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‘Sorda’, de Eva Libertad
Reparto: Miriam Garlo, Álvaro Cervantes y Elena Irureta, entre otros
Fotografía: Gina Ferrer
Música: Aránzazu Calleja
99′, España, 2025
De un tiempo a esta parte, el cine español parece haberse especializado en una serie de películas que podríamos llamar con tema, con muy similares propuestas en el terreno de lo formal. Títulos como ‘20.000 especies de abejas’, de Estibaliz Urresola, ‘Un pequeño mundo’, de Laura Wandel, o ‘Mamífera’, de Liliana Torres, han pasado por las salas de cine con desigual fortuna.
La condición trans en la infancia, el maltrato entre la juventud contemporánea o las dificultades de la maternidad son asuntos que se ponen en el centro de este tipo de relatos. A esta lista habría que añadir ‘Sorda’, debut en la gran pantalla de la realizadora murciana Eva Libertad.
La cinta de Libertad nos presenta a Ángela, una mujer sorda que va a tener un bebé. A los problemas habituales relacionados con cualquier embarazo, se suman las dificultades propias de su condición de persona no oyente, sobre todo cuando llega el momento de dar a luz y Ángela se queda sola delante del equipo médico que va a tratarla. Pero el feliz desenlace del parto no parece aliviar sus problemas.
Será más tarde, tras el retorno a su casa, cuando se compliquen las cosas, según Ángela va percibiendo o siente que está siendo desplazada de la ecuación que forman Héctor, su pareja, y su hija, Lia. Y es que Ángela no se conforma con saber que la niña no ha heredado su sordera y podrá llevar una vida normal, como el resto de niños, sino que necesita integrarla a su mundo, a su propio lenguaje. No basta con que Lia aprenda a adaptarse al mundo que la rodea, es que necesita que esa normalidad la incluya a ella también.
Presentadas, de esta forma, las líneas generales por las que discurre esta producción, podemos llevarnos una idea engañosa. Y es que en ‘Sorda’, aun siguiendo una especie de hilo conductor que empuja la narración hacia adelante, tampoco sería correcto hablar de una trama al uso. En realidad, estamos ante una serie de situaciones que vendrían a servir de marco –epígrafes, podríamos decir– del conflicto sobre el que Eva Libertad quiere que pongamos nuestra atención.

No es que aquí no pasen cosas, es que esas cosas que les pasa a los personajes responden a la necesidad de la directora de enfrentar a los espectadores con una serie de cuestiones relacionadas no con un dilema planteado, sino sobre la condición de persona no oyente que presenta su protagonista.
Libertad no quiere contarnos una historia, quiere que escuchemos lo que tiene que decir, de ahí que la arquitectura de su película se haya construido de manera inversa: primero planteamos una serie de accidentes o confrontaciones y, luego, buscamos el elemento conductor. Esto hace que, siendo una película estimable, percibamos una especie de barrera entre la pantalla y la platea.
De esta forma, a los pocos minutos de metraje conocemos a los padres de Ángela, un matrimonio entrado en la tercera edad. Libertad necesita mostrarnos la distancia que existe entre ambas generaciones y, para ello, plantea una situación concreta.
Tras la noticia del embarazo, Ángela reúne a sus padres para anunciarles el futuro acontecimiento. Poco antes, surge en la conversación que mantienen entre ellos esa posibilidad, lo que provoca la reacción recelosa de la madre que parece despreciar la viabilidad de que Ángela tenga, al fin, su propia descendencia.
Pero, al revelarse la verdad, la respuesta de la futura abuela no será precisamente de alegría (pues ha sido pillada en falta), sino que mostrará un recelo aún mayor, una reacción no del todo bien justificada.
Lo que sucede es que Libertad no pone a unos personajes frente a un conflicto, sino que diseña el conflicto y luego hace que los personajes reaccionen de acuerdo con esa idea preconcebida que tiene de cómo es la realidad de una persona que sufre cierta minusvalía, si es que se puede hablar en esos términos, como si se hubiera informado previamente y hubiera trasladado, punto por punto, aquello que le han contado. El problema es que, de alguna forma, uno siente que es la propia Libertad la que, con su propuesta, muestra ciertos prejuicios hacia ese entorno que pretende retratar.
Algo parecido pasa con el personaje de Héctor, la pareja de Ángela. Desde el principio de la historia nos encontramos con un hombre que ha aceptado de buen grado su condición de persona no oyente. Incluso, ha aprendido el lenguaje de signos para entenderse con ella en sus mismos códigos.
Pero todo esto parece que no cuenta con la llegada de Lia. Ángela siente que Héctor se avergüenza de ella, especialmente cuando se relaciona con otros padres y madres con los que, a partir de ese momento, va a tener que convivir. Pero si bien la actitud de Héctor, algo esquiva, parece hacer gala de cierta suspicacia, tampoco resulta demasiado comprensible, dado el diseño previo de su carácter. Podemos entender que Héctor actúe de manera relativamente precavida con respecto a la integración de Lia en sociedad, pero tampoco resultan sostenibles los motivos de los reproches de Ángela.
Hacia sí misma, porque no parece muy creíble que un hombre que ha decidido compartir su vida con ella no tenga ya asumidas ciertas situaciones (algunas de las cuales la directora plantea como nuevas dentro de una relación que entendemos que es larga: la escena, verbigracia, en la que quedan a comer con unos amigos de él). Y, en el caso de Lia, porque siendo una niña que no padece problemas de sordera, tampoco será un obstáculo para su convivencia con el resto del mundo.

