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Entrevista a Albertina Carri
Con motivo del preestreno de ‘¡Caigan las rosas blancas!’
Filmoteca de València
Lunes 7 de abril de 2025
La Filmoteca de València acogió a la cineasta argentina Albertina Carri, una de las voces más personales y combativas del cine latinoamericano, en el preestreno de su séptimo largometraje, ‘¡Caigan las rosas blancas!’, presentado antes en el Festival de Rotterdam, como parte de una completa retrospectiva a su filmografía titulada ‘Trascender los géneros, liberar las imágenes. El cine mutante’.
El ciclo se inauguró un día antes con el pase de ‘La rabia’ (2008), a propósito de la presentación del libro sobre la película, escrito por Michèle Soriano y publicado por Ediciones Contrabando.
Su último trabajo es una perfecta demostración de esa mirada libre y transgresora, con la que vuelve a explorar gran parte de sus búsquedas iniciadas en anteriores películas, mientras que transforma, retuerce y explora el terreno por el que transita. En el marco del preestreno, charlamos con ella.
Comencemos por ‘¡Caigan las rosas blancas!’, que, si bien no es una segunda parte de tu anterior trabajo, ‘Las hijas del fuego’ (2018), es inevitable hermanarlas. ¿Nace de una necesidad de continuar trabajando los temas tratados antes, como la representación de los cuerpos y del placer femenino, o querías partir de otra perspectiva?
No, en realidad esta película fue una trampa que me tendieron las chicas [las actrices] y parte del equipo, entre ellas, la productora, ya que, a partir de la experiencia de ‘Las hijas del fuego’, que es una película superindependiente que nos obligó a repensar en las formas de hacer cine –donde hubo que buscar nuevas dinámicas de trabajo, y que luego tuvo un recorrido muy grande–, me propusieron hacer una nueva película. Y mi respuesta fue que no [risas]. Y, finalmente, me fueron atrapando [risas].
Evidentemente, es una broma decir que fuera una trampa, pero sí que es verdad que me fueron seduciendo de a poco con la idea de hacer una nueva película. En realidad, me surgió el deseo y las ganas de volver a trabajar con ellas y con parte del equipo original porque sentía que aún había más tela para cortar.
La primera película trabaja sobre un género cinematográfico específico, que es el porno, y en esta, desde el principio, a mí me parecía que era la oportunidad de profundizar en ciertas cuestiones o discusiones que habían aparecido en la primera, tanto en relación al paisaje, el territorio, el viaje, el tratamiento de los cuerpos y, por supuesto, el deseo.

Es una película que se transforma conforme va avanzando, incorporando texturas y géneros que van mutando. ¿Esto surgió de una manera orgánica o te apetecía trabajar en ellos y, por tanto, fue algo deliberado?
Sí, totalmente. Es algo muy pensado, meditado y estudiado desde el guion. Porque lo complejo en este sentido era lograr que el espectador te siguiera acompañando a lo largo del metraje, y mi gran preocupación era cómo esos cambios se iban haciendo de una manera orgánica. Empieza siendo cine dentro del cine para, luego, irse a la comedia musical y pasar a la hilarante y después al terror… La idea era cómo ir leudando todas esas narrativas, de manera que, cuando llegamos al último acto, estamos preparados para lo que viene.
Y lo que viene es algo onírico cargado de simbología en torno a la naturaleza y, en especial, a esas flores que tanto pide Viole en un principio, antes de negarse a continuar con el rodaje, que es lo que desencadena la acción. ¿Cómo llegaste hasta ahí?
Me fue llevando hasta ahí. Es una película de viaje y, en la anterior, lo que sucedía es que se iban sumando personajes al deseo y se iba haciendo comunidad. Una vez formada esa comunidad, para mí lo interesante de volver a filmar con ellas era exponerlas a los cambios de humor según los territorios y las contingencias a las que las llevan las diferentes aventuras, porque no todo es celebración. Y, en este sentido, para mí era necesario hacer un viaje hacia lo fantástico, hacia la magia y el misterio. Hacia el no saber, hacia la incertidumbre.
Digamos que el viaje que se hace en la ficción también lo haces en lo narrativo y artístico.
Totalmente. Es así.
Volviendo a la idea de mutación que hay en la película, podemos ver tu cine como algo en movimiento, donde constantemente esquivas la rutina artística y te vas transformando.
Siempre fui muy inquieta y curiosa. Y, cuando dicen que mis películas no se parecen entre sí, respondo que yo intento no imponerle gustos personales, de alguna manera, a la narración. Para mí, el lenguaje cinematográfico es infinito; presenta una cantidad de herramientas que me dan ganas siempre de probarlas todas, aunque sea imposible.
