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Acerca de Alice Munro, Premio Nobel de Literatura 2013
Detalles y fragmentos frente al largo porvenir
Hace ya unos cuantos años, Brad Hooper publicó un libro dedicado a Alice Munro. A Alice Munro: a la gran escritora que ya era entonces. Hablamos de 2008. Concretamente, el volumen de Hooper llevaba y lleva por título ‘The Fiction of Alice Munro. An Appreciation’.
El autor presentaba entonces su obra como un estudio de crítica literaria, como una aproximación erudita. En distintos capítulos, Hooper reconstruía sus historias, las de Munro.
Y rastreaba y advertía a los lectores acerca de la geografía y la demografía que hay en sus páginas: el Canadá rural del sur de Ontario. Señalaba también las obras literarias cuyas huellas pueden adivinarse en Munro: desde Antón Chéjov hasta Carson McCullers, por ejemplo. Y detectaba los motivos recurrentes que pueden hallarse en sus historias (el pasado que no pasa), el trazado de sus personajes…
Inmediatamente, el autor avisaba: salvo alguna excepción, salvo alguna novela, Munro se dedica al cuento, que es la forma literaria con la que habitualmente se expresa, la que le había dado celebridad… en 2008.
Dedicarse al relato corto no suele auparte, no suele llevarte a la gloria literaria. Tampoco te granjea el aprecio del gran público. Eso admitía Brad Hooper en 2008.
Bien mirado –indicaba el estudioso–, son escasísimos los volúmenes de cuentos que llegan a las listas de los libros más vendidos. Dicho de otra manera: ¿a cuántas personas podemos ver en lugares públicos, en aviones o en el transporte público, leyendo libros de cuentos… en 2008?
En otros términos: ¿cuántos de esos libros son objeto de discusión, incluso entre lectores ávidos y exigentes? Es más, ¿cuántos de esos volúmenes se eligen en los clubes de lectura?, apostillaba Hooper. Con sus propias palabras: “Or, for that matter, chosen by book clubs?”.
Más adelante, añadía otras consideraciones sobre los avatares y el porvenir del aprecio cultural. Por ejemplo, sobre los galardones literarios. Digámoslo tajantemente, añadía Hooper: de modo oficial, no existe una lista final de candidatos para el Premio Nobel de Literatura. Pero lo cierto es que, en los prolegómenos de la concesión, antes del anuncio del ganador del premio (el primer lunes de octubre), siempre hay especulaciones sobre qué escritores tienen más posibilidades.
En los últimos años, decía Hooper en 2008, el nombre de Alice Munro ha aparecido en esas listas oficiosas y entre las especulaciones recurrentes. Esto es, que su figura gozaba de tal prestigio que la posibilidad del Nobel ya le auguraba un largo porvenir. Imaginamos por esas fechas a la literata, expectante año tras año, en espera de que su nombre y su lucha temprana por convertirse en escritora se hicieran realidad. Se jugaba mucho y también su entorno, que siempre debe proteger a quien aguarda la gloria literaria.
¿De qué podía ser indicador tal cosa, la de estar en las listas de aspirantes? Esa presencia, ya habitual, era toda una declaración en sí misma, advertía Hooper. ¿En qué sentido? Pues en el sentido de que más allá de los nombres oficiales u oficiosos, dicha mención resultaba reveladora.
Munro, como una posible Nobel de Literatura, indicaba entonces hasta qué punto la escritora canadiense ya se había ganado el respeto de los lectores y los críticos de todo el mundo. A la altura de 2008 podía constatarse la certidumbre, más o menos general, de que Munro merecía del rango sagrado del Premio Nobel. Literalmente, en los términos de Hooper: “She deserves the hallowed rank of Nobel laureate”.
Pero Hooper no quería agigantar esas especulaciones. “¿Quién sabe realmente qué consideraciones se tienen en cuenta para seleccionar al ganador del galardón?”, decía con cierta amargura. Es más, añadía Hooper, ¿quién sabe en qué consisten realmente las deliberaciones del comité de selección?
