El universo pictórico de Miguel García Cano
Si analizamos la realidad bajo el prisma de la unicidad básica del mundo, si aceptamos que tanto lo cósmico y lo grandioso como lo cotidiano y lo pequeño se han modelado en la misma fragua, si entendemos que la misma lógica y las mismas reglas sirven para hablar de asteroides que de patatas, ya tendremos abierta una puerta esencial para penetrar en el universo pictórico de Miguel García Cano, cordobés afincado en Valencia, donde prosigue con indudable tesón una indagación personal al margen de cualquier capilla o escuela, un camino solitario y displicente, por el que camina él solo, por el que a veces se pierde, y por el que, de tarde en tarde, alcanza hallazgos que se parecen mucho a la verdad del arte.
Miguel García Cano ha llegado a sus patatas cósmicas por exigencias de su propio instinto, incluso traicionando las demandas de su racionalidad pictórica y tomando una carretera secundaria por la que nunca tuvo la intención de transitar. Aquellos vibrantes pimientos, las sugerentes berenjenas y aun las tristes cebollas que, como «cuadros menores», y a veces puramente «comerciales», acompañaban los grandes lienzos de sus ambiciosas exposiciones, fueron adquiriendo, a su pesar y como sin querer, empotrados en aquellos fondos negros y zurbarianos, la fuerza de auténticas presencias telúricas, imposibles de ignorar.
Un tomate o una granada podían alcanzar una luz del fin del mundo, sin perder su textura comestible y un punto de ironía. Sí, porque en esta pintura, que excluye a los humanos, son los vegetales los que nos observan, a veces con ironía y a veces casi con ternura, con una discreta compasión. Sin pertenecer a la categoría pictórica de las «naturalezas muertas», yo diría que nadie siente frente a esas frutas y hortalizas la tentación de comérselas; como si uno intuyera, no que sean venenosas, sino que tienen un alma mineral y también un alma espiritual que no nos van a facilitar la digestión.
Las patatas de Miguel García Cano vuelan en el espacio sideral porque allí es donde está el ámbito en que su ser se muestra en su verdadera plenitud. Fuera de su contexto práctico (ya sea comercial, ya sea culinario, incluso fuera de su contexto agrícola), las patatas reivindican su condición de objetos únicos, radicales, indiferentes hacia nuestra cotidianidad. De tal forma se alejan de ese prisma práctico, que más parecen en efecto asteroides perdidos en la oscuridad primordial del universo. Rocas volantes surcando un vacío ilimitado sin destino ni dirección.
Cuando las cosas abandonan los planos más usuales de la realidad y buscan su esencialidad, aparece no solo su vertiente más ignorada sino también su vínculo con la totalidad. Es entonces cuando el macrocosmos (y su lejanía y dimensión terroríficas) se acerca al microcosmos (tan palpable en su accesibilidad) y podemos, por un instante, por un simple instante, acceder al secreto más profundo del universo. La radical unidad de todo lo que hay.
Pero también hay otra dura lección. Nuestra antropología lo ha reducido todo a la medida de nuestra arbitraria condición. En la enciclopedia del saber no hay ninguna entrada que remita a las patatas cósmicas de García Cano. Ni puede haberla. Allí está solo lo que dominamos, clasificamos, utilizamos, definimos y arbitramos. La kantiana «cosa en sí» ha sido abolida, pues no sirve a nuestros propósitos de dominio. Por eso la mirada de García Cano es tan extraña y singular: la indiferencia con que esa patata estalar se aleja en el espacio infinito no nos permite pensar ni en la tortilla de patatas ni en el hervido. Algo está fuera de lugar. Algo ha abandonado su casillero habitual. La patata ha entrado en otra dimensión. Una dimensión que nos habla de que las cosas viven y son al margen de nuestra condición. Que las cosas aspiran a una cierta totalidad. A su fusión con el universo. Que reivindican su condición de misterio y revelación. Exigen, y a veces claman, su propia metafísica. A través de ellas también se manifiesta la oculta esencia del mundo.
Al fusionar micro y macrocosmos, Miguel García Cano emprende un viaje singular. Se aleja aún más de las especies pictóricas a la moda y busca refugio en la esencia de la pintura. Un viaje en el que no encontrará ni acompañantes ni consuelo. Tampoco nosotros podemos hallarlo al ver esas patatas alejarse y perderse en la infinitud del espacio. Buscando no la lejanía, sino la plenitud de su ser. Y entonces sospechamos, con recelo, que nos vamos a quedar sin cenar.
Manuel Turégano, escritor y editor de Contrabando
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