#MAKMAAudiovisual
‘Cien años de soledad’, de Rodrigo García, Álex García Lopez y Laura Mora Ortega
Adaptación de la novela homónima de Gabriel García Márquez
Serie de TV. 16 episodios de 60′
Colombia, 2024-2025
Netflix
Muchos años después, frente a la pantalla de televisión, nos disponemos a ver la serie adaptada por Netflix. Me refiero, claro, a ‘Cien años de soledad‘, la novela publicada en 1967.
La producción ejecutiva corresponde a los hijos de Gabo, de Gabriel García Márquez: Rodrigo García y Gonzalo García Barcha, duchos en la creación y, como su padre, dotados para las artes y el medio audiovisual. En principio, eso es garantía de respeto por la obra.
En cuanto empiezas a verla sientes y no sientes que estás en Macondo, la población colombiana de abundante flora y fauna fundada por José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán. La producción es lujosa, nada cicatera.
La naturaleza domina el entorno hospitalario u hostil que rodea a los habitantes de Macondo. Las imágenes son efectivamente selváticas, la ciénaga que todo lo anega forma parte del marco, las creencias inocentes y mágicas están bien presentes en el discurrir cotidiano de sus habitantes y los personajes son una réplica de las figuras ideadas por el novelista colombiano.
Sin embargo, aquello que inmediatamente echas en falta es la sintaxis lujuriosa de García Márquez. Experimentas algo doloroso y feliz.
La fértil prosa que tanto activa la imaginación de quien lee la novela no precisa imágenes que te la hagan ver. En las palabras está todo y lo que no está, el verbo de Gabo, nos lo materializa o nos faculta para idearlo, suponerlo o completarlo.
La novela no se puede compendiar, no se puede resumir, no se puede transponer. De hacerlo tienes la sensación de amputar lo dicho y bien dicho; tienes la impresión de mostrar, y no mejor, aquello que fue enunciado con el adjetivo insólito y preciso, con un fraseo irrepetible.
Y con unas fórmulas de una expresividad tal que la serie de Netflix debe volver a reproducir por un narrador en off. Egregio fracaso… cuando las palabras literariamente más bellas anteceden a la imagen o cuando las imágenes ceden ante unas palabras ya inolvidables.
Porque, en efecto, la historia tiene como fundamento una prosa fértil en la que abundan la pura narración, las conjeturas y lasa fabulaciones de un potencial mítico, la descripción verbal y minuciosa y, en menor medida, unos diálogos siempre escuetos.
¿Qué efecto ocasiona esto? Pues, como sugería Sergio del Molino en una polémica y atinada columna de El País, lo que provoca la visión de la serie es la tentación de abandonarla para leer la novela. Para leer la novela, si tienes la dicha de no haberla leído aún. O para releer por enésima vez lo que tanto placer ocasiona. El asunto es que la novela ‘Cien años de soledad’ no decae porque ya sepamos de qué va, cómo avanza, cómo acaba o quién narra.
La felicidad que la frase y la trama de García Márquez procuran no se agota, si es que sabemos o queremos releer con mirada inocente y, a la vez, resabiada. ¿Es posible acometer una obra con esa mirada bifronte?
Mi experiencia me dice que sí.
Tengo ante mí las varias ediciones que conservo de ‘Cien años de soledad’. Cada edición corresponde, como mínimo, a una lectura de la obra. Eso significa que algunos de esos ejemplares los he leído un par de veces.
¿Qué recomiendo para leer o releer ‘Cien años de soledad’?
Hay una paradoja en lo que ahora voy a decir. De entrada, recomendaría prescindir de los numerosísimos textos filológicos e interpretativos que se suceden tras 1967, textos entre los que también se cuenta este modesto artículo.
Hay ya, desde hace tiempo, una gigantesca biblioteca explicativa y parasitaria que acompaña a este clásico de la literatura. Tanta hermenéutica e interpretaciones pueden amenazar o dañar el disfrute, la emoción y la experiencia personales.
Por eso, yo, en particular, me he planteado ahora la relectura de ‘Cien años de soledad’ (¿la séptima, la octava?) en estos términos: debe ganarme como en 1976, que fue cuando la descubrí.
¿Ocurre el prodigio? Inevitablemente, me repito. He releído la novela y he releído mis escritos sobre la novela. El resultado es este texto que es el mismo y que es otro.
El acto de leer es la acción de recrear algo que estaba inerte. Pero el acto de releer es la acción de reutilizar un texto sabido, conocido, con el fin paradójico de reproducir lo ya experimentado.
Digo paradójico porque esa reproducción no se da, no puede darse: a pesar de que el texto permanezca sin cambios aparentes, cada lector lo transforma cada vez que reanuda su lectura, cada vez que emprende su relectura.