“En consecuencia, ¿quién puede predecir con acierto si Alice Munro ganará algún día? O, literalmente: “Consequently, who can accurately foretell if Alice Munro will win one day?”.
Y ese día llegó.
Munro obtuvo el Nobel de Literatura en 2013. Por fin había alcanzado la gloria y todos los obstáculos que desde niña impedían consumar un porvenir distinto al esperado se habían superado.
Es más: al final, contrariamente al vaticinio pesimista de Hooper, la literatura de Munro también iba a ser objeto de discusión en los clubes de lectura. Más concretamente: en el Club de Lectura de la Librería Gaia de València, que yo coordinaba a comienzos de 2020 (y que ahora vuelvo a coordinar, en este caso, con Carmen García Monerris), dedicamos una las sesiones, muy provechosas, a Alice Munro.
Así sucedió. En Gaia, el lunes 27 de enero de 2020, convocados a las 20 horas, hablamos de Alice Munro: concretamente de ‘Mi vida querida’ (2012), de ‘Demasiada felicidad’ (2010). Y de otros libros de cuentos. Lo que abajo sigue inmediatamente es, en parte, lo que entonces dije y escribí, una parte de lo cual anticipé en redes. Ahora publico la versión completa.
Detalles o fragmentos
Hay en Alice Munro, en sus cuentos, los que forman ‘Mi vida querida‘ (‘Dear Life’, 2012), pero también los que integran sus otros volúmenes, una serie de rasgos que hacen de su escritura una obra reconocible y de excelente composición.
¿Cuáles son?
En Munro, hallamos una destacada atención a lo pequeño, a los aspectos aparentemente menores de la vida de las personas, fragmentos de sus respectivas existencias que no siempre tienen una conexión evidente o su continuidad. Sus peripecias relatadas son como un rompecabezas incompleto, siempre incompleto, con piezas sueltas o de muy difícil encaje. El entero de esa vida…, una totalidad que jamás veremos.
¿Qué son esos trozos de vida?
Debemos verlos más como fragmentos que como detalles. De un detalle conocemos el entero. De un fragmento, no necesariamente: sabemos que son trozos, pero no tenemos por qué saber a qué conjuntos pertenecen. Por tanto, las vidas contadas siempre son parciales, escasos momentos que no permiten ser reconstruidas en el entero de su duración.
En su literatura son frecuentes, también, los desfases temporales, unas dislocaciones que son todo un reto para quienes leemos a Munro. Pero ese desafío se resuelve bien gracias a las pistas que la autora nos da. Vamos y volvemos al pasado y al presente… Y así distinguimos momentos distintos de los personajes, preferentemente femeninos.
En sus relatos se aprecia, también, una deliberada falta de énfasis. No hay grandilocuencia, no hay solemnidad, no hay elevación. La suya nunca es una expresión redicha y, además, jamás saca lección o enseñanza explícita para nosotros. Evita, pues, la retórica rebuscada o afectada. La desecha en favor de la precisión narrativa, de la descripción anímica de las cosas. Y evita, por supuesto, la moraleja.
En su mundo narrativo, las mujeres son centrales. Con ello, Munro aprovecha sus propias circunstancias vitales, su experiencia, su vivencia como persona que acarrea avatares, identidades, hechos. Admito no conocer vida factual más allá de los cuatro datos que de esta autora se han difundido. Admito no haber leído ninguna biografía suya. Pero sé, por lo que ella misma revela y por lo que otras personas expertas en su obra han dicho, que la escritora evita lo estricta o directamente autobiográfico, el mero reflejo personal. Por supuesto, sus experiencias le servirían para recrear potencialmente lo que no ha vivido, pero que podría haber vivido, aunque esas experiencias no se trasladen tal cual a la ficción.
