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‘A la luz de la luna. Historias de un cine ambulante’, de Yuri Aguilar
Prólogo: Áurea Ortiz Villeta
Diseño portada: David var der Veen
NPQ Editores, 2025, 82 páginas
«¡¡Ya están aquí los peliculeros!!», exclama Don Arturo con la atronadora voz de Fernando Fernán Gómez que interpreta al director de la compañía teatral protagonista de la película ‘El viaje a ninguna parte’ (1986) que él dirigió basada en una de sus novelas.
Con un reparto de lujo —Juan Diego, José Sacristán, María Luisa Ponte, Laura del Sol, Agustín González, Enma Cohen y un «zangolotino» Gabino Diego, además del propio Fernán Gómez—, este filme es un retrato conmovedor del encuentro entre los últimos cómicos ambulantes y los primeros operadores de cabina del cine, los peliculeros, que en los años cuarenta y cincuenta competían por el público de las zonas rurales, mientras compartían penurias y carajillos.
Como los feriantes y artistas de circo, recorrían los caminos en condiciones precarias para regar las ásperas tierras de secano con gotas de fantasía e ilusión diseminando historias de mundos lejanos solo accesibles a través de los sueños.
Ha pasado casi un siglo pero algo permanece inalterable, el poder de convocatoria de los cines al aire libre, una experiencia multisensorial ligada a los placeres del verano. Desde su más tierna infancia Yuri Aguilar (Valencia, 1989) se ha movido entre proyectores, bobinas y pantallas.
Pertenece a la estirpe de trotamundos del cine que ha vivido en primera línea la evolución de ese oficio peculiar y en el libro que acaba de publicar, ‘A la luz de la luna.Historia de un cine ambulante‘ (NPQ Editores, 2025) —portada de David van der Veen y prólogo de Áurea Ortiz Villeta, profesora de historia del cine y técnica de programación de la Filmoteca—, habla de cuestiones históricas y técnicas, y reúne una variada colección de anécdotas fruto de su experiencia tras el proyector.
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«Escribí este libro como homenaje a mi padre, Antonio Aguilar, que me transmitió su amor por el cine y me inició en una tarea que me apasiona, pero también quería mostrar los entresijos de este mundo que conozco bien a los fans del séptimo arte», dice Aguilar, que debe su nombre propio, Yuri, al protagonista de la película preferida de su progenitor, ‘Doctor Zhivago’; su hermana se llama Lara.
Al aproximarse el solsticio de verano, cuando el mercurio se dilata en los termómetros y la gente empieza a preparar sus vacaciones la familia Aguilar calienta motores, pone a punto su equipo, y la última semana de junio inicia un periplo por tierras de la Comunidad Valenciana que culmina la primera semana de septiembre tras sesenta u ochenta viajes en horario nocturno.
Padre e hijo al timón, con la ayuda ocasional de Mari Carmen, la madre, cuya intervención providencial permitió recuperar una pantalla que se había rasgado, y también de Lara. Una empresa familiar haciendo piña desde los años ochenta que ahora dirige Yuri, aunque Antonio no se retira del todo y siempre está ahí para dar consejos o lo que haga falta.
Cuando era un chaval enamorado de las películas como Salvatore de ‘Cinema Paradiso’, hizo sus pinitos como operador en el Cine Ferrer de Siete Aguas, y su hijo Yuri tuvo su bautismo de celuloide, con once años en Alcántara del Júcar proyectando ‘Mulán’.
«Las películas de animación representan el plato fuerte en la programación de los cines de verano enfocada a un público familiar», explica. «Se prefieren las comedias a los argumentos dramáticos y se evitan los metrajes muy largos porque los asientos no son muy cómodos».
Durante la postpandemia, cuando empezaron a permitirse espectáculos al aire libre, con mascarillas y guardando cierta distancia, los empresarios de los cines itinerantes tuvieron un momento de gloria. «Hubo una gran demanda y muchos pueblos que no tenían cine de verano lo volvieron a solicitar», comenta Aguilar.
«La mayoría lo han mantenido, pero notamos una pérdida de espectadores adolescentes y juveniles, entre trece y veinticinco años, que tienen otras formas de ocio». Las plataformas audiovisuales son, lógicamente una amenaza para los nómadas del cine, al igual que el cambio climático que en ciertas zonas provoca las terribles noches tropicales. «En Pinet, en Alicante llegamos un día a los 38º C».