Mas allá de eso, me interesan las formas, más que el contenido o el tema. No es que desestime la temática, sino que primero pienso en la forma. En general, las primeras ideas que tengo sobre una película son más conceptuales, como, por ejemplo, en ‘La rabia’ es la naturalización de la violencia. Y, a partir de ahí, es que empiezo a construir la forma en que se va a hacer la película, además de la historia que va a contar eso.
En ‘¡Caigan las rosas blancas!’, había una batería de ideas con respecto al viaje, a cuánto influye el territorio y a cómo se modifica el grupo y la subjetividad de cada uno de los personajes. A cómo el deseo también es errático para llegar a un supuesto objetivo. Entonces, la forma es algo que no impongo a la película, sino que se va dando a medida que se va construyendo.
Hay otros cineastas que trabajan en torno a un sonido, o a una imagen o a un personaje. Yo, en cambio, no soy muy del personaje. De hecho, las individualidades están siempre diluidas, incluso en mis películas más clásicas, como ‘La rabia’, donde, finalmente, el protagonista de la película son los dibujos; o como eso que cobra vida en ‘Los rubios’(2003), que es un documental que, aunque parezca una película más de personaje, la actriz que me representa se diluye en mí y yo en ella, el equipo en nosotras y nosotras en el equipo, hasta que, finalmente, hay otro protagonista que es esa forma de influencia que también está siempre en la fantasía.

Y ¿cómo llegas a eso? Me refiero a cómo consigues ese equilibrio entre la ficción y lo real, algo que es muy inherente en tu cine.
No sé [risas]. Mirá, mientras te escucho pienso en Pasolini, que decía que amaba la realidad porque era parte de su materia prima. Yo pienso en lo real en esos términos. Para mí, es una herramienta más dentro del lenguaje de lo cinematográfico. Del mismo modo que lo es la ficción. Por tanto, creo que el equilibrio aparece porque yo trabajo en esa amalgama.
Incluso ‘Géminis’ (2005), que es mi película más clásica, también en esa lógica de trabajo de ficción hay un involucramiento muy grande de lo real. Creo que, una vez que modificas el punto de vista de las cosas, se modifican. Esa es también la responsabilidad que siento con las imágenes, con los sonidos y como cineasta.
En tu filmografía, siempre orbitan la mirada y las formas de retratar, y, a su vez, cómo estas son percibidas. La idea del metacine no solo como elemento artístico, sino también como una forma de hacer política. La manera en que retratas el desgarro de los desaparecidos por la dictadura, el placer femenino…
El metacine, siempre [risas]. Es que tengo una curiosidad alrededor de las formas de representación porque creo que ahí están las claves de cómo visibilizar o invisibilizar cuestiones. Las formas de representación tienen que ver con cómo se nombran determinadas cosas, cómo se las naturaliza o se las desnaturaliza.
Esto me preocupa, es una búsqueda que me lleva a explorar las distintas vías de representación y a no quedarme con lo dado, con lo existente. ‘Las hijas del fuego’ es una película que surge a partir de la falta de imágenes alrededor del deseo femenino y la celebración de la identidad lésbica. Es alrededor de eso que yo construyo la película.
Por ejemplo, la última secuencia, con el plano sostenido de una mujer llegando al orgasmo.
Claro, es eso. En la historia de la cinematografía hay cientos de planos de una mujer llorando. Si quien lee esto hace el ejercicio de pensar, seguro que le vienen a la cabeza muchísimos ejemplos. Sin embargo, una mujer, donde goza sostenidamente, directamente frente a nosotros, no. Ahí es donde pienso: “Tengo que hacerlo”.

Siguiendo con esta idea, ‘Las hijas del fuego’ es una consecuencia de las exploraciones en torno a la pornografía que comenzaste en ‘Barbie también puede estar triste’ (2002) y ‘Pets’ (2012). ¿Cómo consigues hacer tuyo y resignificar algo tan heteropatriarcal?
Bueno, yo inicié toda una investigación hace años. De hecho, me gusta decir que tardé dieciocho años para hacer ‘Las hijas del fuego’ porque tenía que esperar a que creciera la generación capaz de interpretarla [risas]. Yo venía desde mis inicios con la atención puesta sobre el género pornográfico; siempre me provocó mucha curiosidad porque es un género históricamente pedagógico, muy discutido en los 70, donde había corriente que decía que había que prohibirlo.
