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‘Proust y las artes’
Museo Nacional Thyseen-Bornemisza
Paseo del Prado 8, Madrid
Hasta el 8 de junio de 2025
Si los americanos encontraban inspiración en París, un parisino –al menos, en verano– la busca en la costa. En busca del tiempo perdido, Marcel Proust se subía en el expreso de Cherbourg, en la estación de Saint-Lazare de París. Viajaba hasta Mézidon y allí cambiaba al Trouville Express, que paraba en cada pueblo y cada lugar vacacional de la costa. Esto le permitía disfrutar todos los matices del paisaje. El destino final, tras cinco horas y media de viaje, era el Grand Hôtel de Cabourg.
Este fue, durante siete años, el recorrido habitual de Proust. Se adentraba en un túnel del tiempo, en el recuerdo de veranos de juventud con su abuela y su madre. Trataba de paliar en otro clima sus graves problemas de asma y, sobre todo, buscaba tranquilidad para escribir su obra cumbre, en la que Cabourg toma el nombre de Balbec.

El Grand Hôtel Cabourg, con sus doscientas habitaciones y sus salones palaciegos, se abre a través de grandes ventanales a la avenida que bordea el mar. Más de dos kilómetros de largo tiene este paseo, uno de los más impresionantes de la costa francesa. Abrió sus puertas frente a las costas normandas en 1907, manteniendo su aire románico y su estilo de gran hotel de cinco estrellas. Era el lugar favorito de Proust para sus citas veraniegas en Cabourg y para sus horas de contemplación desde la ventana.
“Contemplaba con ávida curiosidad, a la luz del atardecer playero, cómo las relaciones sociales iban cambiando, seguía sus movimientos a través de las trasparecía de ese gran cristal de la bahía que almacena tal cantidad de luz”. Así describe Proust, en su obra ‘En busca del tiempo perdido’ (1913-1927), aquel ambiente de verano, ahora tamizado por el paso del tiempo.

A Marcel Proust le encantaba la teatralidad de la vida del hotel, con sus peculiares residentes y el batallón de sirvientes uniformados. Esplendido en sus propinas y seductor con sus miradas, era el rey del hotel. Disfrutaba con los pequeños favores recibidos y hacía amistad entre los miembros masculinos del servicio. Cuando se retiraba a su habitación, se procuraba la compañía de alguno de ellos para jugar a las damas, intercambiar cotilleos y entregarse, en ocasiones, a los placeres del amor gay.
Pero su principal actividad durante las tardes o las noches era escribir. Se encerraba en una habitación del último piso del hotel –la ya mítica 414–, equipada con una chimenea, y llenaba sus cuadernos de notas o dictaba a su secretario. Aprovechaba los veranos hasta el límite para crear nuevos textos o corregir pruebas. Cabourg y su Gran Hotel eran, pues, una fuente de inspiración y un lugar idóneo para escribir. Proust lo convertiría en su segunda casa.

“Vine aquí por primera vez en busca de lo desconocido. Ahora regreso por lo que me es reconocible. He venido en busca de una melancolía eterna…Y vuelvo en busca de la memoria de aquellas cenas tras las ventanas azules besadas por los rayos del sol en sus contraventanas. Vine en busca de una sociedad desconocida. Y ahora regreso sobre todo porque conozco a todo el mundo”.
Nuevas inspiraciones

Aquellos días y estas noches. Cabourg y su hotel no solo inspiraron a Proust. Tres noches y tres días de una pareja de enamorados en el Grand Hotel es el argumento de la novela de Raphaële de Billetdoux ‘Mes nuits sont plus belles que vos jours’ (‘Mis noches son más bellas que tus días’), galardonada con el Premio Renaudot 1985 y, posteriormente, llevada al cine.
Tambien los pintores conservaron estampas de la época, como es el caso de René François Xavier Pinet, que nos dejó un óleo de la playa de Cabourg, pintando entre 1913-1920. Y, también, retrató a un grupo de veraneantes en ‘El dique de Cabourg’, cuadro fechado en 1925. Ambos han sido incluidos en la muestra dedicada al escritor por el Museo Thyssen, en Madrid.
Cabourg se ha convertido en un lugar emblemático para la literatura francesa y universal. En un centro de peregrinación para quienes buscan recuperar, con Proust, una época, un tiempo ya perdido. Ese olor ambiental que penetra los salones del hotel conduce a degustar una magdalena proustiana que te devuelve a una época de sueños literarios y antiguos esplendores.
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