#MAKMAOpinión | Nuestra pandemia se atajó antes aquí, en Tánger
Nuestra pandemia se atajó antes aquí, en Tánger, porque Marruecos no se puede permitir el desembarco del coronavirus. Sin seguridad social ni verdadera estructura sanitaria, se enfrentaría a que su población, más joven que la europea, también más desabastecida, se viera diezmada en semanas.
Tiempo antes del cierre del fronteras, en el puerto y aeropuerto, ya tomaban la temperatura, todo muy discreto pero en aumento, según crecían los afectados en el mundo y en Europa se pasaba de la amenaza. Los locos, que huelen las tormentas de lejos, señalaban a Cabal, mi perro, y mascullaban: “Maladie”.
Íbamos de viaje a las Azores, entonces se cerró el país. De un día para otro, echaron a los hombres de los cafés, clausuraron las mezquitas y restaurantes. Eso resultó lo más efectivo; en un país donde gran parte la población masculina se dedica a vagabundear, sin rumbo fijo ni rutina, era la mejor manera de frenar la expansión de la epidemia. Las mujeres siguieron trabajando, por supuesto.
Después le llegó el turno a colegios, institutos y hoteles, las farmacias pusieron barreras con los clientes, lo mismo que los puestos del mercado. Se agotaron la harina, el concentrado de tomate, la henna para el pelo. El marroquí se adapta a los imprevistos, curtido en el “todo está escrito” y en la voluntad de Alá. No tienen miedo porque nada se puede hacer, en su opinión, ante los inescrutables designios divinos, mas piensan que pueden ser favoritos, no en vano viven en una sociedad teocrática alimentada en el paternalismo, luego respetan a la policía y el Gobierno.
Los geles y las mascarillas y los plásticos aparecieron poco a poco; las mascarillas son, en su mayoría, de las malas y siempre están agotadas en las farmacias (con precios de hasta 150 dírhams, 15 € nada menos). Veía a mi portero, muy religioso –con golosa afición por los muchachos a quienes encula en el rellano de la escalera, entre genuflexiones–, apartarse de mi perro y tocar las cosas, para no contagiarse del bicho, con un pañuelo lleno de mocos.
El toque de queda se estableció a las seis. Al principio, los fundamentalistas favorecieron marchas nocturnas y caceroladas; no duraron mucho ni levantaron polvareda alguna. Los almuédanos, en cambio, mantuvieron sus cantos, inalterables, según corresponde a los obreros del paraíso. Cabal, sentado en la ventana, como un gato, erizaba el espinazo, pues la naturaleza teme el vacío. Sin embargo, los felinos ocuparon más aún las calles con su calma y dulce silencio. El día les pertenece, la noche la pueblan los perros que aúllan a su soledad y discuten en el cementerio, entre tumbas florecidas de lirios en la solitaria primavera.
Tánger aguarda el fin de la era vírica, como todos. Ramadán se echará encima y la mala leche que se adueña de tanto practicante hará mella en los súbditos de la ciudad blanca, en su largo camino hacia una ciudadanía plena de derechos, en la cual alhamdulillah e inshallah no valgan lo mismo para un roto que para un descosido. Aquí se prefiere la espera a la acción: cuando algo se cae, nadie lo recoge, pues es la voluntad del señor y nunca hay prisa para solucionar nada, pues nada se puede cambiar. Sin embargo, quienes mandan tomaron antes las medidas y, aunque nunca se sepa la verdad a ciencia cierta, en la patria del rumor estamos, de momento, más seguros que en la vieja y trastornada Europa, ese continente que aprovecha cualquier circunstancia para la guerra silenciosa o sangrienta, y los cortes de mangas burocráticos de unos países a otros.
De los pobres a los ricos, de los que viven en su grandeur sin reconocer un fallo. Todo está vacío en las calles del mundo. Aquí, los locos lanzan sus profecías y recogen el pan del suelo, meado por las bestias, en una suerte de apocalipsis.
Que no sea el fin de la humanidad, sino la toma de conciencia de que solos nos consumiremos; debemos contar con el otro para que el miedo no inunde las calles mientras las casas se preñan de incertidumbre y de la locura que acecha a los prisioneros, atrapados en sus madrigueras para frenar esta epidemia que empezó en un mercado de Wuhan –cuya paciente cero quizás fue una vendedora de camarones–, y que partió de la avidez humana, capaz de no escuchar al primer especialista que advirtió de la amenaza, de emprender absurdos recortes sanitarios, de agrupar a sus viejos cual soluciones finales aunque sin dejar de mamar de sus pensiones, de asesinar pangolines, mágica criatura de la diversidad; de olvidar, en definitiva, nuestra condición de organismos sujetos a la mortalidad, que ahora golpea a la especie humana por no respetar los límites.
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