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‘Al despertar el día’ (Le jour se lève), de Marcel Carné
Con Jean Gabin, Arletty, Jacqueline Laurent y Jules Berry
Francia, 1939 (89 minutos)
Filmin
A la hora de dormir, cuando lo único que se puede escuchar en la calle son los maullidos de los gatos callejeros y los lamentos de algunos perros esperando la llegada de sus dueños para que les den de cenar, en algunos lugares, las personas se encuentran solas. Sin más compañía que algún programa aburrido en el que fijar la mirada, mientras distraen su cerebro aguardando esa hora de meterse en la cama y cerrar los ojos para abrirlos en un nuevo día.
‘Al despertar el día’ (1939), de Marcel Carné, empieza con el desenlace de la historia que aún no se nos ha contado. Esta técnica, utilizada en muchas otras cintas a lo largo de la historia de la cinematografía, desde la perspectiva actual no nos sorprende ya lo más mínimo. Pero si podemos ponernos en la piel de un espectador de finales de la cuarta década del siglo XX (¡casi un siglo de diferencia!), puede que nuestro enfoque a la hora de ver y disfrutar este largometraje cambie bastante.
La historia empieza contando el final, pero sin adelantar al principio. Un hombre dispara a otro, pero no conseguimos ver nada, lo único que tenemos delante es una puerta de una habitación y unas escaleras. La puerta se abre y vemos cómo un hombre sale herido y cae por las escaleras. Ya está, ya sabemos el clímax de la obra. Ahora tan solo tenemos que recorrer el camino para llegar detrás de esa puerta.
Marcel Carné utiliza al propio protagonista, para que, mediante sus recuerdos, vaya ahondando en el cómo y el porqué de la situación que se presenta frente a él. La policía lo tiene asediado en su pequeña habitación, mientras el hombre se refugia en ese diminuto apartamento intentando huir de todos, alejándose lo máximo posible sin moverse del sitio y con la noche como testigo mudo de su búsqueda de una soledad que no llega.
La trama que nos destapa Carné es la de François (Jean Gabin) enamorado de Françoise (Jaqueline Laurent). Vemos cómo estos se conocen, se enamoran y el amor crece entre ambos. Pero llega el momento en el que todo lo bonito empieza a parecer… menos bonito. Las dudas, los sentimientos encontrados y los celos (aunque nunca se admitan) aparecen en el tablero de este juego que es la vida -y el amor-.
La mentira -o, si no ella, su prima hermana, la ausencia de la verdad-, aparece también. La guapa Françoise, a pesar del amor que siente por François, le oculta el hecho de sus encuentros con un adiestrador de perros ambulante, Valentín (Jules Berry). François, herido en su orgullo masculino, decide aceptar dicha información, pero también decide no quedarse de brazos cruzados.
Así que se esconde para poder seguir a su joven amada a uno de esos encuentros. Al llegar al espectáculo de Valentín, el hombre (Gabin), conoce a Clara (Arletty), una chica que se queda prendada de él desde el primer momento, y con la que comenzará una relación, pero tan solo será física. El amor de François pertenece a la joven Françoise.
La cinta pasa por esas escalas de una relación en la que parece que los amantes se han olvidado el uno del otro, pero nada más lejos de la realidad, pues es la realidad la que acaba por unir a las personas. La historia continúa inexorable hasta el momento del disparo en la habitación.
Junto con esos flashbacks que rememora el personaje de Jean Gabin solo en su habitación, observamos cómo la otra historia que se desarrolla dentro de la cinta sigue adelante. La policía intenta entrar en la habitación (sin mucho éxito) para detener al asesino del hombre -que ahora ya conocemos con el nombre de Valentín-. El asedio de la policía llega a rozar la incompetencia, en algunos momentos, pero la historia avanza en pos de un bien mayor: el desenlace de la historia de los remordimientos de François.
Esos remordimientos, junto con la soledad autoimpuesta de François -solo con sus pensamientos y sus fantasmas-, tienen su máximo exponente cuando se asoma a la ventana y ve la plaza abarrotada mirando hacia su habitación, como esperando ver el desenlace de una obra de teatro, como si fueran meros espectadores. La reacción que suscita en el atormentado hombre es la de gritar.
No grita a la gente arremolinada en la plaza -que también-, sino que parece que nos grita a nosotros, a los propios espectadores de la cinta. Grita que le dejemos en paz, que le dejemos solo, que no quiere saber nada de nadie. En ese instante, no podemos evitar rememorar el sonido del disparo que hemos escuchado al comienzo de la cinta y, como un clic, nuestro sabio cerebro nos lleva a evocar el comienzo de la película y sentir cierta empatía por el angustiado personaje de Jean Gabin.
A veces, los remordimientos pueden ser más crueles que cualquier castigo humano. Nadie sabe lo que cada uno deja vagar por su mente; es algo tan personal que nadie quiere dejar salir. Puede que, por eso, los programas vacíos de sentido que pueblan los miles de cadenas televisivas mantengan nuestras mentes en un estado letárgico continuado. Quizá sea el mejor remedio para no conocer “eso” que guardamos con tanto celo en nuestro interior.
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