Fernández Mallo

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‘Madre de corazón atómico’, de Agustín Fernández Mallo
Seix Barral, 2024

Estudió Física, pero nació escritor. En Agustín Fernández Mallo (A Coruña, 1967) confluyen dos formas de ver la vida –la de la racionalidad científica y la del simbolismo de la literatura– que a él, una de las figuras más destacadas de la llamada generación Nocilla, le dio por bautizar como postpoesía.

Su última obra, ‘Madre de corazón atómico‘, presentada a finales de mayo en la Llibreria Ramon Llull de València junto a Rafa Cervera, es un excelente ejemplo de ese maridaje entre razón y poesía. Una reflexión que ahonda en su concepto de afterpop y en la que reflexiona sobre la inexistencia de la muerte con fin.

Tu editorial vende la novela como el viaje que hizo tu padre a Estados Unidos en los 80 para comprar vacas, pero es mucho más.

Eso no resume el libro, pero sí es uno de los episodios más importantes. Es una anécdota que delata lo particular y creativo que era mi padre en su profesión de veterinario, porque nadie se había atrevido a hacer algo así en aquella época. Pero la idea del libro no nace de esa anécdota, sino hace doce años, cuando mi padre muere y me doy cuenta de que, en realidad, no ha muerto.

Empieza un proceso muy misterioso por el cual la persona fallecida se rearma con otra cabeza y resucita dentro de ti. Eso es algo que, lógicamente, nunca había experimentado porque un padre solo muere una vez. Entonces, me doy cuenta de que la muerte no existe, que se muere para resucitar, y eso lo entiendo como su última gran enseñanza: muero para que te des cuenta de que no mueres.

¿No viste venir esa sensación?

Para nada. Cuando estaba con él en el hospital era porque se iba a morir del todo. Hay un momento importante, un año antes de fallecer, cuando por culpa de la demencia senil es la primera vez que no me reconoce, y se me abrió un abismo bajo los pies. Yo estaba preparado para asumir su decadencia física, pero no la cognitiva. Era como si todo lo que había vivido hasta la fecha fuese un decorado: se cierra el telón, se vuelve abrir y todo ha cambiado.

Es él, son sus gestos…, pero nada es igual. Ahí se origina la pregunta que, en cierto modo, es lo que me hace escribir el libro: ¿quién hay ahí? Es la incógnita de la identidad, de si es la misma persona. A nivel filosófico y emocional, el libro se articula en esos dos puntos: la resurrección tras la muerte y la identidad como alucinación del ego. Esa identidad es algo voluble, que va y viene, que no sabemos quién es o de quién es.

Y, supongo, de ahí la necesidad de recuperar vuestra relación, que, en cierto modo, es un poco la historia de España

Sí, pero no es la intención. Mi padre ahora tendría 100 años y su biografía es la del siglo XX en España. Ese retrato nace de la necesidad de contextualizar su vida, pero es colateral y casi involuntario. No era mi intención convertir su vida en la metáfora de la historia de este país.

Agustín Fernández Mallo, con su novela ‘Madre de corazón atómico’ sobre la mesa. Imagen cortesía del autor.

La literatura y Freud obligan a matar al padre, pero aquí es todo lo contrario. No solo lo revives, sino que su biografía, de alguna manera, explica la tuya.

Sí, la literatura te obliga a matar al padre…, pero también a según qué edades. Evidentemente, para que la sociedad avance hay que romper con el pasado e intentar superarlo, pero luego llega un momento que te reconcilias con todo eso. Entonces, no necesitas matarlo, sino aprovechar lo que te ha dado, precisamente, para que puedas superarlo.

Hay una cosa que me hace gracia. Destacas de tu padre su compromiso con la razón, con la racionalidad, que suena hasta decimonónico. Eso que antes era lo normal, creer en la realidad, se está convirtiendo en una rareza, es casi opcional.

Sí, todo ha cambiado mucho. Las emociones se han convertido en un argumento de autoridad, algo que es denunciable. Para una mentalidad que venga de la lógica aristotélica y de la filosofía griega, que es de donde viene Occidente, debía ser así, pero ahora la gente se cree que un sentimiento subjetivo es un argumento de peso. Si mi padre levantara la cabeza, se asombraría.

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¿Qué crees que pensaría tu padre del libro? En cierta ocasión, contaste que no le gustaban las novelas, lo veía como algo menor, aunque esto es un ensayo.

Eso no es tan extraño. Para gente de otra generación, la novela era un entretenimiento para la burguesía ociosa. Él podía ver como un género serio la poesía o el teatro, pero no la novela, que surge como hoy día los fanzines.

En su tiempo, era una cosa híbrida y debió de quedarse con esa copla… Bueno, o no le gustaba el género. A mí me pasa lo mismo, y eso que es lo que me ha dado fama y gloria [se ríe]. Pero era una persona curiosa y enormemente creativa, y, con el tiempo, me di cuenta de lo mucho que me había influido.

Él, como veterinario, utilizaba argumentos de otras disciplinas. Con los años, me he dado cuenta de que, cuando escribo, hago lo mismo que él: tomo del cine, del cómic, de la publicidad, de la ciencia… Es algo que, involuntariamente, él me transmitió. De eso me he dado cuenta al escribir el libro, de todo lo que nos dejan los padres, de lo que nos van transmitiendo.

