#MAKMAAudiovisual
‘Todos a la cárcel’, de Luis García Berlanga
30 aniversario
Reparto: José Sazatornil, José Sacristán, Juan Luis Galiardo, José Luis López Vázquez, Agustín González, Santiago Segura, Amparo Soler Leal, Manuel Alexandre, Rafael Alonso, Chus Lampreave
94’, España | Sogetel, Sogepaq y Antea Film, 1993
Ingresando en una cárcel berlanguiana
–Don Luis no habrá dejado ninguna nota para mí, ¿verdad?
Estamos en julio de 1993. Mi pregunta al ayudante de producción, sentado tras un grueso cristal de seguridad en el zaguán de acceso a la Cárcel Modelo de Valencia, no suena muy optimista; quizá hasta conlleve una disculpa. Por preguntar una tercera vez. Tras los muros del recinto fortificado emprende Luis García Berlanga el rodaje de ‘Todos a la cárcel’, y ahí me presento, con la esperanza de unirme al equipo.
Había conocido al director de ‘El verdugo’ año y medio antes. Daba una conferencia en un colegio mayor y, tras dirigirme a él con un par de preguntas, me invitó a aguardarle después del coloquio para seguir conversando. Asentí, entre emocionado y atónito: ¿Había mostrado este gran cineasta su disposición a escuchar las inquietudes de un joven desconocido que, como tantos, sentía el cine con una pasión vocacional? Casi cincuenta minutos conversamos, de pie, a la puerta del colegio, mientras agradecía en mi interior, a cada instante, la generosidad del genial director.
–Así que quieres ser cineasta. Y ¿cómo lo haces? ¿Qué haces para prepararte?
Le cuento que veo cada película que se estrena, que grabo las que emite la televisión, que las estudio. Que no salgo de la Filmoteca, y que me inscribo en cursos y seminarios. Que compro muchos libros sobre cineastas, y que amigos americanos me envían los que utilizan en las carreras de cine en las universidades californianas…
–Bueno, todo eso está muy bien, no dejes de hacerlo. Pero lo más importante es estar en el tajo: meterte en un rodaje como meritorio, recoger cables, llevarle el café a los actores, cargar con sus sillas… Y estar atento a todo. Ésa es la mejor manera: cerca de la cámara.
Al mostrar mi disposición entusiasta, Berlanga anotó en un papel el teléfono de su casa y su dirección en Somosaguas.
–Cuando te enteres de que voy a hacer una película, llámame, y te integras en el equipo.
Mientras regresaba a mi piso de estudiantes, no podía apartar la vista de la letra de Berlanga. Tenía la sensación de que, durante el trayecto, la tinta iba a borrarse progresivamente, y que, al llegar a casa, tendría entre las manos un papel en blanco. Como cuando sueñas y te aferras a un objeto que quieres haber retenido contigo al despertar.
Durante ese tiempo, hasta el rodaje de la cárcel, había visto a Berlanga en varias ocasiones durante sus visitas a Valencia; siempre me recordaba, y encontraba tiempo para charlar conmigo; mi actitud era entusiasta, sí, pero también reverencial, de una prudente distancia. Sin tomarme confianzas, naturalmente.
Ahora, en julio de 1993, contaban los medios que Berlanga empezaba rodaje en Valencia, en la Cárcel Modelo. Los internos habían sido trasladados a la nueva prisión en Picassent, y el cineasta disponía de las instalaciones del Paseo de la Pechina como plató espectacular para su nueva película.
Esperanzado, llamé por primera vez al número de Somosaguas; pero alguien del servicio me informó, con toda amabilidad, de que Don Luis se encontraba ya en Valencia. No me pareció correcto incomodar a mi interlocutora preguntando por su hotel; y Luis no tiene –ni tendrá en el futuro– teléfono móvil –los pocos que hay son aún un lujo exclusivo–. De modo que me presenté en la puerta de la cárcel.
Allí, en un zaguán en penumbra y aislado del interior por un gran portón herméticamente cerrado, encontré a dos personas sentadas tras un cristal blindado, a resguardo del sol inclemente. Me dirigí a uno de ellos, explicándole la invitación de Don Luis. Me miró conmiserativo, y me dijo que Don Luis estaba inmerso en el rodaje y que no podían molestarle; comprendí, y pregunté si podía dejarle una nota. En ella le recordé su ofrecimiento y le expresé que, si era ya tarde para integrarme en el equipo, le agradecería infinito que me permitiera, al menos, asistir un día al rodaje.
Salí de la cárcel con la impresión de que seguían rigiendo las mismas medidas de seguridad de una de prisión. Regresé a la mañana siguiente. Se disculpó el ayudante, porque aún no había tenido ocasión de darle mi nota a Berlanga; lo intentaría al final de la jornada. Me fui con las esperanzas rebajadas: quizá topaba con una estructura organizada para aislar al cineasta durante el rodaje; cosa lógica, por otro lado.
