Mystes. Álvaro Ocativo Moliner

#MAKMAEscena
‘Mystés’
Dirección y autoría: Álvaro Octavio Moliner
Performers: Iván Arbildua, Nacho Sánchez y Sara Santes
Movimiento: Cristina Gómez
Iluminación: Iván Arbildua
Vídeo, imagen y diseño gráfico: Nuro Visuales
Producción: VientreBallena
VII Convocatoria de Colaboración con la Creación Escénica
Teatro Círculo de Benimaclet
Prudenci Alcón i Mateu 3, València
Del 25 al 28 de abril de 2024

Hay misterios que persiguen al ser humano desde que la Luna es Luna y que sobreviven a la sociedad de consumo. Los ritos pueden camuflarse bajo los estímulos del turbocapitalismo, pero no dejan de responder a una necesidad del espíritu. El creador escénico Álvaro Octavio Moliner presenta, del 25 al 28 de abril, en el Teatro Círculo de Benimaclet, ‘Mystés’, la última pieza de una trilogía donde investiga sobre lo sagrado.

Después de ‘El fuego nunca’ y ‘No.Nada.Que’, Moliner concluye con un encuentro entre los códigos del siglo XXI y las fuerzas arcaicas. Las artes han estado históricamente vinculadas con el pensamiento mágico, como ese portal a un mundo supraterrenal, al mundo inefable de lo sensible. En ‘Mystes’, las herramientas del arte escénico pretenden acercar al espectador a un estado extático, recordando a la catarsis del teatro griego.

Su trilogía ha revisitado los arquetipos junguianos, así como los universos poéticos de Pizarnik y de Woodman. En el último enclave de la saga, se referencia la obra de artistas contemporáneos como el italiano Romeo Castellucci o la alemana Sussanne Kennedy. También resulta significativa la infuencia del Teatro de la Crueldad de Antonin Artaud y el Teatro de la Muerte de Tadeusz Kantor. El marco conceptual termina de conformarse con las fuentes del historiador de las religiones Mircea Elíade y el libro ‘Ritos de Paso’ de Van Gennep.

Moliner cuenta de nuevo con la colaboración habitual de Iván Arbildua en el diseño de iluminación, quien además es uno de los intérpretes. El resto del elenco lo completan el actor y director Nacho Sánchez, la actriz Sara Santes, que también colaboró en las otras dos piezas de la compañía, y la bailarina Cristina Gómez, fundadora de la compañía La Casa Amarilla, que lleva más de quince años en el panorama de la danza valenciana.

La obra forma parte de la VII Convocatoria de Colaboración con la Creación Escénica del Teatro Círculo, su programa de fomento y ayuda a la creación en nuestra comunidad. ‘Mystés’ cuenta con funciones en valenciano y castellano y un encuentro con los espectadores en los que se pondrá en común sus ideas de lo sagrado con el resto de la compañía.

Señala Álvaro Octavio Moliner que “la idea es crear un espacio común en la que compartir la experiencia, dejarse llevar por las energías primitivas que gobiernan nuestro subconsciente y bajar a las entrañas del inframundo con el objetivo de elevarnos a lo más alto”.

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Mystés’ cierra una trilogía escénica que trata lo sagrado. ¿Cómo nace la pulsión por acercarse a este campo sacro?

En una sociedad que cada vez parece que se aleja más de cualquier concepción espiritual del paso del tiempo y de nuestra misión como especie, de la conexión con la naturaleza y con el resto del universo, va apareciendo un hueco o carencia que tiende a llenarse con otras prácticas. Esta tríada capitalismo-ciencia-democracia en la que vivimos ha convertido el consumo en una especie de religión y los ritos se van sustituyendo progresivamente, como sucede con la Navidad.

Sin embargo, lo sagrado es la base de la constitución de las sociedades primitivas, alrededor de un punto central (axis mundi u omphalos) se construía el templo y después el resto de la ciudad. Ese eje unía inframundo con el cielo, es decir, nos conectaba con las estrellas (la morada de los dioses).

Todos esos elementos han dejado de estar presentes en nuestra vida cotidiana, pero no de nuestra manera de pensar ni en la forma en la que está estructurado nuestro cerebro. Para las culturas antiguas, la naturaleza en su totalidad era sagrada y por eso se vivía en armonía con ella. La ciencia nos ha abierto los ojos en muchas cosas, pero nos ha vuelto engreídos. Sin embargo, todavía no nos puede explicar qué sucede cuando nos morimos. Eso solo lo puede explicar el arte, pero no con palabras explícitas.

Explicabais que “la palabra griega mystes significa iniciado en ritos secretos, y viene de miyein: cerrar la boca y los ojos”. De estas derivaría la palabra misterio. Según la RAE, un misterio es una “cosa arcana o muy recóndita, que no se puede comprender o explicar”. Pienso en la tentación humana por olisquear lo que está más allá de lo sensible. ¿Por qué? Vosotros que estáis en esta indagación, ¿por qué acudir a estos lugares oscuros?

