Georgia O’Keeffe
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza
Paseo del Prado 8, Madrid
Del 20 de abril al 8 de agosto de 2021
“He pintado estos objetos para expresar el milagro del mundo en el que vivo”
Georgia O’Keeffe
El poeta William Wordsworth concede una vida espiritual a toda forma natural. Para él, incluso las piedras respiran. Esta percepción también la comparte el escritor Eckhart Tolle. Al parecer, si observamos una flor más de cinco minutos, lograremos comprender los porqués de la vida. Georgia O’Keeffe (a partir de este mes en el Museo Thyssen) nació mucho antes que el gurú espiritual alemán: lo hizo allá por 1886, en una remota granja de un pueblo olvidado de Wisconsin, Sun Praire. Pero su enfoque vital era casi idéntico.
Tuvo conciencia de ello muy pronto, a los 12 años, al intuir aquello que había venido a hacer en este mundo terrenal: vivir en el piso intermedio, ese que nos separa a nosotros mismos de lo que puede latir más allá o más adentro. Por eso fue capaz de renunciar al prestigio y al atractivo de los rascacielos para instalarse en un rancho a kilómetros de la nada en Santa Fe. Por eso, también, transformó las flores –el iris negro, el impoluto narciso– en deidades sobre lienzo, los restos óseos de bueyes abandonados en cálices de óleo, y su vida en mito.
El magnetismo de O’Keeffe lo hallamos en los elementos más básicos: línea, color y composición. El análisis académico o el seguimiento de las corrientes estéticas no forman parte de su lenguaje. Todas sus obras están impregnadas de su sabiduría silenciosa adquirida no se sabe cuándo ni dónde. De esencia enigmática. Muchos se preguntan el porqué de su obsesiva predilección por las flores.
Lo cierto es que la pintora no aspiraba a que estas colosales figuras que ocupaban toda la superficie de sus cuadros se convirtieran en algo así como su sello distintivo. Mucho menos a que se las relacionara como una alegoría a la sexualidad femenina. Su propio marido, Alfred Stieglitz –fotógrafo vanguardista y demodé en el Nueva York de los años 30–, fue quien dilucidó, en la primera exposición que le organizó en su 291 Gallery, que ese microuniverso botánico era una alegoría carnal.
A O’Keeffe le atormentaría haberse presentado a la élite vanguardista como una pintora vinculada a lo erótico: “Los que ven así mi obra, en realidad están hablando sobre ellos mismos, no sobre mí”. Ella buscaba algo más simple: que nos detuviéramos a mirar. Criticar la cotidiana falta de tiempo porque nos habíamos olvidado de captar la belleza, de entender. El arma fue su pincel y sus trazos sobredimensionados.
Esfinges naturales que trataban de romper con cualquier idea, toda asociación, cualquier concepto figurativo y etiqueta que pudiéramos asumir sobre las cosas. A través de este proceso de observación cercana, buscaba comunicar la esencia de su entorno: solo mediante la selección, la eliminación y el énfasis llegamos al verdadero significado de las cosas. Que les diéramos su lugar, pausáramos nuestra actividad y les dedicáramos más de un segundo de observación.
“Todo el mundo tiene una idea de lo que es una flor, pero nadie las contempla realmente. No tenemos tiempo. Para mirar se necesita tiempo. Yo voy a hacer que las miren. Incluso los neoyorkinos”
En su estancia neoyorquina, marcada por la contradicción entre la serenidad que a solas deseaba y la autoexigencia, defiende sus planteamientos en los estrictos circuitos culturales de una sociedad vanguardista masculina que, salvo excepciones, entendían la escena artística como su coto privado. Es justo en este periodo decisivo cuando tropieza con un tratado que sí parece hablar su idioma: ‘Lo espiritual en el arte’, de Wassily Kandinsky. Sus exquisitas suposiciones sobre la pintura sedujeron a la artista: el color es el teclado, los ojos son las armonías, el alma es el piano con muchas cuerdas.
Tal vez fue el efecto del texto del ruso, el drenaje que le suponía la competitividad en la metrópolis o, sencillamente, la presión de su pareja por incluirla en el tren del éxito, lo que la impulsó a subirse a uno rumbo a Santa Fe. Un peregrinaje creativo y transformador por el desierto que sería permanente.
Cansada de escuchar otras voces, necesitaba aquello de lo que había huido al comienzo de su carrera como pintora: la quietud y el silencio. Desde su casa de piedra, adobe y madera en Abiquiu, exprimía a diario la sobriedad desértica de las badlands. Llevaba a cuestas sus lienzos repletos de pliegues suaves y saturados o de vastas vistas desérticas recortadas. Las interminables llanuras fueron su antídoto.
Crearía sus obras más intrigantes, inspiradas por cráneos fosilizados que recolectaba y por los que sentía devoción ya que eran “lo más vivo del desierto”. Horas asfixiantes de intenso trabajo en su coche casi al borde de la deshidratación porque era el único lugar donde refugiarse de temperaturas extremas. Todo en ella era precipicio como el arte. Homenajeaba a las mismas musas una y otra vez hasta dar con su esencia. Miraba su entorno con hambre y logró pintar incluso cuando una ceguera parcial deterioró su visión en sus últimos días. Murió a los 98 años en su refugio de Abiquiu, cerca del rancho fantasma que le dio la vida.
Nunca escribió formalmente sus planteamientos y meditaciones sobre el arte como Breton o Duchamp, pero al seguir el largo rastro de algunas entrevistas y cartas privadas descubrimos que sus cuadros son una respuesta inmediata a su hábitat, a lo que percibe. Que lo abstracto la aproximó al enigmático núcleo de todos los objetos. La interrelación de líneas y colores fueron su simbiosis con lo externo. Una filosofía del despojo, de la vuelta a las necesidades y a la pureza de la forma. Solo hay que desterrar lo innecesario para crear y vivir plenamente.
No hemos mencionado aún que fue la primera mujer a la que el MoMa le dedicó una retrospectiva –hasta hoy, solo 33 artistas femeninas las han protagonizado–; tampoco que ‘Sun Prairie, 1887 – San Vicente de Santa Fe, 1986’ es, hasta la fecha, el cuadro con firma de mujer por el que más se ha pagado.
En un contexto en el que el arte adquiría una visión global, academicista y objetiva, O’Keeffe apostó por la cualidad única del ojo que observa para definir lo real. Por pararse a mirar. Por vivir sin concesiones y en éxtasis. Su perseverancia en plasmar y defender una mirada propia e indiscutible es su legado: “La visión de otra persona nunca será tan buena como tu propia visión”. Nadie podía enseñarle a pintar lo que ella quería pintar.
- Paula Díaz Altozano: “Las ballenas son una especie de metáfora de la vida. Podemos aprender mucho de ellas” - 16 noviembre, 2024
- El lenguaje como un encantamiento: así es ‘El don’ de Hilda Doolittle - 9 diciembre, 2023
- ‘Al descubierto’: un recorrido poético por las vanguardias fotográficas del siglo XX - 27 mayo, 2022