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‘La quimera’, de Alice Rohrwacher
Con Josh O’Connor, Carol Duarte, Vincenzo Nemolato, Isabella Rossellini, Alba Rohrwacher y Chiara Pazzaglia
130′, Coproducción Italia-Francia-Suiza, 2023
Hay películas cuyo sentido se abraza con un solo golpe de vista y otras que se escurren como culebras por los márgenes de la pantalla de cine. Son películas que, pese a la impresión inicial, para poder abrazarlas del todo toca partirlas en trozos, a fin de intentar entender qué fue aquello que nos sedujo o qué otros aspectos no lo hicieron tanto.
Películas que no se pueden sancionar ni absolver en su conjunto, como una totalidad, sino que se aprecian con sus imperfecciones o que, sería más correcto decir, aunque encontremos en ellas algunos aspectos que nos generan alguna suspicacia, eso tampoco contradice completamente la propuesta del director.
Películas que, para atraparlas, requieren de un largo diálogo que irá más allá de los títulos de crédito, según las imágenes se van asentando en nuestra cabeza, forzándonos a hacernos preguntas (¿qué quiso decir con eso?, ¿qué pretendió con aquello?) que nos obligarán a indagar en esas sensaciones que nos invadieron durante la proyección.
‘La quimera’, cuarto largometraje de la directora Alice Rohrwacher, comienza con el regreso a un pequeño pueblo de la Toscana italiana de un hombre al que todos llaman Arthur. Según vamos entendiendo, Arthur acaba de salir de la cárcel y, a pesar del elegante traje que viste, su modo de vida nos describe a un hombre que vive en la marginalidad.
Pero la vida de Arthur, al que todos conocen por su origen inglés, se irá reconstruyendo según se va encontrando, de nuevo, con los personajes que parece que lo estaban esperando desde su misma llegada a la estación de tren en la que se apea.
Arthur es el jefe de una pequeña banda de pícaros que se dedican al expolio de enterramientos funerarios de la antigua Roma que se encuentran desperdigados por las tierras colindantes al pueblo y, sobre todo, alrededor de una gran planta eléctrica, cuya actividad entendemos que ha degradado el paisaje de la zona. Y es que Arthur tiene un don especial.
Armado con una rama de árbol y, como un zahorí en busca de un pozo de agua, guiado por las fuerzas telúricas de la tierra, es capaz de encontrar, sin margen de error, los asentamientos enterrados, cuyas obras (ánforas, pequeñas estatuillas), ocultas durante milenios, vende a un misterioso marchante de arte que responde al nombre Spartaco.
Un día, Arthur tiene un doble golpe de suerte. Por un lado, conoce a Italia, una chica de la que se enamora. Por otro, y tras una divertida noche en la verbena del pueblo, descubre unos restos perfectamente conservados cuya venta espera que lo saque de la miseria. Es el golpe que siempre habían soñado. Al fin, un verdadero tesoro. Pero, a la salida de la excavación, la policía les está esperando, truncando todo su plan.
No es fácil establecer a qué género o códigos responde una propuesta como ‘La quimera’. Como sucedía con ‘Lazzaro feliz’ (2018), su anterior trabajo largo (Alice Rohrwacher ha realizado, entre uno y otro, algunos cortometrajes), el filme se desarrolla a la manera de un sutil e inteligente cóctel de formas, referencias y todo tipo de estilos y tonos.
Todo ello a fin de dotar a la cinta de un cierto sabor a fábula de tintes, en ocasiones, carnavalescos, otras de relato costumbrista o neorrealista, otras veces con referencias al cine de los grandes genios de la comedia de la época muda (Chaplin, Keaton, etc.), otras como un cuento de hadas o uno de esos mitos de las grandes culturas clásicas en las que, por momentos, parece que se hunde la narración.
