Contra la modernidad: más almendra y menos martingalas | Jose Ramón Alarcón
‘Moros y cristianos’ (1987, producción y estreno en España)
MAKMA ISSUE #04 | Centenario Berlanga
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2021
“¡Es mejor vivir entre los hielos que entre las virtudes modernas!”, rubrica Friedrich Nietzsche, a modo de interjección, en su hiperbóreo prefacio de ‘El Anticristo’ (1895), con el que radiografiar y pasar factura a un modo de concebir e interpretar la realidad de la que es coetáneo. Una época que se extiende, sustentada por semejantes y reiterados mimbres, hasta la radicalidad de nuestro sempiterno presente.
Si allí, en aquel gélido contexto intersecular, el individuo nietzschiano “aspira a autorrealizarse, a llegar a ser el que es” –tal y como apunta Elena Nájera Pérez, profesora titular de Filosofía de la Universidad de Alicante, en su ensayo ‘Vivir en medio del hielo. Resistencia y escepticismo en El Anticristo‘–, para la obtención de tal fin, el sujeto “ha de poner entre paréntesis los lugares comunes y asegurarse una posición hermenéutica propia que quiere evitar la des-simismación (Entselbstung) y que renuncia, por ello, a implicarse en la rutina democrática de las sociedades modernas”.
Y es aquí, en tal ambigua extensión que atraviesa la naturaleza sicológica del siglo XX (y del XXI), donde encuentran acomodo buena parte de las inquietudes –implícitamente filosóficas– que eclosionan formal y argumentalmente en la filmografía de Luis García Berlanga, contorsionándolas hasta el linde de una hipérbole en la que refulgen la astracanada, el absurdo y, sobre todo, la incapacidad de los individuos para aquella autorrealización. Porque, efectivamente, nadie llega a ser/estar como pretende.
Tal vez por ello un servidor encuentre en ‘Moros y cristianos‘ suficientes atributos para rescatar del légamo de la indeferencia y la dejación a su decimoquinto largometraje –sin duda, fatigado tras el cúmulo de (merecidas) adulaciones hacia sus películas precedentes–.
Porque los personajes que pueblan la travesía cronológica que deviene entre la era de provincias y la edad moderna de la fagocitante capital encarnan –más irrefutablemente que un documento– esa desnortada aceleración hacia una actualidad cóncava, en la que la imagen no solo capitaliza, sino que sustituye al ya agreste y obsoleto mundo primario.
Todos menos uno: don Fernando Planchadell, pater familias de los Planchadell y Calabuig –interpretado con justa ortodoxia de metrónomo por Fernando Fernán Gómez, siendo esta su segunda y última participación en un filme de Berlanga (para lamento del cineasta valenciano)–, quien aferra su discurso al modo de entender la sustantividad de la que proviene: “Mire usted, señor López, lo que necesita un turrón es buena almendra y no todas esas martingalas que usted se trae con esa historia de la imagen. Porque un turrón, señor López, no es una diputada”.
He aquí, concitada en unas líneas de guion, la clave elemental sobre la que pivota ‘Moros y cristianos’ y evolucionan sus atribulados personajes: el conflicto de dos universos antitéticos encarnados por el citado Planchadell –quien mira el mundo actual “con los ojos cerrados”–, y Jacinto López –un siempre hilarante y espasmódico José Luis López Vázquez–, desorbitado arquetipo de la recua de publicistas replicados como esporas al calor húmedo del mercadeo común, uniformando su corpus castizo con una magra coleta que le imbrica con ese inaudito presente en el que el emblema es el producto y la imagen sustituye a las pastillas de turrón.
Sin embargo y en cierto modo, los ambiciosos y dispares deseos empresariales y políticos de los Planchadell y Calabuig –una terna de asimétricos herederos interpretada por Agustín González, Pedro Ruiz, Andrés Pajares y Rosa María Sardá–, sí son consumados, narcotizados por la búsqueda “eufónica, lúdica, histórica, alusiva y subliminal” de un porvenir henchido de peculios y apariencia.
Tal vez no del modo en que hubieron fantaseado entre almendras molidas y miel, pero sí, a tenor de lo aventurado por el publicista López, mediante “la fórmula de Dorian Gray”: “El alma es una terrible realidad. Se puede comprar y vender, y hasta hacer trueques con ella”, atestiguaba Oscar Wilde en ‘El retrato de Dorian Gray’ (1890).
Una compra-venta con la que, tal y como aseveraba Berlanga, “resumir en el cartel final el mundo de la mistificación de la publicidad”, con la que “puedes llegar a desfigurarte de ti mismo y creerte que ya no eres tú”.
Un túrbido ascetismo propagandístico cuyas desorbitadas extremidades extienden sus dominios hasta ese “formato, diseño y colorido del envase” que amortaja a la actualidad.
Si, para una generosa parte de la crítica, lo más eminente que podía atesorar ‘Moros y cristianos’ residía en el hecho de ser el postrero y extenuado proyecto en común de Berlanga y Azcona, las tres décadas transcurridas desde entonces le han otorgado oxígeno y, fundamentalmente, una atlética vigencia que ha transmutado la caricatura en inopinada radioscopia de la persistente modernidad que puebla no ya en nuestras predilecciones, sino en el lenguaje con el que proseguir vívidamente incomunicados del prójimo, al igual que las decenas de personajes que cohabitan como ínsulas cacofónicas, de ritmo continuado y explosivo, en sus planos secuencia.
Este artículo fue publicado en MAKMA ISSUE #04 | Centenario Berlanga (junio de 2021).
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