Siempre fue un género muy abusivo para las mujeres y, también, por qué no decirlo, para con los hombres. Es la objetualización de los cuerpos: los limita solo a eso, a algo irreal que genera una expectativa muy dolorosa. Y fíjate que me interesa la palabra “expectativa”; es una palabra que me ronda siempre. Salir, romper con eso que se espera, quebrar con esa lógica que da el capitalismo, que no es otra que la creación de un deseo imposible.
Es separarse de esos sujetos universales que nombran en ese cine hegemónico, incluso ahora que también ha llegado al cine independiente, que tiende a esa universalidad que nos deja fuera. Porque quedamos cientos, miles afuera. Por tanto, intento hacer un cine que incluya a todos esos desterrados, a aquellos a quienes las imágenes están excluyendo.
Justamente, una de las virtudes de tu cine es la coherencia y la fidelidad a tu mirada. ¿Cómo haces para no sucumbir a esa marea que homogeniza al diferente y mantenerte como una extraña avis en la cinematografía actual?
No sé [risas]. Me han hecho propuestas y siempre me he negado. Hay algo que siempre me para. En este sentido, aparece reflejado en ‘¡Caigan las rosas blancas!’ cuando llegan al apartamento de San Pablo y dicen: “Esta es la vida que me merezco”. Son ricas y tienen todo lo que deseaban, pero deben hacer un documental sobre la aporofobia. Entonces, ahí está el coste del dinero.
Y el de tu libertad artística y creativa.
Claro. Porque tienen que hacer pornomiseria para vivir de esa manera. Entonces, hay que hacerse responsables de las decisiones que una toma. Yo paso de eso. Ese momento es un gran homenaje a ‘Agarrando pueblo’ (1977), de Luis Ospina, que es una película muy importante de finales de los 70, donde habla de los cineastas latinoamericanos que nos hemos visto obligados históricamente a hacer pornomiseria.
A denunciar la miseria que nos circunda, y que, por un lado, es muy entendible y noble en muchos casos porque vivimos en una realidad muy extrema, pero que también, por momentos, se vuelve algo tóxico, por usar una palabra muy contemporánea; se vuelve nocivo incluso para el lenguaje cinematográfico, para la propia realidad. Se convierte en puro extractivismo.
¿En parte por esto que dices surge la figura de la vampiresa? De su imagen se desprenden varias vías de debate, no excluyentes entre sí, sobre la memoria o el colonialismo, que tienen que ver con nuestra historia colectiva e individual…
Sí. Existe un juego alrededor del vampirismo a lo largo de toda la película. Era algo que nos sobrevolaba porque, en sí, me interesa el tema de las vampiras lesbianas, que es un género existente. Inspiradas en ellas, partiendo de ellas, surgen muchas ideas que se van cociendo a lo largo de toda la trama.
Por un lado, está el vampirismo en relación a lo cinematográfico, que se muestra a través de los géneros que se van succionando entre ellos. Y también en las escenas sacadas de otras películas, como la inicial, que es una copia casi literal de ‘La Ricotta’(1963), de Pasolini, o en la de terror, que remite a Carpenter. Y así va apareciendo esa idea del vampirismo, que no del homenaje.
Luego, en la figura de la vampira, que es española, que lleva a pensar directamente en lo colonial y que, a su vez, ha sido vampirizada en su propio cuerpo. Entonces, se trata de todo un abanico de las distintas formas del vampirismo: sobre el territorio, sobre la literatura, a través de esas citas que aparecen a lo largo de la película. El momento en que Violeta hace la lista de aquello en lo que confía, ahí aparece muy explicitado qué estamos vampirizando.
Finalmente, la presencia de la vampira es sobre territorios vulnerables; Latinoamérica como territorio vulnerable que ha sido avasallado y que sigue siendo apropiado, y donde todo el tiempo se está intentando instalar una colonia, y, por supuesto, también las mujeres. Y, por último, el vampirismo de la historia. Ella pasó por muchas partes de la historia de la humanidad por lo que puede hacer ese relato sobre las formas de vincularse con lo humano y lo no humano.

¿Como es la relación que tiene tu filmografía con los paisajes, que los lleva a convertirlos casi en un personaje más? ¿Y cómo logras esa relación entre lo autóctono del terreno y lo universal de tu cine?
Porque, en principio, no lo folclorizo. Y, también, porque no lo pienso en términos de paisaje, sino en términos de territorio. La diferencia es que el paisaje es algo que está ahí, que se mira y es como una mirada antropológica, que se ejerce a la distancia.