Hay alrededor de ‘La quimera’ algunas cuestiones que parecen centrales (puede que haya algunas más, no consideradas por este cronista tras un solo visionado). De una manera superficial, podríamos decir que la cinta de Rohrwacher nos sitúa ante las oscuras oquedades del mercado del arte, un duro negocio en el que priman los beneficios monetarios y donde no valen los escrúpulos.
Arthur y sus amigos rehúyen la ley para vender sus piezas expoliadas a un mercader anónimo que, a su vez, las ofrece en una subasta clandestina a compradores que llegan de todo el mundo. Como sucedió durante la época colonial europea, el expolio del patrimonio legítimo de los países sigue su curso, según denuncia Rohrwacher, pero por otras vías distintas, más perversas. Hoy no son los Estados los que roban, se lo encargan a terceros. Más tarde, las piezas (algunas falsas, como se sabe) llegan a los museos y colecciones privadas sin que nadie conozca cuál ha sido el origen.
Esto es lo que nos sugiere el argumento. Pero en la película de Rohrwacher se mueven otras fuerzas subterráneas que no conviene desatender. De alguna forma, ‘La quimera’ se puede entender, así, como una fábula que, en una segunda capa, nos expone la persistencia de eso que antes entenderíamos como la eterna lucha de clases.
Como en la película de Yorgos Lanthimos, ‘Pobres criaturas’, aquí los pobres viven abajo, a los pies de las murallas del pueblo, expulsados, entre la basura, de la comunidad, dispuestos a recoger los restos que deja el sistema. Arthur y sus amigos escarban entre esos restos de las presentes y las antiguas civilizaciones en busca de un golpe de suerte que les permita salir de un agujero al que, desde varios puntos de vista, se ven condenados.
En ese sentido, la película de Alice Rohrwacher bebe de la tradición neorrealista, de De Sica, pero también de Antonioni, sin perder de vista tampoco a Fellini o Pasolini, casi a partes iguales. Sus personajes son desarrapados, pillos que se mueven entre las cloacas (ahora, el capitalismo especulativo), ayudados por una inteligencia aplicada a una supervivencia siempre a la espera de un giro de timón que de un vuelco esperanzador a sus vidas.
A pesar de su aspecto harapiento, embebidos del sucio oportunismo de una actividad que les garantice una vida holgada sin la incómoda obligación de tener que trabajar, estos personajes se manejan con un sabio código de honor y lealtad al que se aplican, no sabemos si por su propio interés o por razón de una moral tramposa.
Una moral inquebrantable en la que, al final, la salud del grupo se impone a la del individuo. De esta forma, al regresar de la cárcel, aunque sabe que sus amigos le traicionaron, Arthur se encuentra con que ninguna de sus propiedades ha sido expoliada, guardadas a buen resguardo por ellos. O quizá no.
Es en la relación con sus cómplices cuando el personaje de Arthur cobra su valor dentro del texto de Rohrwacher. Si bien, cuando lo conocemos, nos parece otro desarrapado más, un vago, un vividor, poco a poco entenderemos sus verdaderas motivaciones. Y es que, según nos sugieren algunas líneas de diálogo, Arthur es un hombre culto que sabe bien lo que se hace y que, de alguna manera, parece haber aceptado con estoicismo su rol en el grupo.
Así, descubriremos que, al contrario que sus amigos, su situación material no es fruto de ningún destino fatal, sino que ha sido escogida. Su compromiso con la banda no es solo por mera supervivencia, es un compromiso contra el mundo, ese mundo que los desprecia, entendidos todos ellos como metáfora de todos los marginados por el sistema.
En ‘La quimera’, Alice Rohrwacher se entrega de nuevo a un sentido homenaje a la cultura popular, a las raíces de esa Italia que, dice, todavía palpita al margen de los centros industriales, de los movimientos de los grandes capitales que mueven el mundo y el turismo de masas.