Desde que somos niños, el pensamiento mágico está con nosotros. Aparece en los juegos infantiles y, lejos de desaparecer en la adolescencia, se acrecienta. Muchos estudios vinculan el pensamiento mágico a la dopamina: a mayores niveles comenzamos a ver patrones donde antes no los veíamos. Los estados de percepción alterada también producen este incremento del pensamiento mágico. Estamos en un tiempo en el que parece que nuestra vida carece un poco de finalidad última, por eso el interés de mucha gente en el arte y en cómo se puede emplear para ir más allá.

‘Mystés’, de Álvaro Octavio Moliner. Imagen cortesía de Nuro Visuales.

¿De qué manera las artes pueden ser un portal hacia el misterio?

Me atrevería a decir que el arte es el único medio que tenemos para adentrarnos en ese territorio una vez que hemos perdido la inocencia de las sociedades premodernas (aunque, ojo, todavía existen millones de creyentes en dioses de todo tipo). Sin embargo, hay un fenómeno extraño que se da cuando practicas cualquier tipo de arte, especialmente la creación escénica. La sensación de estar conectando con algo que está en otro plano es muy fuerte.

Más de una vez he visto emerger en el escenario espíritus que han sido convocados. Los intérpretes, actores bailarines o performers traen al presente fuerzas que estaban reposando en un lugar lejano e invisible. Es por eso que todavía nos fascina, nos sobrecoge, nos atrapa y no podemos dejar de hacer o ir al teatro. Hay pocas experiencias que unan tanto con el presente, con el aquí y ahora. Ese es el verdadero misterio en el que nos encontramos y reconocemos.

Por desgracia, yo no siento nada cuando entro en una iglesia, en una mezquita o en un templo hindú. Sin embargo, sí que puedo entender que alguien lo sienta porque están ahí todos los elementos. El arte es, junto a lo sagrado, lo que nos hace más humanos. Sabemos que la potencia que tiene esto puede cambiar el destino de nuestra especie.

¿Qué conexiones encuentras entre el acontecimiento escénico y el ritual?

El arte escénico no es más que una reminiscencia de los grandes ritos antiguos. De hecho, no existían las danzas y el teatro fuera de una concepción sagrada. Desde el chamán que se ponía a invocar a los espíritus con el uso de vestimentas, máscaras y cánticos alrededor de la hoguera, en un baile frenético, hasta las tragedias y comedias del Teatro de Dionisos, todo eran manifestaciones de lo sagrado.

La poesía, la danza y la música nos acercaban a los dioses, nos acercaban a los muertos, traía al presente lo que estaba oculto y nos llevaban a un éxtasis en el que teníamos nuestro encuentro sagrado con las potencias. Eso sigue existiendo hoy, sigue sucediendo. Nuestro cerebro racional, a veces, se cortocircuita cuando con unos pocos elementos un performer transforma la realidad ante nuestros ojos. Por eso es que las artes escénicas nos atrapan.

En ‘Mystés’ hemos trabajado con muy pocos objetos, con el uso de la máscara y un espacio sonoro inspirado en el ritmo y los cánticos. Lo que allí se produce escapa de nuestro entendimiento y el espectador, de pronto, se ve movido por fuerzas que desconoce.

En las tres obras que conforman la trilogía aparece la máscara, la ausencia de rostro. Esto me lleva a pensar en la etimología de ‘persona’, que viene de máscara. ¿Qué simboliza para ti, o en esta trilogía, este elemento?

‘Mystés’, de Álvaro Octavio Moliner. Imagen cortesía de Nuro Visuales.

Como creador, siempre he estado obsesionado con la vuelta a la Grecia clásica, imaginando cómo sería retomar aquella gran tragedia y qué sería el equivalente en nuestros días. Con la primera obra, ‘El fuego nunca’, sucedió algo muy revelador. Nosotros sabíamos del poder que podía tener la máscara para evocar y dejar que la mente del espectador complete los significados, pero sucedió que allí el público, ante la ausencia de rostro, veían a su padre muerto o a sí mismos. Había personas que salían con una especie de conmoción, otras lloraban. Recibí un par de mensajes diciéndome que les había removido demasiado.

Es un hecho que las máscaras (o la ausencia de rostro) nos acerca a un abismo porque el cerebro completa la información que se le está negando, y aquí entramos en el terreno del subconsciente. Es muy probable que determinadas prácticas puedan abrir esas puertas que nunca se abrieron.

¿No tienes la sensación de que estamos viviendo un revival de las cuestiones espirituales a través del arte?

Cada vez me encuentro a más creadores escénicos que están buscando la ritualidad y la espiritualidad. A veces, me parece que es un poco fenómeno Baader-Meinhof. Pero lo que sí que es cierto es que para unas generaciones que han crecido con un ateísmo real, en los que aún se dan rituales, aunque tengan una motivación capitalista, les sigue faltando una esencia.