Munro nos va desvelando lo más íntimo, lo parcial y lo reservado. Se trata de espacios domésticos que tienen trasfondo y en los que podemos advertir de qué manera se desenvuelven la vida familiar y las relaciones matrimoniales. Podemos descubrir, también, las emociones que esas relaciones implican, la complejidad sentimental y las disrupciones psíquicas.
Eso sí, su entorno geográfico recurrente es una determinada zona rural de Canadá, la que conoce bien: en Ontario, el condado de Huron. Ello le da a su escritura un fuerte arraigo regional, un acento radicado que no es localismo, pues las vicisitudes a que se enfrentan sus personajes no son exclusivamente locales. Con ello crea un mundo personal, existente y mítico a la vez. Es una suerte de composición hecha a la manera de William Faulkner y su condado de Yoknapatawpha, en este caso, al noroeste de Misisipi.
Pero volvamos a Munro.
Volvamos a ese campo canadiense en parte real, en parte fantaseado. Y todo ello nos hace pensar, regresar y releer. Todo ello lo alcanzamos sin apenas desplazarnos, con el simple acto de la lectura. ¿Se puede lograr más con tan escaso desembolso?
La parcialidad de lo visto, observado, narrado o mostrado es central en el relato de Munro –ya lo sabemos– y ella misma lo señaló en una entrevista que concedió años atrás a Geoff Hancock (y que conozco gracias a María Jesús Hernandez Lerena y Mónica Carbajosa). Dice la escritora:
“I like looking at people’s lives over a number of years without continuity. Like catching them in snapshots. And I like the way people relate, or don’t relate, to the people they were earlier…. I think this is why I’m not drawn to writing novels. Because I don’ see that people develop and arrive somewhere. I just see people living in flashes. From time to time”.
Dice expresamente Munro que le gusta observar la vida de las personas a lo largo de distintos años, pero sin darles la continuidad que tienen las respectivas vidas. Esto es, sin que el lector pueda ver o distinguir el hilo que une los diferentes momentos de esas vivencias temporales. Al presentar así a las personas, al presentarlas en variadas circunstancias que no tienen por qué casar o encajar, el resultado es como si se las captara en unas pocas instantáneas inconexas.
Es más: esta vivencia la experimentan los propios personajes. Como Munro admite, le gusta examinar la forma en que las personas se relacionan con sus respectivos espectros, con aquellas otras personas que fueron en el pasado, con las identidades y experiencias que tuvieron en otros momentos. Ya lo sabemos: ser es ser otro.
En su propia idea, según lo que Munro sostiene, los personajes que conciben los novelistas suelen tener un desarrollo. De hecho, se necesitan muchas páginas para que los lectores podamos ver su crecimiento, su maduración o las metas a las que llegan. Ella, en cambio, solo quiere ver a sus personajes en esta o en aquella ocasión, de vez en cuando: en momentos, en instantes, que son interrupciones del tiempo, como flashes o fogonazos.
Y así, al decir de Mónica Carbajosa (‘Alice Munro. El dominio del cuento, 2011), podemos hallar una variada demografía de mujeres a las que no es fácil tipificar, aunque la estudiosa nos proponga esta clasificación que parece exhaustiva:
“Mujeres casadas (se han casado jóvenes) o muchachas sin gran altura intelectual, sexualmente activas, con voluntarias ataduras familiares que no aceptan como único destino y que saben dejar al margen; mujeres atentas también a sus propios intereses, capaces de reconocer sus no del todo honrosas motivaciones; mujeres realistas y no siempre buenas; mujeres fuertes (no son el sexo débil ni son presentadas como víctimas), decididas, con tesón, y nunca estereotipadas (los sucesos tampoco son previsibles); mujeres que son conscientes de sus ambiciones futuras o perdidas (mujeres a veces brillantes); mujeres que atentas y receptivas a cualquier transformación o posibilidad de cambio, facilitan y aceptan la entrada de lo extraordinario en sus vidas sin arrepentimiento; mujeres deseosas de salir por un momento de su papel cotidiano de madres y esposas, mujeres que viven con la esperanza de la recompensa y la autoestima; mujeres que saborean momentos excepcionales, momentos inéditos e inesperados que en muchos casos sostendrán su realidad conyugal (la unión de lo cotidiano y de lo extraordinario es recurrente en la escritura de Munro). Mujeres, en fin, deseosas de porvenir y temerosas del porvenir. Mujeres en tránsito, entre una etapa y otra, que temen que nada cambie o que cambie. Mujeres que se niegan a creer que su destino ya está decidido, que ya no hay más que la realidad cotidiana, que lo que tienen es todo lo que hay, que en su vida no quede nada que ella o cualquier persona razonable no pueda prever”.
