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Entrevista a Juan Mariné
Director de fotografía, restaurador e investigador fílmico
Goya de Honor 2024
Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas
38ª edición de los Premios Goya
Recinto Ferial
Av. Ramón Pradera 3, Valladolid
Sábado 10 de febrero de 2024
Juan Mariné tiene unos vivísimos ojos azules que llevan filtrando la luz del mundo 103 años; se abrieron a la vida un 31 de diciembre de 1920. Desde entonces, han sido unos ojos inquietos, alegres; así, al menos, los reflejan infinidad de fotografías -como las que aquí recogemos por obra y gracia de Paco Caparrós-, y así lo atestiguan quienes le han conocido desde hace décadas.
Los objetos, las acciones, los sucesos se han sometido a su exploración en términos lumínicos, y ningún fenómeno le es extraño. Por eso, como director de fotografía, y aún antes como operador de cámara, Mariné es un maestro de maestros. Y lo es no sólo por su dominio absoluto de cuanto se conoce en esa ciencia, sino porque su sabiduría ha ampliado los límites de dicho conocimiento.
Abriéndole a su destreza técnica, su inteligencia -y una cierta picardía- la entrada en el cine en 1934, Mariné ha interpretado con su luz muchas de las secuencias más impresionantes e inolvidables del cine español. Nos hemos divertido y emocionado –o todo a la vez– a través de su mirada. Hemos visto los mundos más diversos por los ojos de un hombre que pudo ser ciego.
Porque, en su preadolescencia, Mariné perdió la visión de un ojo, y fue progresivamente perdiendo la del otro, como consecuencia de unas fiebres tíficas, sin que los médicos pudieran encontrar solución.
Fue un doctor del Hospital Clínico de Barcelona el que le distrajo para empezar a operarle sin que él se diera cuenta; si bien, en mitad de la operación, fue consciente de la intervención en su cerebro a través del ojo derecho, con la misma precisión con la que Juan, hoy, construye, lima y perfecciona las piezas de las máquinas que inventa para la restauración del cine pionero.
Tuvimos ocasión de conocer algunas de estas impresionantes máquinas en su laboratorio de la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid donde, junto a su inseparable Concha Figueras, nos mostró su funcionamiento. Hasta allí me desplacé, en febrero de 2021, con los amigos de MAKMA. ¡Con qué entusiasmo nos explicaba Juan la técnica por la que eliminaba los defectos en forma de rayas de las viejas películas!
“El confinamiento por la pandemia me tiene un poco despistado; a veces me desoriento un poco”, me confesaba entonces, al principio de nuestra conversación. Teniéndolo en cuenta, intenté no forzar demasiado la orientación de nuestra charla, permitiendo que fuera su recuerdo nuestra guía. Su memoria se manifestaba a veces a borbotones.
El primero de ellos nos llevaba a su primer contacto profesional con el cine, con apenas catorce años. El trabajo en un taller de mecánica –al poco de recuperar la vista– le lleva a entregar una cámara –con sincronía de sonido incorporada– en los estudios Orphea. Nadie en el equipo suizo que rodaba allí una película sabía poner en marcha la cámara y Juan, que había tenido acceso a un manual de instrucciones en francés, logró hacerla rodar, para entusiasmo del equipo de rodaje, que ya no le dejó marchar.
El estallido de la Guerra Civil no le aparta, en principio, del trabajo en el cine, participando en películas producidas por CNT-FAI; incluso llega a rodar el funeral de Durruti en Barcelona, a mano y con manivela, por lo limitado del tiempo de las baterías de entonces. También participa en el rodaje de una misa clandestina junto con el lehendakari Aguirre. Juan se lleva las manos a la cabeza, recordando con qué terror participó de aquella experiencia:
“Si alguien da el soplo de que allí celebrábamos una misa… ¡Madre mía! Habían matado a todos los curas, y te mataban por relacionarte con ellos. Barcelona estaba llena de checas terribles… ¡terribles…! Entregué el material al chófer de Aguirre, porque eso no podía revelarse en Barcelona, o estaríamos todos muertos”.