Por eso mi propia pregunta, en la tercera mañana, denota ese aire de disculpa: por comprender que Berlanga no podía estar pendiente de mí; y, a la vez, quizá pretende en parte esconder mi ingenuidad por haber pensado que el cineasta podía atenderme en el fragor de su trabajo. Pero allí estoy, por tercera mañana:
–Don Luis no habrá dejado ninguna nota para mí, ¿verdad?
Tras el cristal, alza la mirada de sus papeles el mismo interlocutor de las mañanas previas.
–No, no ha dejado ninguna nota…
Y se levanta rápidamente, saliendo por una puerta lateral hacia el interior del recinto penitenciario, sin dejar de hablarme.
–… Pero ha dicho que le avisáramos cuando volvieras. ¡Espera ahí!
Aunque la reacción me resulta muy estimulante, no sé cómo debo interpretar exactamente la frase del ayudante de producción. ¿Me dejarían acceder al interior? ¿O saldría Berlanga a explicarme que tenía que haberle llamado con mayor antelación, y que, lamentablemente, el equipo está ya cerrado?
Doy vueltas a estos pensamientos cuando se abre la hoja del portón, y la luz de un jardín interior baña el zaguán en penumbra. Me tiende la mano Juan Carlos Caro, jefe de producción de la película –relevantísimo productor en unos años–. Su presentación es muy cordial, y me pide que le siga al interior, mientras me da detalles del rodaje que tienen ese día por delante.
Me guía, sucesivamente, a través de un jardín frondoso, un pasillo a dependencias administrativas, un control de seguridad, un foso perimetral, un nuevo control de seguridad, y un acceso una rotonda dominada por una garita de gruesos cristales blindados, de la cual parten cuatro larguísimas galerías –como cuatro puntos de fuga infinitos– selladas por férreas rejas correderas, dos de las cuales están ahora abiertas.
Entramos en una de las galerías. Todo el recinto y sus instalaciones aparecen tomados por el equipo de rodaje más grande que encontraré jamás en una producción española –a excepción de los otros de Berlanga que seguirían–. Mientras avanzamos por el interior, Caro me explica cómo tienen distribuidos los espacios para los distintos departamentos: aquí trabaja el de vestuario; ahí está el de maquillaje; aquí, producción…
Un grupo nutrido de hombres de distintas edades, con aspecto desaseado, aguarda sentado, bajo una larga escalera de hierro que desciende de una galería superior. Juan Carlos Caro me explica que son figurantes; hoy se rueda una secuencia con más de trescientos. Tengo la impresión de que se han refugiado allí del bochorno que invade un umbral que da al exterior.
Pasamos de la iluminación grisácea, filtrada por la altísima claraboya de la galería, al sol de justicia que cae sobre un amplísimo patio. Aquí se mueve una multitud, apiñada en varios grupos: el más numeroso, integrado por otros doscientos figurantes, cubiertos muchos con gorras –leo en ellas el eslogan ‘Todos a la cárcel’–; también, entre ellos, varias jóvenes esbeltas, ataviadas como azafatas de eventos, y varios hombres con uniformes de funcionarios de prisiones.
Y ahí, bajo el sol, en medio del patio, destaca la cámara –monumental a mis ojos– montada sobre una grúa, como un animal mitológico; en torno a ella, los maquinistas y los eléctricos calzan las vías de un largo travelling. Un joven se acerca a protegerla con una sombrilla.
El prodigioso equipo berlanguiano
Reconozco, junto a la cámara, a Alfredo Mayo –no al famoso actor, sino a su sobrino–, que ha sido ya operador en varias películas de Berlanga y que aquí es, además, el director de fotografía. Mayo habla con el jefe de eléctricos, Enrique Bello –hombre de larga trayectoria en títulos de Jaime Chávarri, de Gonzalo Suárez y, con asiduidad, Almodóvar–; el equipo de eléctricos –o iluminadores– de Bello prepara unos palios para reflectar la luz natural.
No muy lejos, distingo la figura elegante de Rafael Palmero, el célebre director de arte, consultado por su equipo sobre algunos aspectos del decorado. En un rincón, los del sonido directo; su jefe, Gilles Ortion, bromea con ellos. La figurinista, María José Iglesias, en presencia de su ayudante de vestuario, Lena Mossum, y de Chari Esteban, sastra, revisa detalles con Montse Ordorica, supervisora de continuidad.