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El libro reúne anécdotas vividas por su autor a pie de pantalla. En Chulilla, un hermoso pueblo cuya orografía lo ha convertido en destino de escaladores de todo el mundo, durante una sesión dedicada a la tercera edad se produjo una estampida de ancianos que abandonaron escandalizados el local. Los munícipes de cultura habían solicitado por error una película con escenas de sexo ¡explícito y homosexual!
En Catadau, el municipio de la Ribera Alta del que los Aguilar son oriundos, un sermón del párroco saboteó la proyección de ‘La chica danesa’ historia de un hombre que se siente mujer y inicia su cambio de género.
El verano de 1999, el del boom del ‘Titanic’, había que hacer cola para conseguir la cinta del taquillazo de James Cameron. Los responsables de cultura del pequeño municipio de Jalance cercano a Cofrentes se impacientaron y decidieron programar ‘La camarera del Titanic’ de Bigas Luna. Cuando el respetable se percató del cambiazo hubo una reacción airada y el equipo de proyección sufrió desperfectos. Gafes del oficio.
Aguilar cuenta en su libro el sorprendente papel que tuvieron los gitanos húngaros asentados en España en el origen del cine ambulante. Estas comunidades se especializaron en recoger las películas viejas depositadas en los vertederos para obtener la plata que contenían mediante un proceso que se describe en ‘La invención de Hugo’ de Martin Scorsese. Cuando Kodak, en 1950, cambió el nitrato de celulosa por el triacetato de celulosa, que es menos inflamable, pero con menor contenido de plata, los romanís decidieron proyectar las películas en vez de fundirlas.
En otros dos capítulos se centra en cuestiones técnicas, como el «pase aéreo» una maniobra acrobática que se realizaba para empalmar dos cintas sin detener la proyección, o las dificultades de plantar la pantalla en la playa por la brisa que sopla de noche desde la tierra al mar.
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Hace una década el paso de lo analógico a lo digital supuso un alivio para los profesionales del sector que vieron cómo se reducía el peso de sus equipos y el tiempo necesario para montarlo y desmontarlo: de una hora a treinta minutos. Un filme de hora y media representaba un peso de veinte quilos. Sin embargo, Aguilar añora la calidad y las texturas que proporcionaban las películas de 35 milímetros.
En los años cuarenta, pese a la precaria economía de posguerra funcionaba en Valencia y sus pedanías una treintena de terrazas de verano, un buen negocio hasta que llegó, primero la televisión y luego el vídeo. El siglo XXI ha recuperado el cine al aire libre gracias a distintas instituciones: la Filmoteca, el Centre del Carme, Rambleta o La Nau de la Universitat, además de otras iniciativas privadas que animan las tórridas veladas estivales de la urbe.
Como escribe Áurea Ortiz en el prólogo: «El cine heredó la capacidad de contar historias de todos esos artefactos y de evocar otros mundos». Se refiere a ingenios pretéritos desde las sombras chinescas al titirimundi, las linternas mágicas, los polioramas y dioramas… «Porque (el cine) es hijo de la tecnología pero también de la necesidad profunda de vivir en compañía la fascinación por las historias y las imágenes».
Yuri Aguilar es Licenciado en Ciencias Políticas y de la Ad ministración y dirige la empresa familiar Aguilar Cinema, que lleva el cine a pueblos de toda la Comunidad Valenciana. Ha trabajado en À Punt Ràdio, Radio Nacional de España, en diversas filmotecas en tareas de recuperación de patrimonio cinematográfico, y es profesor de historia del cine en la Real Academia de Cultura Valenciana.
En 2009, recibió el Premi Tirant Especial y, en 2015, la Medalla de Bronce de la Real Sociedad Valenciana de Agricultura y Deportes por su contribución a la difusión del patrimonio cinematográfico en la sociedad valenciana. En 2019, publicó junto a Miguel Poyatos ‘La historia de España en 50 tuits’ (Martínez Roca).
En 2013, la llegada de la técnica digital supuso un alivio para los peliculeros que vieron cómo se reducía notablemente el peso de sus equipos, así como el tiempo de montaje, aunque Aguilar dice echar de menos la textura y calidad del 35 milímetros.
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