Es en dicho instante cuando la obra cerrada, consumada y fija se abre a nuestra propia experiencia y es entonces cuando la cambiamos adaptándola a nuestra circunstancia de ese momento lector. De ahí la pregunta aparentemente banal.
La primera vez que disfruté ‘Cien años de soledad’, creí leer una novela; la octava vez que regreso a ella (porque es la octava vez) creo leer un cuento. Aunque esta percepción ya la tuve tiempo atrás. ¿Hay diferencias? ¿Son interpretaciones incompatibles?
En toda novela –una estructura verbal en prosa de una cierta extensión en la que se narran hechos ficticios que les ocurren a unos personajes inventados–, el lector se adentra en un mundo más o menos amplio y reconocible que funciona con una lógica interna, con una cronología específica, con un espacio delimitado.
Es un mundo en el que hay individuos a los que les pasan cosas y que nosotros vamos descubriendo según las revelaciones de un narrador o narradores que administran la información según cierto punto de vista.
En el cuento, el lector se adentra en un espacio imaginario del que tiene pocos datos, del que se le suministran escasas noticias, las suficientes –en todo caso– para comprender qué sucede y qué lección cabe extraer de la vicisitud narrada.
Según la tradición, las novelas se caracterizan por su densidad inagotable, por las numerosísimas informaciones que nos proporcionan, por los apuntes enciclopédicos que nos dan y que sirven para reconstruir ese mundo en el que nos aventuramos.
Lo que importa es la experiencia abundante de la que nos valemos y que reemplaza lo que de otro modo nosotros haríamos en el mundo real.
Según la tradición, del cuento son propios el fragmento, la escasez, la falta: como mucho, se nos proporcionan detalles de un todo mayor que ignoramos, de un espacio recortado en el que los personajes actúan sin que sepamos gran cosa de ellos.
Lo que importa en los relatos es la impresión, la consumación, la paradoja que son lección humana y que tomamos como enseñanza.
‘Cien años de soledad’ es una novela concebida como un cuento. O, en otros términos, es un relato que adquiere las dimensiones de una obra inacabable.
El propio título parece más bien un homenaje a los cuentos, a la tradición de ‘Las mil y una noches’ con narraciones encadenadas de personajes distintos, cada una de las cuales tiene su propia moraleja.
Pero, como en los relatos, de cada uno de esos actores o ejecutantes sabemos poco, lo suficiente para hacernos una idea cabal que vale para el caso y para el conjunto. Las vicisitudes de cada uno son cuento en el sentido de que nos ilustran con una narración moral.
Todos los personajes tienen un rasgo definitivo que se combina con otros distintivos también heredados: por tanto, no nos hace falta saber gran cosa de cada uno.
¿Por qué? Porque todos son, en el fondo, una repetición mejorada o agravada de otros individuos que los preceden, con características reconocibles y con nombres que, al reiterarse, facilitan expresamente la confusión y la fatalidad del tiempo y de la genética.
De hecho, en ‘Las mil y una noches’, el relato sucesivo es un intento de frenar la muerte, de impedir el avance de la cronología, de modo que el eterno retorno de lo mismo nos aleje de la consumación.
Una novela como ‘Cien años de soledad’, con numerosos personajes que repiten hasta la extenuación los nombres propios de una familia –los Buendía en Macondo–, provoca pronto el efecto de déjà-vu.
Me refiero a la sensación irreparable de que uno tras otro son los mismos o con leves variantes, la impresión de que estamos encadenados a la herencia genética y a la confusión cíclica.
El resultado, por tanto, es el de un círculo que no acaba de cerrarse, atrapados todos en una fatalidad que se cumple por encima de la voluntad y de la diferencia. La moraleja es el cierre de la determinación, el destino que nos sobreviene.
Todos los cuentos y todas las novelas de Gabriel García Márquez tienen ese rasgo como dato preferente: hay una amargura ante la evidencia de la repetición.
O, si se quiere ver de otro modo, hay la osadía, la temeridad de quien hace lo que quiere con gran libertad justamente porque sabe que, en todo caso, será corregido por el destino, por un hado que sólo vislumbra.
Los personajes se conocen en parte, saben cuáles son sus limitaciones, las repeticiones que reproducen de generaciones anteriores; saben que el orden es cíclico y que el mundo se reproduce cada vez.
Es por eso por lo que en ese orbe en chiquitito que es Macondo todo se inventa, se descubre, se ensaya, se prueba: desde el hielo hasta los imanes o el daguerrotipo.
Con Macondo, fundado en una ciénaga primordial, salvaje, primitiva, aun por urbanizar, uno tiene la impresión de que los hallazgos humanos, los adelantos, los logros, pero también los desastres, ocurren sin referencia alguna.