Punto y aparte.
El porvenir es largo
Alice Ann Laidlaw nace en 1931 en Whingham, zona rural de la provincia de Ontario. Estudia en la Universidad de Ontario occidental. Hacia 1951 abandona los estudios, contrayendo matrimonio con James Munro. Se trasladarán a Vancouver. Durante veinte años viven en la Columbia Británica, periodo en el que tendrán tres hijas. James y Alice Munro fundarán una librería, la Munro’s Books. En 1972, tras el fracaso matrimonial, volverá a London (Ontario), convirtiéndose a mediados de los años 70 en writer in residence de la Universidad de Western Ontario.
En 1976, vuelve a casarse, en este caso con Gerald Fremlin, geógrafo y cartógrafo, para, finalmente, establecerse en Clinton (Ontario), un pueblo rural no lejos de su Wingham natal. Fremlin muere el 17 de abril de 2013. James Munro fallece el 21 de noviembre de 2016. Por su parte, la escritora muere el 13 de mayo de 2024 a la edad de 92 años. Fallece en un asilo para ancianos de Ontario tras padecer desde años atrás una enfermedad, demencia, de la que ya no consigue recuperarse. A los pocas semanas de su óbito, en julio de 2024 su hija menor, Andrea Robin Skinner, confesará haber sufrido continuos abusos sexuales siendo niña por parte de Gerald Fremlin, su padrastro.
El hecho ya había salido a la luz, por primera vez, en 2004. Skinner llevará el caso a los tribunales. En 2005 se dicta una denuncia contra su agresor. Para esas fechas, Fremlin ya cuenta 81 años. Se le condena a dos años en libertad condicional con la prohibición expresa de no mantener contacto con niños menores de catorce años. Se llega, pues, a un pacto judicial con una pena menor a Fremlin y con el acuerdo de los parientes. Eso incluirá a Alice y a James Munro y eso implicará también al resto de la familia.
Se practicará una especie de silencio cómplice, quién sabe por qué. ¿Para evitar el escándalo? Todos los Munro y los Fremlin son personas muy distinguidas en sus respectivas comunidades. Y, no se olvide, desde años atrás Alice suena insistentemente para el Premio Nobel. En 2024, la hija acusará públicamente a su madre de haber protegido al marido, habiendo silenciado el estupro.
Punto y aparte.
De todo lo que he leído sobre este doloroso asunto, las palabras de Elvira Lindo son las más atinentes. En ‘Cómo leer ahora a Alice Munro‘ (El País, 14 de Julio de 2024), la escritora española señala:
“Cuando leí ‘Growing Up with Alice Munro’, de Sheila Munro, la mayor de las hijas de la escritora, me sorprendió lo poco que aparecía en el relato su hermana pequeña, Andrea. Tratándose de un libro familiar auspiciado por la madre, me pareció extraño que en el relato de la maternidad una de ellas apenas apareciera nombrada. Ahora entiendo la razón. Mi instinto, entrenado en rastrear los motivos por los que algo se omite en una historia, no me había engañado. El libro se publicó en 2001. Por aquel tiempo, ahora lo sabemos, Andrea Robin Skinner se había apartado voluntariamente de su familia al percibir que el haber sido víctima de abuso por parte del padrastro, Gerald Fremlin, perjudicaba al sagrado equilibrio familiar. Fue algo después, al leer una entrevista en The New York Times en la que su madre hablaba elogiosamente de este individuo, cuando no pudo más y lo denunció. Por fortuna, las cartas que Fremlin había escrito a la familia para defenderse sirvieron para inculparlo. En ellas aseguraba que aquella niña que fue Andrea, una rompehogares, se le había metido en la cama: ‘Suena aberrante, pero era como Lolita para Humbert Humbert’. A Fremlin se le permitió llegar a un acuerdo y cumplió tan solo dos años de libertad vigilada (…). Y bien podemos decir que ese tipejo llamado Fremlin no había leído hasta el final la obra de Nabokov, porque en las últimas páginas Humbert Humbert confiesa: “Nada podrá hacer que mi Lolita olvide la sucia lujuria que le infligí… Una niña americana llamada Dolores Haze fue privada de su infancia por un maniaco”.
