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‘Chungas calles’, de Abelardo Muñoz
Libros del Baal (Ediciones Canibaal), 2024
Conozco a Abelardo Muñoz desde hace medio siglo, que se dice pronto, pero es casi toda una vida. Coincidimos en los ambientes antifranquistas de la Universidad de Valencia en el arranque de los años 1970. Él era un chaval enjuto, nervioso y escurridizo como una lagartija, y ya entonces poseía una amplia cultura.
Le fascinaban las obras de los autores malditos franceses, tipos como Bataille o Artaud, y no sé cómo se las apañaba para conseguir discos del pop y el rock británico y estadounidense que aún no habían aterrizado en España.
Así que no solamente hablábamos de política –Franco daba sus últimos coletazos y los dos participábamos en la clandestina resistencia democrática–, sino también de amor y sexo, de literatura y música, de viajes físicos y éxodos mentales. Por entre las grietas de la dictadura habían llegado a ciudades como Barcelona, Valencia, Madrid o Sevilla los ecos de las revueltas juveniles de París y Berkeley. Queríamos transformar el mundo y también cambiar la vida.
Abelardo Muñoz acaba de publicar ‘Chungas calles’, un librito excelente. Que conste que no escribo librito para desdeñarlo, sino como alusión a su tamaño físico. Publicado primorosamente por la Editorial Canibaal, ‘Chungas calles’ es un volumen pequeño y manejable como un breviario. Que conste, asimismo, que no lo tildo de excelente por la amistad que me une con el periodista y escritor valenciano.
Abelardo y yo tenemos un montón de cosas en común: el espíritu incombustiblemente progresista, la pasión por el reporterismo de calle y la buena novela negra, la afición de deambular por países como Cuba y Marruecos y cierta tendencia a caminar por los bordes del precipicio. Pero si su libro no fuera bueno, no estaría escribiendo sobre él. Abelardo lo sabe.
‘Chungas calles’ es un testimonio del llamémosle azote de los estupefacientes en polvo –el caballo y la farlopa– en la Valencia de los primeros años 1990. Pero no se asusten, no es una monserga moralista financiada por una fundación de lucha contra la drogadicción. Es un libro realista compuesto de estampas tan negras como verdaderas. Tampoco es un aburrido ensayo sociológico fabricado con cifras y porcentajes por un académico que jamás ha pisado esos callejones oscuros de la ciudad donde huele a orina, vómito y sangre.
El material de Abelardo Muñoz son lugares, personajes, situaciones y diálogos concretos, que él describe con una prosa tersa y directa, como la de los grandes maestros del periodismo y la literatura americanos que él y yo tanto admiramos.
Sirva de muestra esta frase rotunda: “He visto a niñas bien de la Gran Vía ofrecerse a chupársela a un negro para conseguir una papelina”. O esta tierna descripción de un tal Pepe Senent: “Saludaba a las ancianas pensionistas con ademanes de dandi, me recitaba en ocasiones largos versos de Campoamor o Juan Ramón Jiménez y de noche espantaba con un chuzo en punta a las ratas que le mordían los zapatos”. O este delicioso parrafito: “El periodista se enamoró de la atracadora que había ido a entrevistar a la cárcel de mujeres. Quedó atrapado al instante por sus ojazos verdes y sus dulces maneras”.
Hammett, Hemingway y Hunter S. Thompson no podrían haberlo dicho mejor. Y es que ‘Chungas calles’ es, ante todo, un libro muy bien escrito, de esos de los que puede decirse –supremo elogio– que no le sobra una palabra. Quizá Valencia –la Valencia oficial, la de las derechas casposas y las izquierdas cuquis– no lo sepa, pero cuenta con un autor de la estirpe del cubano Pedro Juan Gutiérrez y el americano Bukowski. ¿Quiero decir sucio? Bueno, quizá también quiera decirlo, ¿por qué no? De temática sucia y prosa limpia. Pero, sobre todo, lo que quiero decir es que la escritura de Abelardo es auténtica, de las que saben de lo que tratan.
“Jamás olvidaré los gritos de ánimo de los mangantes que atestaban el barrio viéndome correr como una liebre”, cuenta en una escena el narrador de ‘Chungas calles’. Pues sí, Abelardo, corre. Sigue corriendo, sigue escribiendo.
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