‘Lee Krasner. Color vivo’
Exposición organizada por Barbican Centre (Londres), en colaboración con el Museo Guggenheim Bilbao, con el apoyo de la Terra Foundation for American Art
Comisarias: Eleanor Nairne y Lucía Agirre
Museo Guggenheim Bilbao
Abandoibarra Etorbidea 2, Bilbao
Hasta el 10 de enero de 2021
Nos hallamos en el Londres de 1965. En plena efervescencia cultural, la pintora expresionista americana Lee Krasner expone, a sus 37 años, en la prestigiosa galería Whitechapel. Acaba de superar una etapa sombría que la ha mantenido alejada de la primera línea.
Los visitantes de la exposición leen en el folleto introductorio las rotundas palabras del crítico de arte B.H Friedman, que la presenta: “Hay que señalar que Krasner es una mujer en un campo que apenas tolera su género, que utiliza calificativos como ‘mujeres pintoras’ de forma peyorativa y condescendiente. Lee Krasner quiere ser juzgada –o, mejor dicho, experimentada– como pintora. Incluso puede ser, consciente o inconscientemente, que por este motivo haya tomado el nombre ambiguo de Lee».
En los sesenta, el Olimpo de los dioses del arte abstracto solo incluía a una mujer: ella, Lee Krasner. Si no fuera por su tozudez y por una mirada incuestionable que la empujó hasta abrirse paso entre los juiciosos parisinos de la avant garde, probablemente ninguna más habría sido aceptada. Incluso a día de hoy, el prestigioso MoMA neoyorkino solo ha albergado cuatro muestras conmemorativas protagonizadas por pintoras. Fue Krasner la primera en abrir la veda. Su ‘A retrospective’ se inauguró en 1984, el mismo año de su muerte.
Desde entonces, los intentos por recuperar su nombre con mayúsculas han sabido a poco. Ella lo reivindicó con fuerza, especialmente durante esas etapas de la vida en las que somos más valientes, o bien en las que queremos tachar de nuestra lista todo lo que no hemos hecho. Con menor intensidad, sin embargo, en las fases de la vida en las que, en aquellos años treinta, se suponía que una mujer debía asentarse y relegar sus inquietudes y pasiones, al menos las profesionales.
Aunque nunca se despojó artísticamente de su apellido de soltera, llegó a olvidarse de la predilección que sentía por su expresionismo de vanguardia la American Abstract Artist Association o la Federal Art Project, que ella misma llegó a liderar. Su absorbente matrimonio le borró toda certeza de que nadie mezclaba los colores como ella.
Hija de inmigrantes ruso-judíos, fue la primera de su familia que nace en América, concretamente en el ecléctico barrio de Brooklyn. Sus padres, devotos ortodoxos y sin ningún interés en el arte, decidieron llamarla Lena (vigor, en hebreo) y quizás fuera, precisamente, ese ímpetu el que la llevó a cambiar su nombre por otro más inusual, más andrógino: Lee.En la adolescencia estaba firmemente decidida a ingresar en el instituto Washington Irving High, pues era la única escuela pública que ofrecía un curso de arte para chicas. Lee lo consiguió.
A pesar de que las academias de dibujo solo enfocaban a sus alumnas hacia la ilustración de moda para catálogos y revistas como Vogue o Harper’s Bazaar, esa imposición limitante no era a lo que ella aspiraba. Su propósito era ser pintora; más concretamente, quería ser una pintora moderna. Alguien cuyo estilo pudiera convivir en el territorio abierto por Paul Cézanne, Henri Matisse y otros vanguardistas cuyas obras se exhibían en las galerías y museos de Manhattan. Algo que en la América de Hoover no daba de comer, por lo que malvivió en un pequeño apartamento en Greenwich, mientras hacía malabarismos para compaginar trabajos de camarera con sus clases como profesora de arte, algo que detestaba.
Krasner era un torrente y creía en el arte como una expresión del yo interior. Es por esa evolución constante por la que la artista pintaba en ciclos y le costaba encasillarse en estilos artísticos concretos. Su objetivo era que el arte fluyera como una expresión más de sí misma y de su momento vital, algo que no jugó a su favor en una época donde los manifiestos y las exposiciones grupales estaban a la orden del día.