¿Qué significado le damos al suceso y qué consecuencias tiene para quienes hemos sido y seguiremos siendo lectores de Munro? La orfebrería de su escritura, la relevancia que confiere a las vidas ordinarias, el secreto y la intimidad que hay en sus relatos solo parcialmente conocidos, el dolor cotidiano que se arrastra con entereza, el coraje de la mujer corriente…: todo eso y muchos elementos más no desaparecen de la letra impresa, no se devalúan.
Sin embargo, resulta complicado decir cómo leer ahora a Alice Munro, según se preguntaba Elvira Lindo. Podríamos añadir: cómo releer a Alice Munro. Me lo pregunto precisamente porque temo regresar a sus páginas y, para mi desolación, acabar detectando ahora una impostura o la impostura. Pero la moralidad de quien escribe no tiene por qué reflejarse inmediata y expresamente en esta o aquella obra concreta.
Podemos pensar en un caso extremo: el ‘Viaje al fin de la noche’ (‘Voyage au bout de la nuit’, 1932), de Louis-Ferdinand Céline. Se trata de una grandiosa e inquietante novela concebida por un escritor de ideas feroces, antisemitas, alguien que colaboró activamente con la Gestapo. Seguir a su protagonista, a Ferdinand Bardamu, desde su alistamiento militar es una experiencia de mucho rendimiento humano. En principio, el caso de Alice Munro es menos espantoso. ¿Menos espantoso? En el Toronto Star, Andrea Robin Skinner afirma haber padecido bulimia, insomnio y migrañas durante más de cincuenta años, males que atribuye a los abusos sexuales que sufrió.
Durante décadas, Céline fue repudiado en Francia por su acción para ser finalmente rehabilitado. A Munro, en todo caso, habría que juzgarla por omisión. ¿Qué ocurrirá con ella en Canadá? Por supuesto, todo esto es extraordinariamente doloroso.
Que una autora a la que reverenciamos por su titánica lucha, la de ser reconocida, resulta muy decepcionante: recuérdese, como nos advirtió Elvira Lindo, que en una de sus primeras entrevistas el título con el que se la presentaba era el de “Ama de casa busca tiempo para escribir cuentos”. Que una autora a la que leemos y admiramos por su capacidad de observación, por su perspicacia, por su sensibilidad hacia las mujeres corrientes… haya sido capaz de proteger al marido abusador sin defender a la hija violada, resulta casi insoportable.
El único reproche que Alice Munro le hizo a su esposo, y del que se separó un par de años, fue el de haber sido protagonista de una infidelidad. Una infidelidad con la hijastra. Por lo que parece, a Munro le dolió especialmente la primera parte de la frase: tener a un marido infiel. Según todos los indicios, pareció dolerle menos la segunda parte: el daño y el espanto infligido a su hija, la menor de las tres Munro. Todo esto no tiene reparación, pero los hechos espantosos y la complicidad familiar tienen que ser conocidos y debe acompañarnos… cuando emprendamos la relectura, a la que me comprometo.
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