La Italia de las fiestas de pueblo, de las verbenas y pasacalles, de las charangas, del disfraz como vía de expresión de una energía latente, que no es más que expresión de ese carácter que sostiene a toda una cultura. La presencia de la central eléctrica que enseñorea de forma discreta pero contundente el paisaje, sucio y decrépito, de los alrededores del pueblo, al pie de cuyas vallas de seguridad encuentran su tesoro nuestros protagonistas, no puede ser casual.
En otro lado, y para completar el paisaje físico y cultural al que nos enfrentamos, quedan también los viejos edificios nobles, propiedad de aquella antigua burguesía de la que queda apenas un rastro, otra cultura que ya no existe más que en su propia decadencia (imposible pasar por alto la presencia de Isabella Rossellini como imagen de esa antigua clase alta en decadencia o desaparecida), fantasmas de otro tiempo que, sabemos, no volverá, pero entre cuyos restos los marginados del sistema encuentren, quizá, un nuevo espacio en el que montar una nueva vida.
‘La quimera’ nos propone también una bella reflexión sobre el paso del tiempo y lo perecedero de la existencia humana. Tiempo que, a veces, queda encapsulado –el tiempo del pasado–, a la espera de ser encontrado por otra línea de tiempo: la de un presente que ya no valora nada, que todo lo destruye a cambio de una sucia ganancia. Nada tiene valor, tampoco para los amigos de Arthur; de ahí su desengaño, la otra cara.
Alice Rohrwacher lleva al espectador por los recodos de una narración que a veces nos parece extraña para encontrarnos, de nuevo, con esa emoción de volver a apreciar el valor de la belleza por la belleza. Una belleza cuya pérdida, una vez encontrada, será aún más dolorosa. Para aquellos que no hayan visto la película, todo esto les puede parecer un galimatías, un mero ejercicio retórico por parte del cronista, pero no lo es en absoluto.
Sin embargo, aún debajo, por encima o a un lado, esa belleza quedará reducida también a un mero objeto inane, sin vida, frente a la otra pérdida, más dolorosa, del amor. Es en este aspecto del relato cuando el mito se une con la vida cotidiana, lo fantástico con lo real. Arthur tiene una serie de sueños en los que ve a una antigua amante misteriosamente desaparecida.
En su sueño, la mujer tira de un fino hilo de lana de color rojo, que le ofrece una pista de un camino a seguir que la conducirá hasta las mismas entrañas de la tierra. Es el hilo de la esperanza, de lo perdido, de aquello que nos falta y que buscamos con ansiedad y que la vida, con frecuencia, nos usurpa. Es quizá por la huella de ese amor por lo que Arthur ha vuelto al pueblo.
Con ‘La quimera’, Alice Rohrwacher se muestra otra vez como una directora audaz, de una gran imaginación, capaz de concebir una obra que se desarrolla sin complejos a varios niveles discursivos y poéticos, poseedora de una gramática de una madurez que se ve pocas veces en el cine (más segura de sí, más arriesgada que el Lanthimos de ‘Pobres criaturas’).
Dicho esto, quizá le lastra a esta película aquello que se presenta como su mayor apuesta, pues no deja de ser cierto que tanto homenaje al cine de sus mayores deja en esta producción una huella de la que no puede desprenderse y que le pesa, al menos, en dos sentidos.
Primero, en lo que se refiere a la propia voz de la autora, que, en esta ocasión, queda quizá sepultada ante la evidencia de los muchos referentes de estilo a los que nos quiere remitir. Se agradece la búsqueda y la invitación a aceptar el collage, pero la cinta se resiente en aquello que le falta: un aliento personal.
El otro aspecto está relacionado con una sensación de extrañeza que no deja de acompañarnos durante todo el metraje. Y es que, en ese juego de formas que nos propone, quizá ‘La quimera’ se pierde para un espectador contemporáneo, que no acaba de sentirse cómodo con un mundo que no es capaz de contextualizar y que sitúa visual y culturalmente y, por lo tanto, como experiencia cinematográfica, en un limbo estético que ni es pasado del todo ni tampoco es nuestro presente.
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