La espiritualidad es consustancial a la manera de pensar de la especie humana. Como se cuenta en la obra, las sociedades se fundamentan sobre la delimitación, la creación de un axis mundi, han seguido a sus líderes espirituales (ahora pensadores o artistas) y se han dejado guiar por ellos. La ciencia en la que creemos ciegamente todavía no ha explicado muchas cosas que son fundamentales, principalmente qué sucede tras la muerte. Podríamos decir que ahí acaba todo, pero entonces iríamos contra la ley de la termodinámica o de la conservación de la materia.

Hay todavía muchas preguntas sin responder, y el hecho de recurrir a lo sagrado hace que nos veamos en medio de un orden que necesitamos para salir de las cavernas. Es una necesidad, necesitamos volver a la espiritualidad y necesitamos encontrar esa secta que nos llene el hueco que deja nuestro estilo de vida turbocapitalista. No es suficiente con pertenecer a una comunidad concreta, como ser vegano. Eso no nos satisface. Necesitamos algo que explique por qué ese vacío y ese escozor. Y, aunque nos da rabia, miramos al creyente con envidia.

En ‘Mystés’ convergen las energías arcaicas con un lenguaje contemporáneo. ¿De qué manera se da esta fusión?

Los elementos que usamos son los mismos que los griegos antiguos. La máscara es la base, también la vestimenta. El uso de maniquís también ha sido constante, hay algo en ellos que nos acerca a la muerte, a lo que raya lo humano sin serlo. Hay mucho de Tadeusz Kantor ahí. Los recursos expresivos del teatro son explotados al máximo dentro de nuestro limitado presupuesto: el espacio sonoro, las luces sutiles. La idea es esconder, más que mostrar. El tiempo presente de la performance, por ejemplo, es utilizado para elevar la sensación de peligro y de inmediatez. Solemos decir, en broma, que se trata de una tragedia griega con luces led.

La música tecno también está presente en la obra, tiene mucho de tribal, de ritual, de sagrado. Una discoteca es posiblemente lo que más se acerque a las bacanales antiguas: llegar al éxtasis mediante el uso de sustancias, ser preso de la música y la danza, dejar que los cuerpos se junten y se unan en un clímax orgiástico. De todo eso habla también ‘Mystés’.

Jung, Pizarnik, Woodman y Artaud son algunos de los poderosísimos nombres que aparecen en el marco conceptual de la trilogía. ¿Qué tienen en común tus referentes?

En Jung, encontré hace años unas respuestas a todo aquello que no podía explicar. Tiene libros sobre todo lo que me interesaba: los arquetipos, el tarot, la sincronicidad, los mandalas, los sueños… Todo aquello que la ciencia parece despreciar, él lo trata con cuidado e intenta explicar por qué ejerce ese magnetismo tan poderoso.

A Pizarnik me une un universo poético muy fuerte; al leerla sentí que compartíamos parte de un imaginario. A la obra de Woodman la conocí en una exposición en Londres y me llevo a muchos elementos que también están en Pizarnik: el pájaro muerto, los ángeles, el vacío, los abismos, la muerte, el suicidio, la fragilidad desnuda en un entorno hostil, la serpiente, el estar arrinconada…

Artaud es como un gran profeta, es un loco que vino a soltar grandes verdades que todavía se están descifrando. Es una de las personas más importantes para entender el teatro contemporáneo. Luego, por supuesto, hay otros: Kantor, Beckett, Tarkovski. Y gente viva también, los Castelluci y Sussanne Kennedy, gente con quien, de pronto, sientes una conexión intensa, como si estuvieras bebiendo del mismo río.

Después de haber profundizado sobre lo sagrado a lo largo de tres obras escénicas, ¿destacaríais algún hallazgo?

El hallazgo fundamental es que hay que seguir en la búsqueda. Lo que hacemos no es un teatro especialmente amable. Estamos rebuscando en las entrañas, bajando al subsuelo porque luego queremos elevarnos. No se trata de pasar una hora entretenida. Hay mucho dolor y mucho miedo al enfrentarse a los monstruos que llevamos dentro, pero es la única manera que conozco de trabajar, sobre el papel o en el linóleo. Debemos seguir abriendo esa puerta tras la cual solo hay un precipicio oscuro.

No hemos venido a entretener a nadie. Al contrario, el sufrimiento se va a tornar muy placentero porque lo uno no existe sin lo otro. Después de estas tres obras, estoy convencido de que no debemos conformarnos ni ser complacientes con el público. No se les puede tratar como si fueran ignorantes ni faltarles el respeto. Al contrario, se puede exigir más. Solo de esta manera podremos hacer que el teatro perdure, que no desaparezca, que no sea prescindible.