Mariné me cuenta esto con cierta vehemencia, como si reviviera la tensión y el miedo sufridos hace ochenta y cuatro años. Habla con respeto del valor del comandante Líster, de quien se convirtió en fotógrafo adjunto. Y de nuevo se tensa para contarme sus experiencias en el frente de Aragón, con la misión de atacar las posiciones de los nacionales tras una altísima pared vertical que recubría un bunker de acero, con varias aspilleras como toda apertura.
“Era espantoso. Esa noche me dijeron que, si quería fumar, tenía que hacerlo de espaldas, para evitar que la lumbre delatara mi posición y me tumbaran de un tiro”.
El joven Juan iniciaba la guerra con dieciséis años, y la terminaba con diecinueve. Aún tuvo que escapar de dos campos de concentración franceses –el segundo de ellos el de Argelés-sur-Mer–, a riesgo de ser fusilado.
“¡Yo no sé ni cómo estoy vivo…!”
Cuando vemos el cine español de los primeros años cuarenta, no podemos evitar el pensamiento de que todas aquellas personas, delante y detrás de las cámaras, son supervivientes de una horrible experiencia bélica, sin duda todos con sus heridas.
“Después de la guerra, cuando me reincorporo al cine, nos juntamos muchos que hemos vivido en combate. Muchos directores: Arturo Ruiz-Castillo, Antonio del Amo, Edgar Neville, Manuel Mur Oti… Luchamos en bandos distintos, y después nos encontramos todos haciendo cine”.
Quizá, de los cuatro nombres mencionados por Mariné, hoy sólo el de Neville mantenga su fama, aun cuando todos ellos cuenten con obra notable, e incluso muy brillante.
Mariné rueda con Ruiz-Castillo ‘¡El santuario no se rinde!’ (1949), prodigiosa película bélica que cuenta el episodio del asedio al santuario de la Virgen de la Cabeza. La fotografía de Mariné, en una de sus primeras películas como jefe de operadores, es extraordinaria.
“Ruiz-Castillo era un tío estupendo. Siempre estaba hablando de cine, conocía muy bien su oficio. Siempre pensando en cómo podía resolver las escenas del modo más realista y más emocionante. ¡Ahora: el rodaje de las batallas fue casi una pesadilla! Teníamos dos platós enormes empleados en esas escenas, y era carísimo”.
Con Antonio del Amo mantendrá Mariné una colaboración muy fecunda. Las dos primeras películas, ‘Alas de juventud’ (1949) y ‘Noventa minutos’ (1950), se ruedan sobre guiones de Mur Oti, quien pasará más tarde a la dirección, contando igualmente con Mariné para clásicos a los que imprime una portentosa plasticidad que los acerca a la del mejor western: ‘Orgullo’ (1955), ‘El batallón de las sombras’ (1957), ‘Duelo en la cañada’ (1959).
Con Neville trabaja como operador en ‘Nada’, adaptación de la novela de Carmen Laforet a la que el cineasta humorista no resta sus aristas. Cuenta Mariné que Neville “era el tío más divertido, siempre dispuesto a gastar bromas, incluso en el rodaje”.
Contaba Margarita Alexandre la fabulosa truca con travelling que Juan había inventado para ‘Cristo’ (1954), para dar efecto de movilidad a las pinturas que integran la primera película que Alexandre codirigiera junto a Rafael Torrecilla, y por la que fueron premiados. Vuelve con este tándem Mariné dos años más tarde para fotografiar, en sistema Eastmancolor, ‘La gata’, melodrama al que Juan da un tratamiento plástico, de nuevo, muy próximo al western.
“José María Forqué es uno de los grandes directores con los que yo he trabajado. Su perfeccionismo era total, total. Siempre sentía que una escena se podía hacer mejor. Era muy exigente, pero, sobre todo, consigo mismo. No era de esos directores que gritan en el plató; su método era otro: como tú veías que él se exigía, tú también lo dabas todo. Forqué era una bellísima persona que jamás levantaba la voz. Y era elegante, tanto en la dirección como en su vida”.
