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‘Diario íntimo de Adela H.’
Con Isabelle Adjani, Bruce Robinson, Sylvia Marriott, Joseph Blatchley, François Truffaut, Reubin Dorey
96′, Francia | Les Films du Carrosse, 1975
Con motivo del 90 aniversario del nacimiento de François Truffaut
Filmin
“El amor es un ardiente olvido de todo”
(Víctor Hugo)
El cuaderno se abre. La página en blanco, como un lienzo al que un artista debe dar colores y forma, hace su presentación. Una gota de tinta se resbala por la punta de la pluma y deja impregnada la madera del escritorio de ese color azul oscuro, que con el paso del tiempo se convertirá en un negro desteñido al que nadie dará la mayor importancia.
Como esa página, virgen e impoluta, comenzamos a leer en la pantalla este ‘Diario íntimo de Adela H.’ (1975). Aquí, François Truffaut nos deleita contándonos la historia de Adela, la segunda hija del célebre escritor Victor Hugo (1802-1885). Como ya unos años antes, el director francés nos narró las memorias de Jean Itard en ‘El pequeño salvaje’ (1970).
En este diario podemos descubrir cómo Adela no desea amar, mientras vemos cómo por cada poro de su piel ama sin medida al teniente Pinson. Un amor no correspondido a lo largo de toda la cinta. El amor no es sino el trasfondo en el que se moverá la verdadera historia.
La historia de cómo esta joven (magistralmente interpretada por Isabelle Adjani) cruza el océano Atlántico para ir en busca de su amado hasta Halifax, Nueva Escocia (Canadá). Pero no solo es el viaje en busca del amor, sino el viaje en la espiral descendente en que la joven Adela se encuentra inmersa, y el espectador no es más que un acompañante de la joven Hugo.
Adela nos despista a cada paso que da. Con cada palabra que sale de su boca, es una información nueva para el espectador. Nos hace perder nuestro sitio, creemos lo que nos dice, pero dentro de nuestra cabeza las preguntas se empiezan amontonar (¿ese era el mismo apellido que le ha dado al otro hombre? ¿Esa historia no es diferente? ¿No será que ella es en realidad…?).
Con el transcurso de los minutos, las preguntas se disipan, porque, con la elegancia de Truffaut, el director hace que todo empiece a cobrar sentido de una manera simple y orgánica, sin quebraderos de cabeza que hagan marearse al espectador. Un momento estás inmerso en un mar de dudas y, al siguiente, ya lo comprendes con total claridad. Así de fácil y así de complicado a la vez.
A medida que entramos en la vida de Adela, en aquel rincón de Nueva Escocia, nos vamos dando cuenta de cómo la joven va girando y girando en esa espiral -descendente- de amor incondicional y autodestrucción. Vemos cómo cada palabra que escribe lleva toda pureza y verdad (su pureza y su verdad). Pero eso no hace que cada palabra que impregna en esos cientos de resmas de papel sea mentira. Tan solo ve el mundo desde otro punto de vista diferente al marcado- alguien muy sabio dijo una vez: “Nadie puede mirar a su propio cogote”-.
Cada encuentro que Adela tiene con el teniente Pinson, no es más que un sinsentido, pues desde el primer momento el propio militar deja claro que no está interesado en ella. Adela trata de convencerlo de todas las maneras. Dice al teniente que, si se casan, ella recibirá la herencia de su padre y todo ese dinero será exclusivamente para él. Incluso así, el militar rehúsa la oferta de matrimonio.
Adela no se deja vencer por estos reveses y sigue luchando por aquello en lo que cree. Cree ciegamente en el amor, y nadie le hará cambiar de opinión acerca de esa personificación amorosa en la que ha convertido al teniente Pinson. La joven hija de Víctor Hugo se encuentra cegada de amor irrefrenable. Este amor ciego impide que Adela vea el camino que está tomando y sea incapaz de leer el cartel que anuncia «Punto de no retorno» a un lado del sendero de su vida. Ya no le importa nada, tan solo lo que el apuesto militar representa para su vida.
Incluso cuando este se compromete con una mujer de Halifax y la joven Adela habla con el padre de esta, haciéndole creer que se encuentra embarazada del joven militar, lo que hace que se rompa el compromiso. El clásico, «si no eres mío, no serás de nadie». Algunos dirían que en el amor todo vale, Adela simplemente lo pone en práctica.
Imbuida en esa espiral, Adela, no contenta con la verdad que rodea su vida, decide inventarse una y plasmarla en papel. En su íntimo diario, que crece a medida que su historia avanza, lanza todas esas ideas que lleva en su mente y las deja libres para que sean ellas mismas las que, desenredando las palabras, puedan tener la libertad suficiente para estamparse contra el papel y adquirir un orden entendible para cualquier hipotético futuro lector.
Como Víctor Hugo escribiera en ‘Los Miserables’ (1862): “Si no hubiera alguien que amara, el sol se apagaría”. Con el desbordante amor que profesa Adela, no existe la más mínima posibilidad que nos quedemos en la oscuridad absoluta, nunca.
Todo amor, por fuerte que sea, no es capaz de doblegarse ante nada. Adela es fiel al amor hasta las últimas consecuencias, pero lo único que le queda es el amor. El sentimiento etéreo que la acompaña allá donde va. Llega un momento en su vida que ni siquiera recuerda al dueño de ese amor.
Ese es el verdadero choque que se da contra el frio y pulido suelo al llegar al final de su caída en espiral. Pero tampoco se da cuenta de ello, tan solo pasa la vida acompañada de un amor que no sabe a quién pertenece. Esa es la dura realidad. Amar y no saber a quién entregar ese sentimiento.
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