#MAKMAArte
Día Internacional de los Museos 2024
IV Premio Internacional de Carteles MAKMA
‘Felicidad/Infelicidad’
Sala Alta
Museu Valencià de la Il·lustració i de la Modernitat (MuVIM)
Quevedo 10, València
Visita guiada a cargo de Ismael Teira, co-comisario de la exposición
Sábado 18 de mayo, a las 18:30
En general, la felicidad es la satisfacción o uso que se experimenta por la posesión del objeto amado.
El diccionario de ciencias eclesiásticas de Perujo y Angulo, lo mas parecido a una compilación enciclopédica sobre filosofía e historia de la iglesia –con el visto bueno del ‘Índice’– la divide en objetiva y subjetiva, siendo la objetiva el mismo bien que nos hace bienaventurados, y subjetiva, la posesión de dicho bien, o sea, la operación de la criatura racional por medio de la cual descansa plenamente en la posesión de aquel bien, es decir tener al ser amado contigo o la situación deseada.
Pero no es tan fácil, ni siempre es únicamente el objeto amado quien puede proporcionarnos esta supuesta sensación de bienestar y saciedad. Hace falta, además, poder disfrutar, acceder al mismo en una situación como mínimo no adversa, de modo que nos sea dado experimentar placer y alegría, sin otras preocupaciones que empañen o enturbien este estado de gracia. La realidad sucede en un espacio y un tiempo concretos de forma ineludible.
“Contigo pan y cebolla” tiene un recorrido muy limitado, pero puede darse el caso que accedamos a la felicidad sin el “-tigo”, sino con el «-migo» del «conmigo mismo». Camino paralelo por el que entramos en una deriva mística de saciedad o carencia de deseo que, de una forma parecida, nos conecta con la mística oriental y nos abre las puertas de ‘Las moradas o del Castillo Interior’, de Teresa de Ávila, donde el esposo/amado habita en uno y te sacia y arroba con palabras e imágenes comprensibles de la cultura occidental, sin necesidad de pasarse siete años en el Tíbet, sin aprender sánscrito ni saberse la historia de los veintinueve Bodhisattvas.
Todo un ahorro de incomodidades, incomprensiones y sacrificios –muy respetables, por cierto– que, como estimaba Jung, están asequibles para los occidentales en los bonitos monasterios de por acá.
Elijamos el camino que deseemos, y sin necesidad de apoyarnos más en disquisiciones metafísicas ni filosóficas, es un hecho contrastado que la felicidad es un estado emocional deseado por la mayoría de las personas que, una vez alcanzado, nos produce como un sentimiento de bienestar general, satisfacción y alegría de vivir.
Pero no hay rosas sin espinas –mientras la ingeniería genética lo consienta– y, por ello, es importante destacar que la felicidad no es un estado permanente. Es un destello fugaz que fluctúa a lo largo del tiempo. Los expertos recomiendan especialmente que, una vez pasadas las cotas excelsas y los grandes arrobos complacientes de la felicidad, permanecer en la línea baja del confort el mayor tiempo posible sin caer en el abismo de la infelicidad.
Y aún así, en el imaginario occidental, cuando estamos felices y exultantes, cuando todo es de color rosa o rojo pasión, cuando la fortuna derrama su cuerno de la abundancia sobre nosotros, y ningún mal físico acecha nuestra salud y energía, hemos de disimular, de fingir que nada extraordinario nos ocurre,y, sobre todo, no presumir de ello para que nadie se entere, pues los dioses son los únicos que pueden ser eternamente felices; y como poetiza Sófocles, “ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso”. Envidiosos al saberlo –la envidia es muy mala–, nos castigan con la infelicidad.
¿Qué es el sentimiento de infelicidad? Para abreviar, podríamos decir que la infelicidad es un estado emocional marcado por el malestar, la insatisfacción y la tristeza, y puede surgir –nombrando las causas más habituales– por la pérdida del ser o seres queridos, por problemas económicos o laborales, por conflictos interpersonales, por una acusada baja autoestima e, indudablemente, por los trastornos mentales.