Quizás el mejor ejemplo para definir cómo veía tu padre el mundo es la portada del libro.

A mí, mi padre nunca me contó un cuento, pero me describía la realidad de una forma científica, y así desde que era pequeño. Eso me dio a entender que la realidad tiene una cara b, solo que hay que saber verla. Para mí, era como fantasía y, con el tiempo, te das cuenta de que es también la misión de la poesía, que sirve para ver lo que tenemos delante, pero de una manera que nadie lo ve, una cara semioculta, pero no como fantasía. Describir un arándano o la tabla periódica como lo hacía él ha influido mucho en mi poesía.

Portada de ‘Mother of Atomic Heart’, de Pink Floyd (izda.), que inspiró la de ‘Madre de corazón atómico’.

A eso me refiero al hablar de la portada. Es curioso que en toda esta historia aparezca Pink Floyd.

‘Atom Heart Mother’, el quinto disco de Pink Floyd, entró en casa de la mano de mis hermanas mayores y, por supuesto, mi padre no lo escuchó nunca. Para él, ese tipo de música no le merecía ninguna consideración. La portada es muy famosa porque es una foto de una vaca holstein en medio del campo. Ni siquiera aparece el nombre de la banda.

A él, como veterinario, le pareció una maravilla y me contó todo sobre el tipo de vaca holandesa frisona: por qué no tiene cuernos, que daba tanta leche, que tenía esas manchas… Y eso, para mí, con 8 años, es epifánico, porque me doy cuenta de que se está fijando en algo en lo que nadie más se ha fijado.

Entonces era pequeño para saber qué consecuencias iba a tener eso en mí, pero me extrañó que no le interesara la música, sino la foto; fijó su mirada en algo que nadie miraba y que, sin embargo, era lo primero que veías: la carátula de ‘Atom Heart Mother’ precede a su contenido.

Todo eso hay sido una enseñanza tremenda, lo de centrar mi atención en algo en lo que nadie se fija: donde alguien ve una lámpara, a lo mejor, yo veo la Torre Eiffel. Y eso se ha convertido una constante de mi literatura: unir cosas y conceptos que, aparentemente, están separados.

¿Y por qué te costó casi una década encontrar el tono para el relato?

Yo escribo muy rápido y, por lo general, no me cuesta encontrar el tono; no suelo tener dificultades para escribir. Mi problema no es el folio en blanco; en todo caso, que tengo muchas ideas y cómo ordenarlas. Mi problema era que todo era real, pero no quería que fuera una especie de documental, sino darle un aspecto de novela. Y eso es complicado cuando es algo que has vivido.

No es fácil, por ejemplo, dejar algo en suspenso para retomarlo luego. Además, por otro lado, y quizás más importante, creo que en cada página hay varios mundos por abrir y, dada mi mente fantasiosa y novelística, empezaba a escribir cosas alucinantes, me estaba mostrando demasiado. No podía utilizar la muerte de mi padre para ser yo el protagonista, ni siquiera en la forma de contarlo.

Fotograma de ‘Una historia verdadera’, de David Lynch.

Al final, conseguí un equilibrio, que no pareciera una competición en plan tú te has muerto, pero yo me he quedado sin padre. Por eso he subtitulado el libro ‘Una historia verdadera’, como la película de David Lynch, diametralmente distinta a ‘Carretera perdida’ y todas esas. Fue su forma de decir: “Yo también sé hacer un haiku”. Ese es el tono que quería y que tanto me costó encontrar, de una manera profunda, pero sin que mi presencia como escritor se note tanto.

La pérdida de memoria es muy cruel para el que lo sufre, pero también para los que están cerca.

Siempre digo que al cuidar a un bebé, cuidas para el futuro, para algo que va a ser, pero cuidar para alguien que sabes que se va a morir es muy amargo. Y cuando esa persona ha perdido los recuerdos, es más duro cuidar para la muerte, pero hay que hacerlo. Sin embargo, mi libro es optimista, una celebración de la vida de mi padre.

Hay un detalle que parece una metáfora: tu padre lo iba olvidando todo, menos a tu madre. Parece una forma de rebeldía contra la muerte.

Es algo muy bonito y mi madre, aún hoy con 100 años, está muy orgullosa. Está feliz por haber vivido eso, y esa felicidad está en el libro cuando consigo unirlos en la última página.

Al final, lo del viaje de tu padre a Estados Unidos no es para tanto.

Es importante porque refleja su espíritu avanzado, creativo y su mentalidad pionera, pero ni siquiera para él era un episodio que marcó su vida. Lo hizo y luego se dedicó a otras cosas. Pero más que el viaje, es cómo me lo contaba: sin alardes de ningún tipo ni falsa modestia, pero a la vez maravilloso.

También es importante que a las cosas no haya que sumarles fantasía, porque la realidad ya puede ser fantástica per se. No hace falta hacer subrayados, exagerarla… en estos tiempos de emotividad superlativa. Los hechos contados tal y como son pueden ser mucho más interesantes.

Y a mí, que me gusta la literatura poco adjetivada, me ha permitido crear un texto que cuando digas algo tan simple como “mesa”, por ejemplo, lo digas todo. No tiene que ser bonita, circular, de madera… Es mesa y ahí está todo.