“No quiero ser un cascarrabias”. Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) lo dice poco después de dejar constancia del aburrimiento que le produce el mundo del arte actual. “Es muy difícil de comprender y me produce agotamiento”. El marco de ese aburrimiento y de esa incomprensión lo describe con la elegancia ácida del artista que vivió el incendio parisino de Mayo del 68. Pasados los años, habla como si leyera el presente sobre las cenizas de aquella experiencia. Y esto es lo que ve. Primero: “Ahora hay una sovietización del arte”. Y segundo: “Estamos en un mundo lleno de funcionarios, consejeros y burócratas”.
Eduardo Arroyo desgrana cada una de sus afirmaciones con una voz que suena socarrona. Quizás no lo pretenda, pero así le sale. “Hoy día el artista trabaja para el Estado, por la naturaleza misma de su trabajo”. Y para subrayar esa crítica, pone un ejemplo acerado. “Supongo que no es nada fácil vender 200 camellos disecados, salvo que todo ello termine en un museo”. Museos que ve todos iguales, “con los mismos nombres y las mismas exposiciones”. Es lo que ocurre cuando el mundo (segundo de sus postulados) se llena de funcionarios y burócratas que ejercen un poder muy grande (“habría que preocuparse por ello”).
Salva de la quema al MuVIM. Arroyo ha realizado el cartel anunciador de la exposición que el Museu Valencià de la Il.lustració i de la Modernitat dedica a Blasco Ibáñez, y que se inaugurará mañana. Del resto no dice nada bueno. No sólo por lo que respecta al IVAM. El alcance de sus críticas abarca toda España. “Lo que he dicho es algo generalizado”. Y se sustenta en lo que considera una “connivencia muy fuerte entre el poder político y las instituciones culturales”. Espera, sin mostrar demasiado optimismo, que tras las próximas elecciones “no se vuelva a desmantelar todo en función del partido ganador”.
Eduardo Arroyo no dejó títere con cabeza en los años 60. Concretamente, las cabezas de los dictadores que cáusticamente pintó en la III Bienal de París: Franco, Hitler, Mussolini y Salazar. Tampoco vio con buenos ojos las vanguardias que, a su juicio, adormilaban con su propuesta rupturista absorbida en última instancia por la cultura dominante. “Hoy se habla de pintura política, pero yo no la veo”. El escándalo que Breton dio por finiquitado en aquellos años del mayo francés, Arroyo lo sitúa precisamente en 1965. “Dicen que el último escándalo lo protagonizamos nosotros por haber asesinado a Marcel Duchamp”.
De aquella batalla por las libertades, Arroyo recuerda sus cenizas. Y se apresura a decir que, lo mismo que sucedió en París, también aquí se produjo un cambio de la dictadura a la apertura en todos los órdenes. Apertura con el mismo tufillo regresivo. “Ahora hemos vuelto a lo anterior: somos un país cuyo tema mayor es prohibir, prohibir, prohibir”. Y de nuevo la clase política como máxima responsable. “La culpa no la tiene el banquero, que va a lo suyo, a ganar dinero, sino el Estado que le ha dejado ganar ese dinero a mansalva”.
De Blasco Ibáñez dice que es un personaje cosmopolita que, al igual que Sorolla, ha sufrido injustamente la tendencia a subrayar sus aspectos más folclóricos y localistas. La exposición que le dedica el MuVIM (“va a sorprender muchísimo”) viene a subsanar ese sesgo. Arroyo ha realizado asimismo 31 ilustraciones “bastante duras” de Sangre y Arena. Como duro es el mundo del boxeo y de los toros por los que el pintor madrileño siente verdadera pasión. “Yo no veo la violencia en los toros o el boxeo, sino la misma persecución por el deseo de prohibir”. Y pone como ejemplo Cataluña: “Les molesta una fiesta que consideran española”.
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