Goyo Mendiri da instrucciones a su grupo de maquilladores: todos alerta, porque en la escena que van a rodar intervienen muchos actores, y el sol les va a obligar a constantes retoques de maquillaje. Impresiona el nivel de los jefes de equipo, todos históricos del cine español. Evidentemente, el mejor se rodea de los mejores.
Cruzamos ante un grupo de personajes de aspecto colorista: un indio amazónico, un mimo, un magrebí con tocado en forma de sombrilla, un ecologista acústico… En este personaje pintoresco identifico a un joven actor y cortometrajista que visita cada año Cinema Jove –el aún incipiente festival valenciano, que acaba de celebrar su séptima edición–; Santiago, se llama: Santiago Segura.
–Ahí está Luis.
Dirige mi atención Juan Carlos Caro hacia un grupo amplio de personas sentadas en círculo, todos con el guion abierto sobre las piernas. Y, efectivamente, de inmediato distingo a Berlanga, a quien se dirigen las miradas de todos los demás.
–Siéntate por ahí y, cuando termine el ensayo, podrás saludar a Luis. Nos ha dicho que puedes venir cuando quieras.
Caro me ha llevado hasta el corazón del rodaje. Me siento en algún lado, fuera del alcance de la mirada de Berlanga. Estoy, por primera vez, ante un mundo nuevo, soñado desde la infancia, y me parece increíble verlo desplegado ante mis ojos.
Es absoluta mi atención a cuanto ocurre en ese círculo, en el que empiezo a reconocer los rostros de grandes actores españoles a quienes admiro desde siempre: José Sazatornil “Saza”, Rafael Alonso, Manuel Alexandre, Chus Lampreave, Agustín González, José Sacristán; también hay otros de una generación más reciente, que había despuntado en los ochenta: Marta Fernández Muro, Guillermo Montesinos…
Repasan el guion. Cada actor lee sus diálogos y, de vez en cuando, Berlanga corrige el tono de alguna frase; o agita los brazos en el aire, mostrando con ello la vehemencia que requiere para determinada interpretación. A veces ríe, jovial, con la propuesta de alguno de los actores.
Parece de muy buen humor. Pide a José Sacristán a que meta improvisaciones, morcillas, cuando la expresividad de algún diálogo se le queda corta. No tardaré en aprender que a estas lecturas de guion se las conoce como italianas. «Vamos con la italiana«, dice a su ayudante de dirección cuando quiere un ensayo de los diálogos.
El ayudante de dirección es otro histórico. Josetxo San Mateo, habitual de Manuel Gutiérrez Aragón y de Eloy de la Iglesia, ganó también la confianza de Michelangelo Antonioni y de Gillo Pontecorvo en títulos como ‘El reportero’ y ‘Operación Ogro’, respectivamente. Pieza igualmente clave en equipos de Eugenio Martín, Roberto Bodegas o Fernando Trueba, entre otros. Es su primera vez con Berlanga, pero su bagaje es ya impresionante.
Josetxo se ha acercado al cineasta, informándole de que todo está listo para el ensayo con cámara. Berlanga se da por satisfecho con la italiana, y todos se levantan para tomar sus posiciones en la escena. Berlanga se vuelve para dejar el guion sobre el asiento de su silla, y ahora repara en mí. Me pongo en pie, y él se acerca, sonriendo. Aun siendo alto, ahora, en el rodaje, me lo parece aún más. Encuentro en él una vitalidad mayor que cuando nos hemos visto en la vida civil.
–Bueno, Rafa, ya estás con nosotros. He dicho que te dejen entrar siempre que quieras. Siento que las tareas de los meritorios estén ya repartidas, pero si, después de ver cómo funciona esto, no te vas corriendo porque crees que estamos locos, puedes ayudar en lo que te dejen. Voy a decirle a Josetxo que, cuando estés por aquí, te utilice.
Agradezco inmensamente su generosidad, y le digo que, si no hay inconveniente, acudiré todos los días, así que Josetxo puede contar conmigo siempre que quiera. Berlanga sonríe.
–Bueno, pues, en ese caso, bienvenido al equipo. Ahora: si vas a trabajar con nosotros debes tutearme; y llamarme Luis, por supuesto.
Me costará aún mucho trabajo tutearle; y conseguirá Luis que lo haga tres días después, mediante amenaza con la expulsión del equipo si vuelvo a llamarle Don Luis. Sólo el afianzamiento de nuestra amistad durante el rodaje logrará que, finalmente, naturalice el tuteo. Lleno de agradecimiento, me siento dispuesto a hacer de aquel rodaje mi escuela cinematográfica.
(Continuará)
- Las chicharras. Cultos y bronceados (XV) - 30 agosto, 2024
- Los ojos de Juan Mariné - 7 febrero, 2024
- Sorolla, pintor de lo efímero - 10 enero, 2024