‘Fármaco’, de Almudena Sánchez
Literatura Random House, 2021
La depresión es el mal de la mente más común, del que más se habla y el que menos se entiende. Solo quienes la han sufrido en sus propios neurotransmisores conocen la terrible sensación que produce desconectarse del mundo –de los demás y de uno mismo–. El impulso irresistible de aislarse en la tristeza, en la negación de todo lo bueno y bello de la vida. Incluso desde su corazón más oscuro, la depresión no se deja contar. Y se trivializa: ‘esto es deprimente’, ‘estoy depre’…
Lidiar con la depresión supone admitir la tristeza intrínseca del ser humano, la dotación de genes lacrimógenos y vulnerables con la que nacemos. Sentimientos de melancolía y abatimiento que hoy están prohibidos, igual que ocurre con la muerte, pues se consideran un fracaso, un fallo en el sistema productivo. Un grieta imperdonable en la arquitectura del éxito y del buen negocio.
Almudena Sánchez (Mallorca, 1985) sobrevivió a uno de esos zarpazos que anulan la voluntad de sobrevivir y empujan al abismo de una dolorosa inacción. Lo que para cualquier persona sería un experiencia merecedora de olvido, para ella ha supuesto un descubrimiento, un desquite vital y estético contra la muerte plasmado en ‘Fármaco’ (Literatura Random House), un viaje de ida y vuelta al fondo de la nada relatado con valentía, honestidad y talento literario.
Explica su motivación en el primer capítulo: «Que cada cual haga lo que quiera con su cabeza (…). La mía ha estallado y aquí lo cuento sin intención de que sea un texto informativo ni de autoayuda e intentando con todas mis fuerzas que haya más literatura que morbo, más literatura que detalles técnicos (…), que mi depresión sea tan literaria como ha sido mi vida desde que empecé a leer». Dedica su libro a «personas tristes con sentido del humor que alguna vez han notado cómo el cerebro se les marchaba, se les escapaba de las manos…».
Toda una declaración de principios que cumple a rajatabla a lo largo de setenta entradas de corte muy variado que incluyen desde pesadillas y retuits sobre la tristeza, sutiles como poemas o aforismos, a evocaciones infantiles, familiares y literarias en un íntimo mosaico de exquisita sensibilidad.
«Hay muchos tipos de depresión, pero todas están asociadas a la idea de la muerte», afirma Sánchez. «No quieres estar en este mundo, te niegas a dialogar con él e intentas no formar parte de la realidad, mientras la parte buena de la vida deja de existir. Es como destruirte desde dentro».
En su anterior libro de relatos, ‘La acústica de los iglús’, Sanchez aborda con su voz poética el tránsito de la adolescencia a la edad adulta, con la serie de decepciones y encontronazos que ello supone. En ‘Fármaco’ pone sobre el tapete el sentimiento de tristeza, «un sentimiento que no es deseable pero que existe y que la sociedad oculta, no hay más que ver cómo la gente sonríe siempre en las redes sociales. Es más saludable aceptar e intentar comprender la tristeza que invisibilizarla como un tema tabú».
«Estoy en contra de Walt Disney y muy a favor de las farmacias. Larga vida a la química y a la venlafaxina». Con este par de frases provocativas Sánchez enarbola su bandera. «La ciencia avanza a toda velocidad», comenta. «Hoy tenemos un conocimiento del cerebro y una parafernalia química que no existía en la época de Virginia Woolf, por ejemplo, o de mi abuela, que también fue depresiva. Sin embargo, desde el punto de vista emocional seguimos en el pasado y los llamados trastornos mentales están estigmatizados. Las mujeres sufrimos más ese estigma, porque se nos considera locas incapaces de hacer nada, mientras un hombre trastornado puede tener su veta de genialidad».
Almudena Sánchez creció en Andraix (Mallorca), un paraíso a la orilla del mar donde no lo tuvo fácil. Sus orígenes manchegos le impedían ser nativa de pura raza. «Nací forastera en un lugar de mallorquines», escribe. «He sido la única Almudena de la isla». A los trece años en el instituto, «la asignatura de catalán se me fue haciendo cada vez más extraña: dogmática». Pero el gran golpe llegó un poco más tarde. Con diecisiete años le diagnosticaron cáncer de ovarios y tuvo que ser sometida a varias operaciones para extirpárselos. Y luego el mazazo definitivo de la depresión.
Tal vez ese cúmulo de experiencias le hizo madurar de forma distinta, acelerada. «Nunca he estado conforme con la edad que me tocaba. (…) He sido tan anciana como un megáfono y tan moderna como un holograma». Por eso llegó a la conclusión de que la infancia «es cuando una quiere que sea y a mí me ha llegado a los treinta y tres años. Lo que fui hasta los diez era otra cosa: un simulacro de terremoto».
Sánchez no viaja sola en esta travesía por las circunvalaciones de un cerebro dañado y a la vez potenciado por las drogas. Le acompañan en primer plano su tía Antonina, «que conoce todas las fruterías de Madrid», y el doctor Magnus, su psiquiatra. Y en el mismo vagón otros escritores, como William Styron, Janet Frame, Charles M. Schulz, Virginia Woolf, naturalmente, o la malograda cantante Amy Winehouse, «la tristeza más vital que he visto nunca. (…) Cuanto mayor era su agonía, más alto se peinaba el moño».
Sánchez pertenece a una generación que ha vivido antes y después de internet; una generación crepuscular: «Pronto desapareceremos y no habrá testimonios del cataclismo (…). Es como haber vivido antes de la rueda y después de la rueda». La de los millennials, entre quienes la depresión repunta debido a factores externos. Jóvenes más que suficientemente preparados que iban a comerse el mundo y se toparon con un par de crisis encadenadas. «Se produce una distorsión entre las expectativas que nos dieron sobre nuestro futuro y lo que ese futuro ha resultado ser, y ello lleva inevitablemente por el camino de la precariedad a la frustración»; concluye Almudena Sánchez.
Bel Carrasco
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