Queda claro que ambas emociones, felicidad e infelicidad, forman parte del espectro emocional humano y pueden coexistir a lo largo de la vida de una persona, pero con una gran diferencia: la felicidad es siempre un estado transitorio, pero la infelicidad, en sus diversas formas de manifestarse, puede pasar de transitoria a convertirse en un estado permanente de malestar emocional –aquello que llamamos depresión–.
Esta depresión del ser completo o, en el caso de que creamos en la teoría dualista de alma-cuerpo o mente-cuerpo o cuerpo-cerebro, la que afecta a ambas partes, es conocida desde la más remota antigüedad como “la bilis negra, humor negro, atrabilis” o melancolía. También ha sido nombrada en la literatura y el arte como acedia, weltschmerz, ennui, angst, spleen…, términos procedentes de diversas lenguas que se han popularizado para expresar la tristeza, la amargura y la angustia vital.
Pero, ¿cómo representamos estas sensaciones, desde el punto de vista artístico?
En el arte clásico, antes de la irrupción de la pintura burguesa y sus intereses temáticos, el concepto de la felicidad se nos muestra preferentemente a través de la pintura religiosa como resultado escatológico en términos redención. La salvación, el descanso de los justos, la vida sosegada o el gozo de estar en el paraíso serán el resultado que nos deparará la piedad y la buena conducta. Será necesario desacralizar el arte para que la burguesía irrumpa con sus pequeñas historias banales, personales, o simplemente bellas y decorativas, donde la alegría de vivir, la joie de vivre, nos muestren esos momentos de buen humor en ambos sentidos de la palabra.
Las escenas galantes y los columpios de Fragonard y su seguidores e imitadores, el lujo, la calma y la voluptuosidad de Matisse y sus momentos de alegría y felicidad serena. La fiesta, el baile, el sexo y la borrachera de Toulouse Lautrec, y las temáticas jocundas como las comidas con amigos de Renoir, la pausada belleza exótica de Gauguin, el lujo exquisito de las recreaciones fantásticas de Alma-Tadema o las plácidas y luminosas playas de Sorolla con perversos niños desnudos y señoras de blanco, entre muchas, inundarán de imágenes felices nuestros escenarios vitales.
Es tan bonito estar feliz que, a veces, tenemos la sensación de que lo bueno se vive y se consume de manera tan ávida y rápida, su goce es tan fugaz en nuestra memoria, que solo percibimos su ausencia desde el dolor: “recuerde el alma dormida avive el seso y despierte contemplando […] cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor”, resumía Jorge Manrique.
Sin embargo, en la era cristiana, la construcción de las imágenes del dolor y depresión –carentes, en apariencia, de referentes mitológicos en sus inicios–, por obvias razones religiosas, se basarán en las representaciones de la pasión y los sufrimientos de Cristo, de sus familiares y seguidores, los martirios ejemplares o la representación de la muerte como redención de la carne, del cuerpo que nos atrapa en este mundo infeliz de pecado y sufrimientos hasta nuestra llegada al paraíso.
Estas imágenes se popularizarán con mayor o menor éxito como expresiones del dolor y la tristeza. Si bien, en el caso que nos ocupa, la contemplación de la muerte y desaparición de los seres amados en la pintura son imágenes que nos remiten directamente al dolor, y al duelo de la pérdida, más que al estado de postración que supuestamente le sigue y nos convierte en infelices.
A mi parecer, será ‘El ángel de la Melancolía’ (1513), de Albrecht Durero, el grabado que se convertirá en el referente icónico para futuras obras que pretendan representar ese estado anímico de infelicidad. El ángel, rodeado de múltiples objetos simbólicos, tiene la cabeza apoyada sobre la mano en una actitud pensativa y triste con la mirada perdida en un abismo de desinterés. El conjunto nos transmite una sensación de tristeza infinita. El gesto de la cabeza apoyada en la mano con los ojos vacuos, más que el propio ángel, se convertirá en símbolo y será reinterpretado y replicado en numerosas obras de arte posteriores que exploren la temática de la infelicidad.