En cambio, el territorio lo concibo como algo en el que vos podés vivir, cartografiar, es parte de ti. Y constituye otra materialidad en términos de imagen y sonido, porque esos planos están acompañados por una concepción sonora, y ahí es donde se construye esa idea de territorio y no paisaje que busco y que está presente en mis películas.
¿Cómo es estrenar una película como ‘¡Caigan las rosas blancas!’, en un escenario cada vez más hostil como este, donde la ultraderecha cada vez tiene más poder y, en concreto, un tipo como Milei está en la Casa Rosada?
Sinceramente, siento que es el momento exacto, de alguna manera, para estrenar una película así. Siento que ahora, más que nunca, es necesario hacer este tipo de cine, decir estas cosas, pensar estar cuestiones. No puedo decir que estoy contenta porque, evidentemente, lamento muchísimo el momento que estamos viviendo a nivel mundial, más allá de las particularidades de mi país en concreto. Pero es un movimiento de crisis global y creo que la peli plantea un poco eso: la cuestión de cómo vamos a pensar y nos vamos a pensar en este escenario tan incierto para unos y tan certero para otros, donde se está diseñando un mundo para que la mayoría quedemos fuera.
¿Y cómo ves la militancia, en tu caso, a través del cine, en un momento donde llegan a peligrar otras representaciones artísticas como la literatura, con los cuestionamientos a las obras de, por ejemplo, Dolores Reyes, Aurora Venturini o Gabriela Cabezón?
Bueno, obviamente, en ese sentido, es preocupante. Pero, para mí, hacer cine siempre fue muy difícil. Cada una de mis películas tuvieron unas estructuras de producción muy deformes y fueron muy costosas de hacer. También podría decir que es algo que me pasa mucho ahora dando clases o en los laboratorios, y es que las nuevas generaciones me preguntan: “¿Cómo vamos a hacer películas?”.
Y lo que les digo es que yo empecé en los 90, donde el Instituto [Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de Argentina] estaba manejado por el neoliberalismo más rancio del país, donde estaba Carlos Menem [presidente argentino entre 1989 y 1999] y Julio Mahárbiz [empresario ligado a la cultura], un personaje oscurísimo, donde apoyaban un tipo de cine horroroso.
Y mi generación, a la que se llamó Nuevo Cine Argentino –que ya éramos como el quinto Nuevo Cine Argentino [risas]–, fue porque nos prestábamos las cámaras, no comíamos, yo iba a comprar mini-DVD en la aduana porque me salían tres pesos menos –que lo compraba con lo que ganaba siendo asistente de cámara–, y no salíamos ni comprábamos libros para ahorrar porque no teníamos para nada más. Así íbamos haciendo las películas.

Y es una lástima que fuera así, y es terrible que tenga que ser así. Pero quiero decir que son las maneras en las que logras ser independiente de esos sistemas conservadores, que direccionan el tipo de cine que tenés que hacer o el tipo de discurso que tenés que tener. La libertad tiene un coste. Así como el dinero lo tiene y se muestra en la escena de ‘¡Caigan las rosas blancas!’, la libertad también lo tiene. Hay que elegir y saber tomar las decisiones.
Por ejemplo, a mí, con ‘Los rubios’, cuando todavía era un proyecto muy incipiente y todo el mundo lo rechazaba –porque en las fundaciones de documental me decían que era muy ficcionada y en las de ficción me decían: “Eso es un documental. Usted tiene una historia muy grande en sus manos, la de sus padres, y no es correcta esta forma en la que la está haciendo”–, apareció un productor francés que me dijo que la financiaba completamente a cambio de que la actriz principal fuera una chica francesa que me iría preguntando quiénes y cómo eran los desaparecidos … [risas], un delirio.
Y yo, aun teniendo 26 años, le dije que no, gracias. Y dudé mucho, después, sobre esta decisión porque luego me llevó seis años más hacer la película de la forma en la que la hice, sin que nadie creyera en el proyecto. Pero yo tenía la convicción de que eso otro no lo tenía que hacer. Son elecciones que tienen que ver con lo imaginario y con lo que pretendes del cine.
Para mí, el cine es un campo del pensamiento. En el momento en el que se rompe esa posibilidad, no me interesa hacer cine. Es algo que discuto mucho con mis productores. Si estas van a ser las condiciones, yo prefiero quedarme ordenando mi biblioteca, escribiendo mis libros. Son elecciones y lo único que puedo decir, de cara al futuro, es que ninguna de mis películas fue fácil de hacer.

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