¿Merece la pena tener alma? Por Gregorio Luri
Conferencia Zoom
Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno
Jueves 30 de abril de 2020
Gregorio Luri, autor entre otros de El proceso a Sócrates, La escuela contra el mundo o La imaginación conservadora, aprovechó estos días de cuarentena, de la mano de la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno, para hablar sobre el alma. Un tema nunca mejor traído que ahora cuando, al hilo de la metáfora platónica del cuerpo como cárcel del alma, estamos sintiendo el encierro como prisión no sabemos si para el espíritu aludido o para ese cuerpo que, en los tiempos que corren, apenas se detiene a pensar acerca de esa extraña instancia interior de la que habla Luri. Lo hizo lógicamente online, arrancando con esta insoslayable cuestión.
“¿No es asombroso que en medio de una pandemia de coronavirus nos juntemos aunque sea virtualmente alrededor de 500 personas para hablar del alma? A algunos esto les parecerá sin duda una excentricidad propia de anticuarios. Intentaré forzarme por demostrarles que no les falta razón, ya que quienes nos negamos a ocultar nuestra alma tras el sujeto, el yo o el cerebro somos una panda de descontemporáneos, pero orgullosos porque creemos que nadie que pretenda mirarse a sí mismo sin vergüenza ni temor puede prescindir de su alma”.
Luri comenzó por citar las tres características morfológicas específicas que, a su juicio, definen a los seres humanos y que nos permiten entender por qué no hay sustituto para la relación cara a cara. “Primera: somos los únicos seres vivos a los que se les enrojecen las mejillas. Segunda: no poseemos un dominio tan completo de nosotros mismos como para permitirnos fingir algo tan elemental como una sonrisa sincera. Y tercera: nuestra mirada siempre nos delata, porque la esclerótica blanca alrededor de la córnea le permite al otro seguir la dirección de nuestros ojos y saber si le prestamos atención”.
De ahí que dijera que cuando hablamos cara a cara “nos estamos exponiendo, porque nuestro rostro, a diferencia de nuestras palabras, dice siempre la verdad sobre nosotros mismos”. Y expresó, por ello, que había “razones de peso para querer alejarnos de los caraduras, de los caras de cemento, de los caras de póker, de los descarados, de los que tienen dos caras, y preferir a los que van a cara descubierta, porque solo estos asumen el riesgo de que se les caiga la cara de vergüenza. Y no es un riesgo menor”.
Luri, que prefiere la pedagogía a la pedantería, se preguntó a continuación por lo que significa sentir vergüenza. “Nuestras mejillas es el lugar donde nuestra alma se asoma con más claridad a los ojos del otro. Pues bien: sentimos vergüenza cuando descubrimos que estamos por debajo de nuestras posibilidades, mientras que nos sentimos orgullosos cuando percibimos que estamos a la altura de nuestras posibilidades más altas”. La vergüenza sería, por tanto, “el reconocimiento de nuestra responsabilidad en la contaminación de algo bello”, que Platón, dijo, coloca del lado de lo justo, de la armonía o la mesura. Y añadió: “Ninguna cultura ha pretendido nunca dignificar la envidia, porque disgrega, enfrenta, corrompe. Por eso el pulso moral de una sociedad se mide por la altura de sus ejemplos de verticalidad anímica”.
Y fue entonces cuando Gregorio Luri echó mano de algunos de esos ejemplos, empezando por el que tuvo lugar durante las Cortes de Cádiz, cuando los ciegos de esta ciudad recitaban por calles y plazas romances ensalzando las victorias militares españolas en la Guerra de la Independencia. “Juan Nicasio Gallego, uno de los diputados, le preguntó a uno de estos ciegos: ¿Es que los franceses no tienen victorias? Y el ciego, dando una lección de filosofía política, contestó: Sí señor, pero las cantan los ciegos de Francia”. De ahí que Luri se preguntara: “¿Si no cantamos nosotros nuestras hazañas, quién nos las cantará? Pobre pueblo el que necesita héroes, clamaba Bertolt Brecht, sin darse cuenta que el más pobre de los pueblos es el que ni tiene héroes, ni los echa en falta”.
Luego, el autor de El valor del esfuerzo, se centró en la controversia de Valladolid acaecida en 1550-51, “donde el humanismo saltó de los libros a la política efectiva, a los hechos, al hombre de la calle”. Lo que sucedió en Valladolid, dijo, no fue una excepción en la España del siglo XVI, explicándola acto después: “Lo que allí ocurrió fue que el emperador Carlos I hace algo sorprendente, inédito hasta entonces e irrepetible después”, como fue “el reconocer que no puede gobernar si no le asisten razones, y que esta razón tiene más autoridad que sus ejércitos. No ha habido en la historia otro gesto que desautorice con más fuerza a Maquiavelo”.
Carlos I, según Luri, lo que hizo fue mandar “explícitamente detener todas las guerras en América para someter su autoridad imperial al arbitrio de la razón y, para que ésta se muestre libremente, convoca a Bartolomé de las Casas y a Juan Ginés de Sepúlveda en Valladolid pidiéndoles que le ofrezcan razones para decidir si era justo hacer la guerra a los indios de América y aclarar qué riesgos había”, y aquí citó literalmente, “para las personas de los indios y para la conciencia del rey”.
“Se me podrá decir con razón que la conquista, a pesar de las leyes de indias no siempre estuvo a la altura de este gesto, pero lo que importa es que el gesto está ahí. La conclusión es obvia: si nuestra historia nos proporciona ejemplos de esta altura y nosotros no se los transmitimos a las nuevas generaciones, es que no acabamos de entender que toda institución es una institución moral y que si no se orienta por lo más alto, se orienta entonces por lo menos alto”, resaltó.
Lo que pretendía con este ejemplo era, según sus palabras, “el de iluminar racionalmente la cuestión del alma”, agregando después: “Si disponemos de ejemplos que nos enseñan a volar alto, por qué andamos tan pendientes del vuelo de las gallinas y no del de las águilas. El criterio que hemos buscado en los últimos años para evaluarnos no es el de los ejemplos más altos, sino un criterio horizontal. Lo importante, al parecer, no es que seamos racionales, porque eso crea diferencias, sino sensibles, capaces de sufrir, que eso nos iguala”.
El resultado a su juicio es que “el animal político y los ejemplos que tiraban de él hacia lo alto, está siendo sustituido por el animal terapéutico y los ejemplos que lo igualan. Lo que nos preocupa cada vez con más intensidad no es la aspiración a la vida buena, sino la vida indolente. Vivimos por primera vez en la historia en una singular satisfacción masoquista de nuestra fragilidad, que nos autoriza a creer que para adquirir protagonismo políticamente los demás no han de tener en cuenta nuestras virtudes, sino nuestras heridas”.
Por alma Luri entiende “aquella instancia en la cual lo mejor que podemos llegar a ser se dirige a la inercia de lo que somos”. Tener alma, continuó diciendo, “es disponer de una interioridad en la cual algo alto nos reclama, mientras la inercia de algo bajo nos retiene”. Y concluyó: “Allá quien quiera reducir su pensamiento a neuronas y su cuerpo a física y química, pero permítanme animarles a aspirar a ser portadores de una dignidad que se muestra en la posibilidad de trascenderse a sí mismos guiados por la elección de lo más alto”.
Salva Torres
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