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‘El crack Cero’, de José Luis Garci
Con Carlos Santos, Miguel Ángel Muñoz y Luisa Gavasa
122′, España | Nickel Odeon Dos, 2019
“El escritor realista habla de un mundo
(‘El simple arte de matar‘, de Raymond Chandler)
en el cual los gánsters pueden gobernar las naciones
y casi gobiernan las ciudades…
donde nadie puede parar en una calle sombría,
porque la ley y el orden son temas de conversación,
pero se evita cuidadosamente hacerlos respetar…
Es un mundo que no huele muy bien,
pero es el mundo en que vivimos»
Un hediondo sótano al que Chandler desciende con voluntad etopéyica para analizar el género y sus túrbidos aromas, porque deba ser la ciudad la que ofrece, ineludible, las pútridas bajantes hacia las alcantarillas del mundo. Un orbe lóbrego y negro, una metrópoli confusa y negra. Un mundo noir, una ciudad noir.
Alojadas en el acervo literario y fílmico, las calles/meandros del Pacífico esconden sucesos y miradas crepusculares sobre la bruma falconiforme y maltesa de San Francisco (Dashiell Hammet & John Huston) o la perdición (James M. Cain & Raymond Chandler & Billy Wilder), onírica y sempiterna (Raymond Chandler & Howard Hawks), del tórrido lupanar de Los Ángeles.
Un modo de aventurarse por la vesania citadina, melanítica y existencial, al uliginoso abrigo de tumorosas costuras, nihilistas y extrínsecas, con las que hidratar, por estos predios, la urbe de secano, árida, desventurada y castiza, de la capital, que huele a gambas a la gabardina y sabe a churros y chinchón. Un Madrí de ateneos y pulmonías, en el que los crímenes uniforman las casas de lenocinio, con su pasión cobriza de ceniceros, adulterio y baquelita. Madrid diurno y gélido; Madrid nocturno, febril e incandescente; Madrid noir.
Y uno rinde, así, tributo lírico (venial apropiación) a la pertinente y lúcida estampilla –’Madrid Noir’– con la que el escritor Javier Valenzuela hubo significado su más reciente novela, ‘Pólvora, tabaco y cuero’ (Huso, 2019), para recorrer, con voluptuosa fruición, los sumideros de nicotina, brandi y alcanfor que revelan, como una radiografía, la naturaleza, obscura y excelsa, que habita en el horizonte estético y matritense imaginado por José Luis Garci; un intermitente e imprescindible cineasta al que se la ha reproducido una virtuosa erupción de pesadumbre, luces de neón y escepticismo en forma de trilogía urbana, infausta y renegrida.
Porque palpita en la mirada de Areta (Landa/Santos, Santos/Landa) la aflicción de un tiempo agotado e irresoluto, desnortado por las cloacas de la certidumbre; esa que a los tipos con “cara de daguerrotipo” les hace arrastrar consigo un perfume de derrota que expurgar en los extintos cines de Gran Vía, frente a los cuadriláteros de Santa Eugenia o sobre el tapete de los billares de Vallecas, haciendo “la carrera del señorito” al mus junto esos camaradas que le auxilian a uno a desplumarse de tanto dinero sucio.
Y parece natural regresar, en blanco y negro, al interior de los galpones, archivos y bibliotecas, a los salones y güisqui de los barrios altos, a las cabinas de fichas y a los transistores –aquellos que destilan la prosodia en las ondas de José María García (quizás, siempre, tras un partido del Sporting) o la insigne defunción de Cerillita Bahamonde–, anunciando un tiempo nuevo sobre el doméstico camastro de las transiciones. Un blanco y negro sustentado emocionalmente por la partitura al piano y saxo, cálida, nostálgica, asfáltica y omnipresente, de Glück.
Porque palpita en la mirada de Garci la necesidad de guarecerse de la intempestiva primavera del siglo XXI, templado al calor de lámparas de mesa, de luces convalecientes, junto a las que exhalar de los alveolos el tabaco negro de las fatalidades o el rubio de las madrugadas insomnes.
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