Ocurren como si sucedieran por vez primera: no hay conocimiento de lo que pasa más allá de la ciénaga y, por tanto, todo descubrimiento es una novedad verdaderamente fundadora, desde la alquimia hasta el ferrocarril.
Pero a la vez todo lo que pasa acaba por reiterarse al estar los personajes encerrados en esa fatalidad de repetición.
Por eso mismo, la cronología es deliberadamente confusa: con varias generaciones de Buendía que viven en Macondo, aunque a la vez con una cohabitación temporal de todos ellos.
Unos son centenarios (Úrsula, la gran matrona) y otros perviven más allá de su vida activa y de su celebridad (el coronel Aureliano Buendía), gozando de un tiempo que no se acaba o que, en todo caso, se acabará para todos igual, cuando Macondo desaparezca, cuando el relato cíclico se cierre.
Por eso, insisto, lo que se presenta como novela –género moderno que hace de la progresión su sentido– es en realidad una suma de destellos o fragmentos que remiten a una cronología redundante, un repertorio de cuentos unidos por la escritura cervantina de una historia que pasa.
Una historia que pasa porque alguien la escribe y la predice incluso con su prosa premonitoria: la del gitano Melquíades, ese personaje secundario de quien descubriremos sus dotes narrativas en unos pergaminos que habrán de ser descifrados.
Todo el cuento es eso, precisamente: “una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras”; o, mejor, “una realidad inmediata que entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su imaginación”.
El éxito de ‘Cien años de soledad’ se debe en parte a lo anterior, a esa fabulosa recreación del mundo gracias a la cual a los personajes se les hace pasar por las mismas etapas por las que ha pasado el género humano.
¿Marionetas, autómatas que obedecen al plan de un sumo hacedor (el narrador o, externamente, el escritor)?
Para algunos, esa impresión es el lastre de esta novela, dado que en el fondo los hilos de los personajes los movería un demiurgo que con su poder omnipotente y omnisciente convierte en moralmente irresponsables a los individuos.
En realidad, el sentido con que García Márquez escribe esta obra es la percepción que él parece tener de un mundo que funciona sin avances palpables, sin libertades reales.
Estaríamos condenados a repetir porque el destino nos impide ejercer esa ficción en la que queremos creer: la libertad, el último refugio de la fantasía humana lamentablemente desmentida por la obstinación de los hechos, de la genética y de la repetición.
La novela tiene, pues, un sentido primordial, y, en efecto, el narrador parece ser plenamente consciente de estar fundando el orden y la realidad, con la impresión de estar reiterando cada vez, en cada generación, lo que cada individuo o cada cohorte de individuos está condenado a emprender.
El mundo, efectivamente, lo recrea cada una de esas generaciones de emprendedores, de ingeniosos…, tanto que los individuos de esta novela viven desvinculados de lo ya inventado o descubierto o ensayado, atados a un destino que hace imposibles el progreso y la acumulación del ingenio.
Esto es algo que García Márquez comparte con William Faulkner, como tantas veces se ha dicho y él mismo ha reconocido.
Un mundo comunal, de vínculos primarios, agrario, cíclico, sometido a la lógica de la pertenencia; y a la vez un mundo trastornado por las novedades progresivas de la modernidad y de la urbe, por los adelantos confusos de la ciudad, pero también por las tentaciones con que los ociosos dilapidan su patrimonio.
Ab urbe condita, como decían los clásicos. En las primeras páginas de esta novela está todo en embrión, todo lo que después volverá suceder o se agravará.
En esos capítulos iniciales se narra, en efecto, la fundación de la ciudad, de Macondo; pero se cuenta también el origen de la dinastía, que se remonta a la Rioacha del siglo XVI, cuando los bisabuelos de José Arcadio Buendía y de Úrsula Iguarán se conocen.
Por tanto, muchos años después, cuando José Arcadio y Úrsula se casen, el temor de la boda entre primos estará presente: es el suyo un matrimonio en riesgo, temerosos ambos de tener hijos con cola de cerdo (tal como le había sucedido a un tío…).
Ese temor retrasará la consumación del matrimonio provocando habladurías sobre la impotencia del varón, pero sobre todo desatando una tragedia: José Arcadio matará a uno de los que se mofan.
Los Buendía-Iguarán abandonan Rioacha, el mundo propiamente urbano y de origen colonial, para regresar a la naturaleza, para adentrarse en la ciénaga. Es un avance, ¿hacia el Oeste? América es un espacio escaso de tiempo y, por ello, su recreación es en el fondo una creación.
Cuando surgen las primeras dificultades, el americano no debe acarrear un pasado de siglos: puede muy bien abandonar la ciudad y empezar de nuevo, fundando incluso otra población.
