, cabeza hueca pero buen chico que tiene un empresa dedicada al mantenimiento de embarcaciones.
El fantasma de una segunda hermana, Sara, fallecida en la adolescencia a causa de un accidente, planea sobre los Rayburn, pero eso no les impide llevar una vida aparentemente feliz. Una existencia alterada por la llegada del quinto hermano, Danny, el primogénito, que ostenta con honores el título de oveja negra.
Un tipo seductor, astuto y manipulador magníficamente interpretado por el australiano Ben Mendelsohn. Al principio parece que intenta redimirse e integrarse, pero problemas económicos, peligrosas deudas y la tentación del dinero fácil le hacen tomar el mal camino equivocado con la complicidad de un colega de su juventud. Las drogas entran en danza y todo acaba torciéndose.
La madre y los hermanos se esfuerzan por acogerle, pero los acontecimientos se precipitan, las relaciones fraternales se tensan hasta el límite y se prevee el fatal desenlace confirmado por ese recurso narrativo llamado prolepsis, en una impactante imagen en la que aparecen los dos hermanos en plena noche lluviosa sumergidos en el agua. Uno arrastrando el cuerpo inerte del otro.
Tras la muerte de Danny y la aparición de su hijo secreto, Nolan (Owen Teague), con el que guarda un inquietante parecido, la segunda temporada aguanta el tipo hasta un impactante e inesperado final. Pero en la tercera cae en barrena, aparecen personajes absurdos como un tal Ozzy, cuelgan cabos sueltos y el ritmo se ralentiza.
La seguí viendo por inercia y por la Spacek que, en una interpretación magistral, desvela progresivamente la dureza oculta tras la amable fachada de su personaje. En cualquier momento parece que va a surgir aquella Carrie cabreada y vengativa latente bajo capas de dulzura y buena educación. Ni los años, más de sesenta cuando rodó esta serie, ni su inverosímil naricilla respingona menoscaban su buen hacer.
Otro de los aciertos de ‘Bloodline’ es el colgante con forma de caballito de mar, ya presente en el primer capítulo, que conecta como un leiv motiv visual el pasado con el presente, pero que como otros elementos de esta serie queda al final desdibujado. También destacaría la sobria interpretación de Chloë Sevigny, una de las esposas mormonas de ‘Big love’, una mujer fascinante, con cara de monja y un cuerpo muy sexy.
Ni recomiendo ni dejo de recomendar ‘Bloodline’. Sólo sugiero que se le dé una oportunidad por sus aspectos positivos que superan la media habitual. La ambigüedad moral de los personajes, el dilema de John, un Abel devenido en Caín, mortificado por la culpa e incapaz de librarse de ella por salvaguardar la imagen de su familia.
‘Bloodline’ pone sobre el tapete de una forma atractiva, pero algo mutilada, lo que todos sabemos pero que no es sencillo expresar: que los lazos de sangre no garantizan el buen entendimiento, que las pugnas fraternales son las más cruentas, porque los sentimientos de amor/odio son más difíciles de gestionar que la pura aversión. Podría formar parte del Olimpo de las series. Pero no es así. Lástima.
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