#MAKMAAudiovisual
‘Paterson’, de Jim Jarmusch
Con Adam Driver, Golshifteh Farahani y Sterling Jerins, entro otros
113′, Estados Unidos, 2016
Atendiendo a un devenir cinematográfico tan hiperbólicamente subjetivo como el que porta el talludo y elevado Jim Jarmusch, no debe desatenderse ápice alguno de aquellos elementos/destellos que conforman el desarrollo no solo de su formación como cineasta, sino de su ubicación en el mapa de los confesos diletantes.
Desde las pioneras e industriales tierras de Ohio hasta la Universidad de Columbia en el Alto Manhattan –”In lumine tuo videbimus lumen”–, se cubren apenas 700 kilómetros y veinte años de errática evolución académica en la biografía de Jarmusch, cuyas inquietudes primigenias desembocan en su constitución como poeta novel, coeditor de la revista literaria The Columbia Review y avezado alumno de Kenneth Koch, quien, junto a otros coetáneos vates como Frank O’Hara, John Ashbery y Ron Padgett, formaría parte de la nómina de miembros disolutos de la denominada Escuela de Nueva York.
Una insurrecta y antiacademicista propalación de un nuevo horizonte poético, de ineludibles imbricaciones (a mi juicio, más geográficas y cronológicas que proposicionales) con los iconos del expresionismos abstracto –Pollock, Kline, De Kooning y compañía– durante la década de los 50 del siglo pasado.
De este modo, ‘Paterson‘ –duodécima película del director, amén de sus dos incursiones en el género documental– no podría concebirse sin tales antecedentes en la heterodoxa instrucción de Jarmusch, en tanto que el filme responde a aquellos influjos y concluye erigido en una proposición poética, de 113 minutos, en la que morfología y sintaxis audiovisual propician el objeto semántico.
Si la Escuela de Nueva York se desabrigaba de ortodoxias y temáticas formales –propias de la literatura anglosajona hasta mediados del siglo XX– y focalizaba su atención en nuevos referentes, adheridos estos a la cotidianidad como vehículo de información desestructurante de la existencia urbana, Jarmusch consuma con ‘Paterson’ una contumaz (y anestésica) elevación contemporánea de tales planteamientos estructurales, hallando en la sobria reiteración –con progresivas y comedidas variaciones– un lúcido y personalísimo modo de propiciar una lírica de lo cotidiano.
No por insospechables motivos, ‘Paterson’ germina en ciudad y protagonista homónimos y ramifica su discurso en base a sucesivas secuencias, en apariencia, pleonásticas. Para profundizar en los libérrimos dictados de Kenneth Koch, O’Hara y compañía y, por ende, en el aprendizaje discipular y poético de Jarmusch, se antoja indispensable recurrir a la figura del escritor neojerseíta William Carlos Williams, arbotante del filme y oportunamente referido en una de las escenas que conforman el decisivo epílogo de la película.
Celebrado autor del imagismo norteamericano, la obra poética de Carlos Williams viene a situarse como paradigma de experimentación, implementando el verso escalonado o el pie variable, en obsesiva búsqueda por capturar formalmente el ritmo y la prosodia del lenguaje norteamericano.
Así lo rubrica en los cinco volúmenes de su monumental poemario, ‘Paterson’, un compendio de estilos y géneros prácticos, sirviéndose del collage, las misivas personales, entrevistas y textos en prosa para capturar el acento diacrónico de la ciudad y de sus habitantes. Un tipo de gravedad asentada sobre el proceso mismo de la creación que, igualmente, se posibilita en la película de Jim Jarmusch.
Tal vez, para un espectador/lector hispanohablante será tarea casi infructuosa e insípida aproximarse a la traducción de los elementos estilísticos que constituyen la literal prosodia poética de ‘Paterson’.
Por ello, conviene dejarse inocular por el narcotizante sístole de imágenes y acontecimientos o escuchar los inconclusos versos, leídos en voice over al ritmo del proceso por Adam Driver –y escritos por el referido Ron Padgett–, quien encarna al personaje de Paterson, cuya ciudad principia y termina siendo epónima del protagonista y territorio para extraer la belleza mínima que mora en el universo de lo consuetudinario, situando a los personajes y al resto de elementos de este particular microcosmos como significantes últimos de la razón poética que habita, definitivamente, en la forma.
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