La colaboración entre ambos se extiende a lo largo de una decena de películas. Ya ‘Niebla y sol’ (1951), la primera película dirigida por Forqué, contaba con la fotografía de Juan. Pero es el productor –y guionista y, más tarde, director– Pedro Masó quien une los destinos cinematográficos de ambos.
A partir de ‘091, Policía al habla’ (1960) y hasta ‘Un millón en la basura’ (1967), Forqué y Mariné darán juntos una serie de clásicos que sobresalen por su alta calidad técnica. En estos dos títulos, además, podemos encontrar secuencias dramáticamente sobrecogedoras por la maestría de Mariné para los nocturnos más expresivos, sin que por ello dejaran de ser realistas.
“Rodábamos con muy poca luz, íbamos con los equipos mínimos, y aprovechábamos la propia iluminación navideña de la ciudad. Con pequeños trucos hacíamos que la luz que había, aunque fuera poca, jugara a nuestro favor”.
La luz de Mariné al servicio de una historia como la de ‘Un millón en la basura’, cuyo tono fluctúa de la comedia al drama, reviste de credibilidad a cada matiz en la historia contada por Forqué, como ya ocurriera con ‘Accidente 703’ (1962).
En el melodrama criminal ‘El juego de la verdad’ (1963), su cámara se convierte en el mejor cómplice de la elegante planificación concebida por Forqué, con movimientos majestuosos que nos envuelven, junto con los personajes, en la atmósfera de la élite decadente que protagoniza la película.
Mariné, también en buena parte con Forqué, fue el artífice de la atmósfera del cine que Berlanga llamaba comedia popular española, que consideraba un género completamente autóctono: títulos como ‘Usted puede ser un asesino’ (1961), ‘Casi un caballero’ (1964), o ‘Vacaciones para Ivette’ (1964).
A la vez, con otro director aragonés, Fernando Palacios, diseñaba Juan el aspecto de otro gran clásico: ‘La gran familia’ (1962). Recuerda cómo estuvo el equipo conviviendo con los actores niños durante algunas semanas, sin rodar, para ayudarles a naturalizar su relación con los adultos que interpretaban a padres, tío y abuelo.
Cada mañana, al llegar, Pepe Isbert apuntaba a su mejilla y les decía: “Un beso al abuelo”. Pedro Mari Sánchez, que interpretaba a Críspulo, cuenta que Mariné siempre estaba de buen humor y gastando bromas. Cuando él le pedía que le dejara mirar por la cámara, Juan fingía ponerse serio: “¿Tienes una peseta? Si quieres mirar por la cámara, una peseta.”
En su asociación con el productor Pedro Masó, Mariné concibió la distinta luz de los diversos tipos de comedia popular que abordaba en cada caso: desde ‘Historias de la televisión’ (1965), con Concha Velasco y su ‘Chica yeyé’ para Sáenz de Heredia, a la variedad de comedias dirigidas por el muy prolífico Pedro Lazaga: ‘Sor Citroen’ (1967), ‘Los chicos del Preu’ (1967), o la serie de películas con Martínez Soria: ‘La ciudad no es para mí’ (1966), ‘¿Qué hacemos con los hijos?’ (1967), ‘El turismo es un gran invento’ (1968), o ‘Abuelo made in Spain’ (1969).
“La etapa con Lazaga y Martínez Soria fue espectacular. ‘La ciudad no es para mi’ fue siempre la película más vista del cine español; no sé ahora, creo que ahora es la tercera, pero aquello fue un éxito impresionante. Imbatible. Cuando rodamos la llegada de Martínez Soria a Madrid, que tiene que cruzar el tráfico sin esperar al semáforo –ríe–, aquello se hizo de verdad: nadie paró los coches, y era Paco quien los iba haciendo detenerse mientras cruzaba, poniendo aquellas caras… Nos moríamos de la risa, pero también pasamos miedo por él”.
Cuenta Mariné que este tipo de rodajes, en los que el actor debía interactuar con un entorno que no estaba preparado, no era inhabitual en aquellos días.