El mundo siempre puede comenzar allí, virginal, puro, aún incontaminado: un “mundo tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
Y, en efecto, comienza allí la historia de los hijos de los Buendía-Iguarán: la de José Arcadio, Aureliano, Amaranta, y con ella la vicisitud de las consortes, de los hijos, de las amantes, de los amigos y de los enemigos.
Es la historia mil veces contada y repetida de generación en generación, con una Úrsula que como matrona custodia la casa –primero de barro y cañabrava y luego de ladrillo– que es ese lugar originario al que todos regresan, esa residencia “hospitalaria y fresca”.
Como el Edén. En esos primeros capítulos, ya digo, está todo, todo lo que culturalmente nos ha preocupado a lo largo de los siglos y que García Márquez condensa en pocas páginas:
- Dios y su silencio.
- La fundación del mundo y el tabú del incesto.
- El homicidio original, y con él, el peso del linaje y de la tradición.
- La llegada de tantas y tantas novedades que no alteran el destino.
- El sexo furioso y el amor no siempre correspondido, folletinesco.
- El poder como disputa de suma cero, esa tensión entre la comunidad y el Estado.
- La violencia como partera de la historia, origen de una guerra inacabable.
- El apetito, la rapiña, el egoísmo, condenados al modo bíblico, con plagas.
- La soledad del ser humano, es decir, la muerte y la fantasía de la inmortalidad.
Los varones de la casa son de dos tipos: atolondrados y machotes, incluso monumentales, tipos viriles, expansivos, como José Arcadio. O retraídos pero batalladores, minuciosos, aunque casi siempre osados, lúcidos y a la vez delirantes, desastrosos, como el coronel Aureliano Buendía, responsable de numerosos alzamientos, de numerosas guerras civiles siempre perdidas.
Las mujeres de la familia también son de dos clases: pequeñas, fuertes y obstinadas, sensatas, clarividentes, tercas y fatalistas, como Úrsula Iguarán o como su hija Amaranta, que se pasó parte de la vida bordando una interminable mortaja. O, por el contrario, hermosísimas, dotadas de halo celestial, de un aura particular, herederas de una cualidad indiscernible que las hace reinas severas, como Fernanda o ángeles ingrávidos, como Remedios la bella.
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Ese íncipit es célebre, muy célebre, y con él el narrador introduce la cronología imprecisa, el destino de la muerte, la familia y las novedades ignotas que cambian aparentemente el curso de los acontecimientos…
Frente al pelotón del fusilamiento es una suerte de ritornelo que se repite a lo largo de las páginas sirviendo para puntuar una y otra vez los momentos que cíclicamente vuelven y que tanto se asemejan: es, desde luego, una alegoría de la muerte que a todos nos espera, la que a todos nos iguala, pero no cuando creemos que nos ha llegado, sino cuando el destino nos sorprende.
Arrojados, valientes, temerarios o atolondrados, todos moriremos, como el coronel Aureliano Buendía, aunque no fusilado, sino después de una larga agonía senil, retirado en su taller de orfebre, avenado, fabricando pescaditos de oro.
Mientras tanto, a Macondo llegarán, entre otros adelantos, el hielo, el daguerrotipo, la electricidad, el cine, el gramófono, el teléfono, todo lo que trastorna superficialmente, aquello que, sin embargo, no cambia la estructura profunda de las cosas.
Ni el hielo, ni el daguerrotipo, ni la electricidad, ni el cine, ni el gramófono, ni el teléfono nos evitarán ese tránsito, como tampoco impedirán la desaparición de Macondo, prevista, anticipada, como la de todos nosotros…
¿Pero qué hago? Estoy revelando cosas que quien lea puede descubrir o redescubrir. Estoy haciendo la hermenéutica modesta de una obra desmesurada, exagerada, con excesos que perdonamos al autor.
En García Márquez no hay término medio y, sin duda, esta novela está aquejada de un mal maravilloso: esta obra, como dijo algún analista, es estilísticamente inmoderada. Insisto: se lo disculpamos.
Me veo, pues, escribiendo un comentario humilde que jamás podrá evitar o completar la historia primordial y de García Márquez.
Lo mejor, sin duda, es que olvidemos las pistas que yo he dado, que abandonemos esta escritura menesterosa con que toscamente parafraseo y que nos deleitemos o nos recreemos en algo que conocemos o no.
Tal vez a dicha novela le sobren cien páginas de reiteración, por cada año que allí se cuenta en crónica fabulosa, pero garantizo que, al final, las disculparemos también. Y ahora volveré también sobre la serie, aunque sea para confirmar un egregio fracaso.
- ‘Cien años de soledad’: la historia fatal - 21 diciembre, 2024
- No hay historia sin público lector - 12 diciembre, 2024
- De ‘Alien’ a Ripley - 26 octubre, 2024