Le gustaba pintar con falda corta, zapatillas de ballet o tacones Ferragamo. Tenía una seguridad volcánica como pintora, se veía a sí misma como una igual a los hombres, y aunque era consciente de que tenía que vivir bajo sus normas, haría de ellas su aliada. Si su trabajo no despertaba la misma atención que el de sus compañeros, no importaba, ella seguiría pintando y buscando el hueco por el que poder filtrarse.
Bebió de los colores de Piet Mondrian: rojos, amarillos y azules brillantes, con influencias de Miró y Monet, y las puso en marcha en espacios más amplios que cualquiera de ellos con creaciones de sensación panorámica. Sus secuencias de pinturas legibles como flores y jarrones, tazas y botellas, caracterizaron su faceta más cubista.
Su fascinación por el modernismo la condujo a Hans Hofmann, el artista y profesor alemán que se codeaba con Picasso y Matisse en París, y que había establecido en Nueva York la escuela de vanguardia Art Student League. De él recibió el alago que nunca olvidaría:“¡Esto es tan bueno que no sabrías que fue pintado por una mujer!”.
Mientras ganaba reconocimiento y respeto en la escena artística de Nueva York, seguía denunciando la discriminación que reinaba en un sistema que favorecía a los hombres. Por ello, frecuentemente, fue eclipsada por artistas masculinos, a pesar de que ahora existen expertos que afirman que iba por delante de muchos de ellos. Sí, también por delante de Jackson Pollock, el aclamado pintor y marido de Lee.
Tras conocerse en ‘French and American Paintings’, la exposición en la que ambos participaban, comenzaron una relación a la que la artista se dedicó al completo desde que se dieron el sí quiero en 1945. Actuaba como su brazo derecho, y Pollock dependía de ella para mantenerse alejado de su primer amor: el alcohol. La admiración y el impacto que sentía por él fue tal, que por primera vez se permitió verse en segundo plano.
Sus pinturas se redujeron en dimensiones y color –de esta época datan sus ‘Little Paintings’– y se entregó a ser la inyección de cordura para Pollock, hasta el accidente de tráfico que causó la muerte de este. Inmediatamente después del funeral, ocupó el cuarto más grande de la casa que compartían y que él había utilizado como estudio, y comenzó a trabajar en una serie de paisajes violentamente eróticos, en tonos de gris, negro y rosa. No hubo duelo, ni viudez. Lee tenía la conciencia tranquila, había dedicado los años de matrimonio a ser el suelo sobre el que su marido cimentaba sus inseguros pasos.
La tenacidad de Lee Krasner ayudó a abrir oportunidades para futuras pintoras abstractas como Grace Hartigan, Joan Mitchell y Helen Frankenthaler. Alerta ante la necesidad de una mayor visibilidad, su obra y biografía siguen inspirando a generaciones. A lo largo de su carrera se enfrentó directamente al estereotipo dominante y luchó dentro del Movimiento Expresionista Abstracto, que tanto valoraba la masculinidad. Influyó en otros artistas –incluidos los de las generaciones futuras– por sus innovaciones estilísticas y artísticas, su ejemplo de persistencia y su triunfo final.
Antes de morir en 1984, se describió a sí misma: “Yo era mujer, judía, viuda, una pintora terriblemente buena, y un poco demasiado independiente”.
Esta muestra del Gugghenheim contiene obras excepcionales, desde sus primeros autorretratos y dibujos hasta sus collages para el War Services Project, las vibrantes ‘Little paintings’ de finales de los años cuarenta, o sus desgarradores ‘Viajes nocturnos’, piezas que la artista realizó en absoluta soledad, bajo los efectos del insomnio y tras su viudez, cuando las ventanas de su estudio volvieron a abrirse y limpió a conciencia sus brochas para pintar canvas de inmensas dimensiones. Cuando tuvo que subir el volumen y gritar, a quien quisiera escucharla, que Lee Krasner nunca se había marchado del todo, tan solo estaba dedicando su tiempo a otras cosas.
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