Fijémonos, por ejemplo, en la ‘Imagen de María Magdalena como melancolía’ (1622-1629), de Artemisa Gentileschi, que se encuentra en la Catedral de Sevilla. La santa, con el hombro desnudo gracias a su última restauración, también apoya su triste rostro de mirada vacía en la mano como el ángel de Durero; se diría que en la tristeza de la Magdalena ausente podemos encontrar –nada es una casualidad– el sufrimiento que la propia Artemisa experimentó cuando fue violada a manos del amigo de su padre, y la angustia del largo proceso judicial que enfrentó.
Si tenemos en cuenta la mentalidad hipermachista de la época, la excelente artista no solamente tuvo que ver como sus obras eran atribuidas a otros, sino que, además, quedo estigmatizada socialmente, mientras que el violador apenas sufrió un breve destierro como castigo. En la Magdalena, Artemisa se sumerge en la exploración de sus propias emociones de impotencia y dolor, abandonándose lasa a la injusticia de su terrible experiencia.
Este sencillo gesto, o pose de rostro apoyado sobre la mano, lo vamos a encontrar en numerosos artistas. Tomemos a Giorgio de Chirico, Paul Devaux o a Edward Munch entre otros. Todos ellos han creado sus personales representaciones de la melancolía como manifestación de un estado infeliz, de una angustia vital. En la pintura ‘Melancolia’ (1912), de Giorgio de Chirico, la escultura clasicista apoyando la cabeza sobre la mano como el ángel de Durero, en medio de la arquitectura desolada y casi deshabitada de la plaza porticada, refuerza la sensación de tristeza y abandono; el hondo significado del no sentido de la vida, que aparece en sus misteriosas plazas de Italia.
Paul Devaux también tomó la pose del ángel en sus pinturas, recreando imágenes de figuras solitarias y pensativas. Sus obras, a través de la iluminación sombría y las expresiones faciales inexpresivas, nos trasmiten un sentimiento de introspección y tristeza. Edward Munch, aunque no replicó exactamente la pose del ángel, en muchas de sus obras refleja una angustia emocional profunda y una sensación de desolación: en el conocido ‘El grito’ (1893), la postura de las manos en las mejillas se asemeja, en cierto modo, al estado melancólico representado por Durero. El pesimismo de la filosofía de Arthur Schopenhauer o el poema a la melancolía de Nietzsche planean en estas obras de decaimiento y espanto interior.
[…]
“Muchas veces sentado en soledad profunda,
encorvado, cual bárbaro oferente,
pensaba en ti, melancolía,
¡Penitente, pese a mis pocos años!
Sentado así, me complacía el vuelo del buitre,
el estruendo de la avalancha,
y tú, inepta quimera de los hombres,
me hablabas con verdad, más con horrible y severo semblante”
[…]
Esa creencia lógica de un futuro sin esperanza de Graham Greene o la melancolía como la felicidad de estar triste, en la definición de Victor Hugo, se convierten en toda una creación como las cárceles que inventó Piranesi. El cerebro de un melancólico, en palabras de Roger Barta, es una cárcel donde los humores se queman y se corrompen, donde el espíritu vaga solitario bajo la oscura luz saturnina.
El difícil reto de está convocatoria que MAKMA ha propuesto a los artistas reside, a mi entender, en cómo crear sin elegir uno de los dos estados de ánimo en especial. Cómo conseguirán imaginar una obra que abarque ambos aspectos. O tal vez no. La misteriosa inspiración guiará al genio o daimón de cada creador. Nosotros, meros espectadores, nos deleitaremos con sus hallazgos.
Este artículo fue publicado en el catálago de la exposición ‘Felicidad/Infelicidad’, del IV Premio Internacional del Carteles MAKMA.
- La felicidad y la bilis negra o melancolía - 14 mayo, 2024