“Un día, también con Lazaga, rodábamos con Teresa Gimpera en Barcelona, y tenía que dar la vuelta a la Plaza Calvo Sotelo. Yo no la dejaba andar normal, tenía que andar mucho más rápido; y yo la seguía, con la cámara en la mano, bastante cerca. Y pasa por el lado de un guardia de tráfico; y, al pasar, el guardia le hace un saludo y le dice: “¡Adiós, señorita!”. No estaba previsto, pero eso se quedó en la película”.
Lazaga dirigió para Masó varios títulos a los que Juan Mariné se refiere como “las películas de las chicas”: ‘¡Cómo sois las mujeres!’ (1968), ‘La chica de los anuncios’ (1968), ‘Las secretarias’ (1969), ‘Las amigas’ (1969)… Sonia Bruno, Mónica Randall y, desde luego, Teresa Gimpera aportaban belleza y modernidad a aquel cine.
“Teresa Gimpera era guapísima… Tenía las facciones perfectas, ¡un óvalo de la cara…! Y Pedro Masó me llamaba siempre, impresionado, porque decía que conmigo era con quien mejor resultaban las chicas ante la cámara. Esto ya me lo decía Don Vicente Casanova en las películas de Cifesa –que me quería mucho–“.
Explica Juan cómo era consciente de que el aspecto de estas actrices era un componente esencial para el éxito de aquellas películas.
“Desde luego que ellas eran muy guapas; pero una mala iluminación, o un concepto fotográfico equivocado, puede resultar un desastre. El modo en que yo las iluminaba era personal, con ideas que iba probando hasta dar con la forma idónea. El secreto era que la luz en la cara tenía que estar ligeramente más alta que los ojos, y con un ligero tres cuartos y un mateado de una luz reflejada”.
Juan recuerda que disfrutaba mucho preparando los planos de estas jóvenes actrices.
“Les indicaba todo lo que tenían que hacer para que cada encuadre resultara de ensueño: cómo debían humedecerse los labios, la altura a la que debían de mirar… Todo eso teniendo en cuenta la distancia focal del objetivo, naturalmente. El 60 o el 65 mm reproducen perfectamente lo que les pones delante, y mucho más esos rostros tan increíbles. Y después, Masó trajo a esa chica italiana, con la que hicimos dos películas: Ornella Muti. Era bellísima”.
Efectivamente, Pedro Masó, sin abandonar las funciones de productor, había empezado a dirigir a principios de los años setenta, y ‘Experiencia prematrimonial’ (1972) y ‘Una chica y un señor’ (1974) son títulos que contribuyeron a la popularidad de Ornella Muti. Y, sin duda, el arte de Juan Mariné contribuyó decisivamente a ello.
Juan recuerda con especial entusiasmo las películas de ciencia-ficción de Juan Piquer Simón, en las que colaboraba ideando todo tipo de trucos y efectos especiales. ‘Supersonic Man’ (1979), o ‘Slugs, muerte viscosa’ (1988), le permitían volver al espíritu del pionero, a la experimentación y al divertimento.
“Esas películas las hacía más que nada por amistad, porque ni siquiera cobraba. Yo estaba ya jubilado, pero me gustaba ver las películas de los amigos. Y, si veía que alguno estaba en dificultades, o que algo podía resolverse mejor, mi cabeza se ponía a inventar…”.
En realidad, ése ha sido el espíritu que ha impulsado toda la trayectoria de Juan Mariné. En cualquier película, fuera cual fuese su cometido en ella. Evitaba en lo posible los procesos de postproducción industriales, revelando, etalonando, y siguiendo procesos de invención propia. De ahí los resultados impresionantes de su cine, de ahí que sea prácticamente inimitable.
Y de ahí que Mariné siga estudiando, investigando… Ningún avance técnico le es extraño; incluso es capaz de adelantarse al tiempo, y contarnos lo que vendrá. Su autoridad en lo cinematográfico es absoluta, no tiene equivalente. Mientras le escuchamos con el alma entera, sus ojos vivaces se mueven rápidos, como escrutando el aire. Esos mismos ojos que, hará unos 90 años, Dios no dejó apagarse; probablemente, para que por su mirada disfrutáramos la belleza del mundo.
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