Cine de Verano. Filmoteca d'Estiu

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De ‘Intolerancia’, de Griffith, pasando por ‘Cabeza borradora’, de Lynch, y ‘Apocalypse Now’, de Ford Coppola
Filmoteca d’Estiu
Cultos y bronceados (XVII)
Verano de 2024

Un fantasma aparece en la oscuridad. Es una mujer sentada en una silla que mece una extraña cuna por toda la eternidad. Detrás de ella, tres figuras negras agazapadas como cuervos. La intermitencia de la luz focalizada en el centro de la pantalla tiene mucho de aparición.

Abajo, a unos metros de ella, con una lamparita que deja ver sus manos doradas, el pianista se afana, leyendo en el aire el pulso de la escena y la vibración del recinto (en realidad, largos metros de vallas bajo la mirada del Palau de la Música).

Un mar de sillas de plástico blancas carraspea al ritmo de los grillos nocturnos. A mí, el corazón me late rápido: no sé qué es lo que está a punto de suceder, pero, después de hoy, nada volverá a ser lo mismo.

Como la mayoría de las cosas que son definitivas, esto sucedió por casualidad. Mi novia de la época era la taquillera de aquella Filmoteca d’Estiu y yo estaba allí para verla a ella, no por la película. Es posible que me quedara a la sesión a regañadientes. Corría el tórrido julio de 2001, en el antiguo cauce del río Turia, y la proyección duraba más de tres horas, con los descansos necesarios para que el pianista Joan Pineda, que además era médico y que falleció en 2020, pudiese reponer fuerzas.

Había llegado allí por un amor de verano y lo que sucedió fue un amor eterno: me enamoré del cine. La película en cuestión se llamaba ‘Intolerancia’ y su subtítulo es “La lucha del amor a lo largo de los tiempos”. Se trata de una obra maestra de Griffith de 1916, en los albores de un arte y un lenguaje que se estaban formando a pasos agigantados. Esa película (que, como supe más tarde, transformó a Kurosawa) me hizo estudiar comunicación audiovisual para aspirar a convertirme algún día en director de cine.

Intolerancia. Cultos y bronceados

Claro que había ido muchas veces al cine antes de aquello; la cuestión es que no había sufrido el flechazo que todo artista dice tener con el medio. Por ejemplo, para Buñuel fue ‘Las tres luces’, (1921), de Fritz Lang. Hasta que no sucede, no se entiende. Algo cambia en la mirada, no es un enamoramiento, es el amor definitivo.

Para Steven Spielberg fue ‘Lawrence de Arabia’ (1962), de David Lean; para Martin Scorsese, ‘Los 400 golpes’ (1959), de François Truffaut; para Francis Ford Coppola, ‘El acorazado Potemkin’ (1925), de Sergei Eisenstein; para Quentin Tarantino, ‘El bueno, el malo y el feo’ (1966), de Sergio Leone; y para Akira Kurosawa, ‘Intolerancia’ (1916), de D.W. Griffith, lo cual nos une en cierta manera.

El idilio con el cine continuó todo aquel verano y los veranos siguientes. Hubo dos momentos importantes en las temporadas sucesivas de la Filmoteca d’Estiu. Uno fue el ciclo de David Lynch, que comenzó con ‘Cabeza borradora’ (Eraserhead, 1977). La primera vez quedé trastornado, la cabeza me daba vueltas. Luego volví los dos días siguientes como el que se ha dejado algo olvidado en la butaca; los propios empleados del cine que ya me conocían empezaron a temer por mi integralidad mental. Desde luego, creo que algo profundo provocó en mí aquellos tres días seguidos de locura. Cuanto menos, me dejó con ganas de más.

Luego le siguió toda la filmografía de Lynch, especialmente el viaje a lo oscuro en ‘Terciopelo azul’ (Blue Velvet, 1986), con un soberbio Edward Hopper; ‘Carretera Perdida’ (Lost Highway, 1997), con su desdoblamiento indescifrable; y, por último, ‘Mulholland Drive’ (2001), donde se pulverizan las estructuras narrativas convencionales.

Es curioso como mucha gente ha creído reconocer en mi creación escénica una influencia de este director y yo nunca lo he contado entre mis referentes conscientes. Lo que está claro es que ese otro verano dejó tatuado en algún lugar de mi interior ese mundo cercano a la locura, lo que él llama el “oceáno de pura y vibrante consciencia”.

El otro momento importante tiene que ver con el fenómeno en sí de una sala de cine al aire libre. Una noche cercana al cierre de la temporada, a principios de septiembre, se veían a lo lejos las nubes con fuerte aparato eléctrico. La tormenta de verano acechaba, lo que siempre llevaba a los organizadores al dilema de cancelar o no la sesión, con el perjuicio económico resultante. Por supuesto, mi amiga siempre cruzaba los dedos para que lloviese cuanto antes y poder disfrutar de un día libre en pleno verano.

Sin embargo, aquella noche se decidió seguir adelante con la proyección y el resultado fue el viaje más real que he sentido frente a una pantalla. La película era ‘Apocalypse Now’, de Francis Ford Coppola. Creo que aunque el cine 3D tardaría unos años en volver a ponerse de moda, nada puede superar en veracidad aquella experiencia. El viento azotaba las palmeras y las vallas del recinto, la pantalla parecía a punto de salir volando y entonces la mítica escena de ‘Las valkirias’: parecía que los helicópteros iban a aterrizar junto al lago artificial del río.

Bajo la amenaza cada vez más cercana de la tormenta, vivimos la incursión en la jungla del capitán Benjamin L. Willard y su comando. Esta película, basada en ‘El corazón de las tinieblas’, de Josep Conrad, venía con sensaciones que traspasaban la pantalla y nos convertía a todos los espectadores en tripulantes de la lancha.

A aquella primera noche de 2001, en la que el amor estalló en mí de manera imperecedera, le siguieron todo tipo de encuentros fortuitos, más o menos felices. Gracias a los tacos de abonos que recogía mi novia de la papelera en la Filmoteca d’Estiu, estuve muchos años yendo gratis a ver películas en la antigua sala del edificio Rialto. Tomé por costumbre ir por las noches a la última sesión a dejarme sorprender, buscando la misma sensación de sorpresa y excitación que la primera vez.

Sucedieron las cosas más maravillosas: la nouvelle vague, el expresionismo alemán o aquella ocasión en la que bajo la pantalla estaba la hermana de Tarkovski, llena de lágrimas, presentando un ciclo ante una audiencia de ocho personas.

Con el paso de los años, parece que ya nada es tan intenso como entonces y es lo que sucede con el amor de verano: es único, inigualable en intensidad y deja una huella que no desaparece. Aquella chica y yo seguimos siendo amigos y nuestras hijas, caprichos del destino, van juntas al colegio. Sin embargo, el amor que nunca desaparecerá será el del cine y, si tengo que ser más específico, el amor al cine de verano.

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