Eva Libertad nos plantea a un personaje enfrentado con un mundo que no la comprende y que, tras toda una vida luchando contra la discriminación, ahora vuelve a sentirse excluida. Pero esa exclusión no surge de los propios personajes ni las situaciones planteadas en la historia como causa de un conflicto, sino que estas están diseñadas para demostrarnos que el mundo es como la directora (y guionista) ha determinado.
A Libertad le interesa más mostrar que demostrar, podríamos decir, lo que resiente un trabajo, por otra parte, muy cuidadoso a nivel de dirección de arte y de fotografía (a cargo de Gina Ferrer, no por casualidad, encargada de la imagen en ‘20.000 especies de abejas’, antes mencionada).
En un momento dado, Libertad lleva a su personaje principal hacia terrenos ciertamente oscuros y parece sugerirnos si quizá fuera Ángela la que parece no asumir su propia condición. Y sin duda que esta dirección de la película hubiera sido mucho más interesante.
No es solo que Ángela se ve desplazada por su pareja y su hija, es que, de alguna manera, se siente cómoda en su propia posición de víctima frente a los demás, una identidad que se diluye en cuanto parece que es aceptada. Esto llevaría a la película por terrenos narrativamente menos cristalinos y dramáticamente más enriquecedores.

Pero si bien esta posibilidad queda sugerida, Libertad no parece apostar definitivamente por ello y deja a Ángela en un terreno confuso, en el que parece que quiere chapotear en ese lado más imprevisible de su carácter, pero sin llegar a sumergirse en ello en profundidad.
Esa ambigüedad o resistencia a entrar en espacios de sombras se traslada, también, a ciertas decisiones formales. Es así como descubrimos que, al menos en la versión que este cronista tuvo oportunidad de ver, todas las conversaciones que los personajes mantienen en la película están subtituladas.
Esto puede responder a dos razones. La primera es que Libertad y el equipo de producción hayan pretendido que la película sea comprensible, tanto para los espectadores oyentes como para los no oyentes (de ahí que las conversaciones que no se desarrollan en el lenguaje de signos también estén subtituladas).
Pero uno, como espectador oyente, no deja de preguntarse el porqué de esta estrategia. Al añadir los subtítulos, Libertad introduce un elemento ciertamente extraño en la imagen, un objeto que no es propio del relato, sino una incrustación gráfica –necesaria para comprender lo que se dicen los personajes–, si bien estética, formalmente ajena a la película como narración realista. Es necesario y, al mismo tiempo, es una imposición artificial.
Quizá habría sido más interesante, y mucho más complejo, no subtitular los diálogos realizados con lenguaje de signos, lo que habría requerido de un juego entre lo comprendido y lo que ignora el espectador bastante más difícil, un diálogo entre sonidos y silencios o ausencias de voces explicativas que habría sido un reto para todos, el público y la propia guionista, que, así, se habría amputado un elemento de apoyo para construir la historia. En lugar de eso, Libertad se allana el camino con la inclusión de dichos textos.
‘Sorda’ nos ofrece, sin embargo, sus mejores momentos cuando al fin se decide a entrar en el mundo subjetivo de su protagonista. Durante buena parte de la historia, la madre de Ángela insiste en que su hija se coloque unos audífonos para poder escuchar el mundo que la rodea. Pero, para ella, esos aparatos suponen, de manera metafórica, la barrera entre la concepción que ella tiene de sí misma y como la ven las demás, es decir, como alguien discapacitado.
En un momento dado, Ángela, sin embargo, accede. Es entonces cuando entramos en un espacio de chasquidos disonantes y chirridos rotos, puro ruido. Lo subjetivo se vuelve objetivo y, de alguna manera, surge la magia del cine, pues solo el espacio de la sala nos puede ofrecer esa experiencia que nos propone la directora. Es entonces cuando nos ponemos por primera vez en la piel o, como en este caso, en los oídos de Ángela, y comprendemos.
‘Sorda’ se inscribe en un grupo concreto de películas que aspira a hacernos cómplices o despertar nuestra conciencia sobre ciertas cuestiones relacionadas con cualquier tipo de discriminación. El problema es que, quizá, sus muñidores presuponen con frecuencia que se dirigen a una sociedad que está, por principio, completamente anestesiada ante estas situaciones.
Y no será este cronista quien niegue que, con más frecuencia de lo que desearíamos, esta sociedad demuestra muy poca empatía con aquellas personas que no cumplen con ciertos estándares. Pero también ocurre que denunciar un problema no hace necesariamente una buena película si no supone un desafío para el espectador.
Y en la película de Eva Libertad, como en tanto cine patrio contemporáneo, este espectador queda solo como un convidado de piedra frente al mensaje. Un espectador que no descubre nada, pues todo le viene dado para que no se desvíe de un determinado camino.
No nos es complicado suponer que este tipo de películas encuentra fácilmente financiación, pero también es dudoso que perduren mucho tiempo en nuestra memoria. Cine política y formalmente correcto que no afrenta a nadie, ni éticamente ni como experiencia estética, narrativa o como meras historias.
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