El libertino y la chusma | Pilar Pedraza
‘Tamaño natural’ (1973, producción | 1977, estreno en España)
MAKMA ISSUE #04 | Centenario Berlanga
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2021
Cuando se le preguntaba a Luis García Berlanga por su escritor favorito, mencionaba en primer lugar al marqués de Sade, de quien le fascinaban dos cosas: su capacidad para expresar la idea de libertad absoluta por encima del amor, y su necesidad de volver, en el seno de la más furiosa orgía, a recapitular, a poner orden, a analizar. El desenfreno sadiano acaba siempre remansándose en la filosofía.
“A mí que soy un intuitivo –confesaba García Berlanga en ‘El último austrohúngaro’, de Manuel Hidalgo y Juan Hernández Les–, esa necesidad de analizarlo todo me parece una forma elaborada de perversión”; pero también sabía que la perversión es carencia, y el sadianismo, fuerza; una ética de libertad que masacra al cuerpo como objeto en el altar de la razón.
García Berlanga y Rafael Azcona ilustran esto en una película, ‘Tamaño natural‘, poco y mal conocida. El proyecto consistía en “la historia de un tío que se lía con una muñeca”, según palabras del mismo Berlanga. Era un tema mórbido en su misma enunciación, pero que podría dar poco juego para un espectáculo de más de hora y media.
El Casanova de Fellini se amanceba con la Olimpia de Hoffmann en diez minutos y viene a ser lo mismo. Pero ‘Tamaño natural’ es mucho más que un lío fetichista: incluso diríamos que en el despliegue de su representación se pierden el deseo y el goce, de modo que una obra planteada como erótica se convierte en un catálogo de posibilidades y avatares, en una combinatoria que tiene poco que ver con el erotismo húmedo.
Del “tío que se lía con una muñeca” se pasa al hombre que juega como una niña con su Barbie, y de ahí al sujeto entregado a un juego patético consigo mismo o, si se quiere, con la mujer que él mismo crea o segrega como su doble femenino, al parecer pasivo, pero en realidad malévolo.
El filme fue concebido en principio como un divertimento erótico por parte de Berlanga y Azcona, que no eran especialistas en este género cinematográfico. Fue distribuido en algún país, como Gran Bretaña, por las redes X, lo que quizá explica su fracaso comercial, ya que no responde a las expectativas que suscita esa etiqueta.
Es, por otra parte, la única película erótica –en el caso de que pueda considerarse como tal– del erotómano Berlanga, que ha presumido de ser “un viejo verde desde los doce años”. Fue director de la colección ‘La sonrisa vertical’, de Tusquets, y su biblioteca familiar contiene una buena cantidad de libros y material gráfico erótico. Precisamente porque Berlanga poseía una amplia cultura sobre estos temas, sabía que el erotismo es más fácil y agradecido cuando el artista trabaja en medios que requieren la colaboración solitaria y entregada del público.
El mejor arte erótico es la literatura y el más difícil, el cine: de menor a mayor visualización. Por más aderezos teóricos que se desplieguen sobre el cuerpo desnudo del cine pornográfico, no se llegará a liberarlo de la miseria de ser un producto de consumo, aperitivo o consolatorio –con el paso del tiempo, hilarante–. De esta indigencia adolece también gran parte de la literatura erótica comercial.
El protagonista masculino y humano de la película, Michel (Michel Piccoli), no es en principio un perverso ni un degenerado como los señores del castillo de Silling de ‘Los 120 días de Sodoma’, sino un dentista francés algo libertino que, harto de enderezar dentaduras y de poner empastes en las muelas de su clientela, decide divertirse confraternizando con el poliuretano, ya que como médico tiene muy vista la carne humana, que lo humilla con sus eternas quejas –frío, calor, humedad, resfriados–.
La elección de Piccoli para este papel es terriblemente acertada no solo porque su presencia es la más sadiana de la historia del cine, sino porque su maestría actoral sale airosa del difícil cometido artístico de dar vida a su personaje y al de la muñeca.
Todos los que se acercan a este tema asumen el doble reto, del que también sale victorioso Donald Sutherland como Casanova en la película de Federico Fellini. Con su aspecto poderoso, guasón y astuto, el maduro Piccoli ofrece un recital completo de sus registros. Es un hombre de mediana edad que se divierte con su marioneta sin perder nunca las riendas del juego ni cierto robusto decoro, incuso en momentos en que su propio cuerpo se convierte en objeto, al ofrecerse desnudo o travestido a la imposible mirada de la muñeca.
Con su lucidez característica, García Berlanga comentaba en ‘Infiernos eróticos’: “Cuando la película entra en la relación entre Piccoli y la muñeca, penetra a la vez en unos territorios –lo patético, el sarcasmo, lo grotesco–, que no son buenos almohadones para el erotismo”.
Michel Piccoli maneja a la muñeca, armatoste incómodo y pesado al que el equipo llegó a odiar durante el rodaje, con una destreza de niño que juega, empleando el mismo método: un monólogo con réplicas que solo oye él. La puesta en escena niega a la muñeca la menor oportunidad de animación siniestra hasta el final, cuando un guiño del autor opera el milagro de hacerle emitir una chispa de complicidad.
El juguete y sus réplicas de trabajo costaron ocho millones de pesetas de las de entonces, y a Berlanga no acababa de gustarle. Le parecía que no tenía la suficiente “cachondería” [sic]. Estuvo a punto de servirse de una actriz barnizada como Fellini con Olimpia.
El punto de inflexión de la película hacia la filosofía se produce cuando la servidumbre española descubre a la muñeca y la entrega a sus brutales juegos marianos de Semana Santa, convirtiéndola, de juguete del señorito dentista, en objeto de mofa populachera entre alcohol y griterío.
“Yo siempre me pongo –dice Berlanga– del lado del individuo” y “el grupo anula, torea, aniquila al individuo”. Coherente con este planteamiento, quiere proteger la libertad del libertino, único civilizado en un mundo donde la normalidad es el fascismo subalterno de la chusma.
La película de Berlanga confronta dos mentalidades: la del cuerpo sadiano (francesa) y la del cuerpo barroco (española), que se expresa mediante el uso de la muñeca como fetiche devocional abyecto en un carnaval obsceno, visto con horror por los ojos de la ilustración libertina. Las turbas te obligan a engullir paella regada con Anís del Mono cuando te encuentras mal. Esa es la violencia suprema.
Pilar Pedraza
Escritora y profesora titular de la Universitat de València
Este artículo fue publicado en MAKMA ISSUE #04 | Centenario Berlanga (junio de 2021).