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‘Yo, adicto’
Aitor Gabilongo (creador), Javier Giner (creador) y Elena Trapé
Con Oriol Pla, Nora Navas, Ramón Barea y Marina Salas, entre otros
Miniserie de 6 episodios de 40′
España, 2024
Disney+
La primera imagen que tengo de ‘Yo, adicto‘ fue la de su estreno en el Festival de San Sebastián, con Javier Giner y Oriol Pla, su doppelgängen, posando y hablando sobre la serie basada en el libro homónimo y autobiográfico de Giner. Todos los medios resaltaron –y cito libremente, mezclando distintos titulares– la emoción de este viaje autobiográfico e impactante del influyente insider que sacudió el Festival de San Sebastián.
De hecho, resultaba increíblemente fascinante ver a Javier y a Oriol posando, hablando ante los medios, en un juego en el que persona y personaje, actor y escritor/director, se fundían, se fusionaban, y creaban una curiosa metanarración en la que ambos se proyectaban y reconocían el uno en el otro.
Por este motivo, comencé mi visionado de la serie de Disney+ con una mezcla de esa fascinación por el Javier Giner real y por el televisivo y de un claro sentimiento de otredad. Estaba a punto de devorar visualmente seis episodios sobre la vida de una persona adicta a las drogas y al alcohol; yo, que no soy adicto ni he vivido un proceso de adicción entre mis familiares y amistades más cercanas. No es que viva en un mundo paralelo o ajeno a la realidad, pero en mi vida hay otras enfermedades que han creado mayor impacto, simplemente.
Mi aproximación a la serie era más como “poco influyente outsider” bajo la perspectiva académica de mi tesis doctoral sobre la goticización y la queerificación de la realidad. En ella, citaba como ejemplo a aquellos drogodependientes que esperaban, hasta no hace mucho tiempo, a que aparecieran las cundas en la Glorieta de Embajadores, se movían y actuaban como una especie de zombies sin apenas voluntad.
También citaba a personas que se convierten en fantasmas, ya que, aunque comparten los mismos lugares, resultan invisibles para el resto de las personas porque no forman parte de tu espacio personal. Y, todo eso, hasta que un día los ves y ya no puedes dejar de verlos.
El mundo se vuelve, desde entonces, territorio Lovecraft. Ya no hay cundas ni clientes en Embajadores, pero no porque se hayan evaporado, sino porque se les ha desplazado a otras zonas en las que se les vea menos.
En mi caso, yo no soy adicto a las drogas ilegales. Nunca las he consumido. No lo escribo para mostrar unos valores morales ni superioridad: solo para indicar mi aparente otredad hacia la serie. Sin embargo, la voz narradora desde su presente, cual narrador de los relatos sobrenaturales de Edgar Allan Poe, me obligó a abrir los ojos desde el primer momento y me arrastró hasta su mundo, hasta lo más profundo, hasta lo más bajo, para sumergirme en un mundo de búsqueda de aceptación, de aprobación, de querer perderte.
En un efecto espejo propio de un truco de ilusionismo, veo a Javier/Oriol y me veo a mí en etapas en las que buscaba la satisfacción a través de la mera acumulación de encuentros sexuales con hombres de los que olvidaba su nombre e, incluso, sus caras a la semana siguiente. De fines de semana que empezaban el jueves al ritmo de Lady Gaga y de Thalía y que terminaban un domingo en el ya desaparecido Atril comiendo puñados de pipas, sándwiches de atún con tomate e intentando que cayera alguno más antes de que llegara otro fin de semana el jueves. ¿Yo, no adicto?
Volviendo a la serie, cuando Javier llega a la clínica, él quiere seguir siendo Javi, el triunfador, el diferente, el que no se parece a todos esos adictos zombificados. Para ello, se protege en su atalaya psicológica con sus gafas de diseño, con su ropa de diseño, con su actitud de superioridad moral y de diseño. En cualquier escena en las que se reúne el grupo de terapia, es muy fácil distinguirle a él de entre todos sus compañeros. Pero su coraza artificial va cediendo, se debilita, se desintegra poco a poco hasta que se desata el monstruo que lleva dentro; el monstruo que todos llevamos dentro.
Por mucho que todos lo intentemos, el ser humano siempre alberga un elemento monstruoso, destructivo, autodestructivo en muchos casos. Solo así se puede entender la historia de la humanidad, aún más la historia contemporánea, o la fascinación de millones de espectadores por los true crimes. Solo así es posible entender que, tras la Ilustración británica de los siglos XVII y XVIII, surgieran la obras de literatura gótica de Anne Radcliffe y de Horace Walpole.
