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Cultos y bronceados (I)
Verano de 2024
He llegado, ya de vuelta. Salí hace 90 minutos. Al ir, con la luz de frente, no me detengo en ellas. Son un recorte gráfico, geométrico, oscuro y negruzco por el contraluz. Un punto de donde partir y al que regresar.
Suelo hacer la misma ruta en los meses de verano. Temprano. A lo lejos, la bocana del puerto hacia donde me dirijo, a unos cuatro kilómetros de distancia de donde salgo. No suelo ver a nadie, lo cierto es que tampoco me fijo, voy más pendiente del primer esfuerzo, el que me da la referencia física que me hará enfocar el trayecto con mayor o menor ánimo; cada día es diferente.
No me freno ni me distraigo en nada hasta completar la ida. Finalizada la etapa, me quedo quieto frente a la escollera viendo romper suavemente sobre ella las olas que a esas horas solo levantan algo de espuma en las embestidas aireando un fuerte olor a salitre. Dos, tres, cinco minutos como máximo dejándome mecer ante el espectáculo. El sonido es apenas un leve chapoteo contra el casco, contrastado por los agudos graznidos de las gaviotas. Miro, sin pensar en nada; estoy.
Al volver, la luz va alcanzando altura y dibuja nítidamente lo que hasta ese momento resultaba borroso, sin perfiles ni sombras. A mi izquierda, en paralelo, visualizo desde mi posición en el interior del mar cómo alguien comienza a ordenar, lejanas, algunas hamacas y tablas para alquilar en la orilla. Un grupo de aplicados madrugadores se sitúa en formación para hacer un ejercicio conjunto; parecen hormigas erguidas. En ocasiones, me cruzo con algún otro piragüista: un leve gesto con las palas o una inclinación de la visera de la gorra como saludo, nunca una palabra.
De vez en cuando, si el agua está en calma, giro 90 grados hacia el sol, que todavía se asoma lento por el horizonte. Me da directamente en la cara, casi quema. Me adentro sin mirar atrás y, cuando creo que la distancia puede ser un inconveniente ante un imprevisto, volteo 180 grados y miro el recorte de la tierra: la playa, convertida en una línea por la distancia, oculta la arena. Más lejos aún, Sagunto, y, más allá, el recorte de la sierra aparece como un arco violáceo, tensado en sus extremos por València a mi izquierda y Burriana a la derecha.
Apenas unos minutos de suave vaivén hasta que, en cada ocasión, un pequeño nerviosismo me hace consciente de la inmensidad sobre la que flota mi pequeñez y remo entonces con el sol a mi espalda. Vuelvo hacia la línea paralela a la costa que dibujan unas boyas amarillas. Cuento las paladas entre ellas.
Con diferencias mínimas, me doy cuenta de que guardan bien su equidistancia. Cuando el regreso se va haciendo pesado, siempre, veo la silueta de las casas hacia las que retorno. Las migas de pan amarillas que indican el camino sobre el agua se interrumpen para seguir después del paréntesis que señala la entrada y salida de embarcaciones.
Aquellas geometrías oscuras que sobrepasé al salir son ahora, iluminadas por el sol, ese paréntesis. Dos potentes figuras: una flecha roja, compuesta por forma cónica y un cuerpo cilíndrico, y otra figura verde, compuesta por dos conos iguales unidos por su base. El movimiento lento del oleaje y la tensión de las cadenas que las mantienen unidas al fondo las hace oscilar sobre sí mismas. Giran y se reflejan sobre el agua.
Las piezas, contundentes, con sus formas combinadas, me recuerdan los ejercicios de volúmenes y sombras, y los de intersección de cuerpos, en las clases de dibujo técnico y perspectiva. Sin embargo, su reflejo, licuado en cintas que se aúnan, se deforman, se separan y se vuelven a unir en un proceso sin fin, me remiten directamente a la pintura, a la untuosidad del óleo; concretamente, al proceso en que dejas fluir el color al manchar el lienzo a la espera de que sea la mancha la que te ayude, la que sugiera cómo continuar, dónde y cómo sumergirte.
Tal vez las formas, flechas las dos, que se mueven indicando direcciones diferentes hacia la profundidad, hacia lo desconocido, tengan algo que ver con esos recuerdos. No es que piense en ello en esos momentos en que vuelvo a relajarme mientras giro a su alrededor según quiera la corriente. Creo que no pienso en nada mientras estoy ahí. Simplemente me gusta mirarlas un rato antes de volver a la orilla. Es más una sensación, que al recordarla, al escribir sobre ella, acude a mí como un destello.
He llegado, ya de regreso. En uno de los giros miro hacia la playa desierta. Reconozco la figura de Laura llegando o ya tumbada sobre su toalla junto a las ruedas del transporte que dejé como indicación. Trae agua fresca en su bolsa (‘Cool Water’, en la voz de Johnny Cash).
Dejo atrás los colores rojo y verde, bailoteando sobre un indefinido azul que lo absorbe todo y todo lo refleja.
Estoy justo donde quiero estar.
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