Desde entones, hasta nuestros días, se han ido modificando los espacios del terror, sus personajes y nuestros miedos. Los monstruos no son ya vampiros venidos de Transilvania ni fantasmas de otra época que viven atrapados en un mundo que ya no es el suyo. Los espacios de terror pueden ser nuestras casas, nuestras familias o, incluso, nuestros propios cuerpos. Javier ha liberado a su monstruo y no es el momento de esconderlo, sino de aprender a vivir con él.
¿Yo he liberado a mi monstruo? Ya llevo a unos cuantos, y los llevo tatuados en mi cuerpo: yo también vivo en mi dicotomía de Eduardo/Edu. ¿Yo, no adicto?
Como en ‘La semilla del Diablo’ o en ‘La profecía’, los monstruos no surgen de la nada. Ni siquiera Alien surge de la nada. Y ahí está la familia, su familia, vascos, como son la gente del norte, como mi familia, que también es del norte, pero riojanos. Sus padres son como los míos: trabajadores, preocupados porque a mi hermano y a mí nos vaya bien, porque no suframos, porque seamos felices.
Se han sacrificado por nosotros, quizás más de lo que debieron, ya que podrían haberse permitido disfrutar un poco más de su vida, además de (o en vez de) disfrutar con nuestros logros, nuestros pequeños pasos –y también con nuestros grandes pasos–. Pero también han sufrido, y sufren, con nuestros errores, nuestros sufrimientos, nuestras decepciones, que parecen más suyos que nuestros.
Posiblemente, es inevitable e, incluso, intrínseco en toda relación familiar, pero todos los miembros de la familia sienten que hay algo que han hecho mal y todos quieren ayudar a los otros desde su perspectiva y su experiencia. A pesar de compartir genes y tipo sanguíneo, padres, hijos o hermanos analizan a los demás miembros de la familia desde su otredad con consejos y soluciones que, realmente, acaban provocando conflictos en lugar de resolverlos. Nadie tiene la verdad absoluta ni están totalmente equivocados, ya que es posible entender los argumentos de unos y otros.
Los conflictos van quedando silenciados, ocultos, acechantes, como otros monstruos que esperan a ser liberados. Cuando es su momento, cuando menos se lo espera uno, se abre la caja de Pandora y todo vuela por los aires –o te enfrenta a ti mismo en el espejo–.
Por suerte para Javi, él ha adquirido las herramientas que Javier ha estado aprendido en sus sesiones de terapia con Rafael, en sus entrevistas con Anais, su educadora social, con la convivencia con sus compañeros y con todos los libros que Santi le presta para rellenar esos silencios y tiempos vacíos que ya no ocupan el alcohol y las drogas, y puede expresar todo su dolor, su miedo, su frustración, aun sabiendo que en su proceso de sanación está haciendo sufrir a sus padres.
Él ha viajado hasta sus infiernos y ha vuelto para hablar con ellos. Sus padres, sin embargo, han estado esperándole en el mismo punto en el que le despidieron, en la puerta del centro de desintoxicación.
Tal vez, estoy mezclando la realidad de Javier Giner con la mía, pero es que resulta muy difícil ver ‘Yo, adicto’ sin sentirte interpelado por él poseyendo el cuerpo, la cara, la voz, las uñas de Oriol Pla. Te interpela continuamente con su voz en off. Llega, incluso, a recordarte que está ahí, por si te habías olvidado de que habla siempre en cada episodio. Ese narrador omnisciente, fantasmal, que planea sobre la historia desde el minuto número uno del primer episodio, llega al presente, al suyo y al de nuestra cotidianeidad; entra en el cuerpo de Javi/Oriol y rompe esa cuarta pared que es la pantalla de la televisión.
Ahora me habla a mí en mi sofá, con mi manta, con mi marido. Me ha contado su historia, pero eso no quiere decir que me haya contado todo. Tal y como él dice, tampoco tengo por qué saber todo de todos. De hecho, ni siquiera sé sus verdaderos nombres, tal y como me recuerda al principio de cada episodio: “Algunos personajes, sucesos y diálogos han sido modificados o creados con fines de dramatización o para proteger la intimidad de personas que fueron parte de esta historia”.
Como fantasma del siglo XXI, que se materializa a través de las imágenes del televisor, me obliga a verme en una pantalla que siempre proyecta imágenes y se materializa en dos palabras: “Yo, adicto”. Y yo, ¿yo, no adicto?
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