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‘Pequeño hablante’, de Andrés Neuman
Alfaguara, 2024
En ese delta donde confluye el río de la prosa y el mar de la poesía, se ha instalado estos últimos años Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) para documentar de forma lírica la gestación y primer aliento vital de su hijo Telmo. Lo ha hecho a través de dos libros singulares -‘Umbilical’ y ‘Pequeño hablante’-, ambos publicados por Alfaguara en 2021 y 2024, respectivamente.
Los dos títulos constituyen un díptico, dos piezas que encajan perfectamente en una suerte de manifiesto de un nuevo concepto no solo de paternidad, sino también de masculinidad que asume felizmente los cuidados y la expresión de la ternura. Una exaltación del arte y goce de la crianza que debería ser lectura obligatoria para acabar con los bajos índices de natalidad.
«He escrito estos libros para agradecer a mi hijo todo lo que estoy aprendiendo con él», confiesa el autor hispanoargentino Premio Alfaguara y de la Crítica por su magnífica novela ‘El viajero del siglo’. «Los hombres podemos ser algo diferente y mejor que esos arquetipos del padre violento que daña tu infancia, como el de Kafka, o el arquetipo de padre ausente que o te abandona o nunca estuvo, como en Pedro Páramo. O el padre heroico, al superpapá que no puede estar más alejado de la realidad», sentencia Neuman.
¿Qué es lo que te sedujo del aprendizaje lingüístico de Telmo para aplazar otros proyectos literarios y dedicarle estas páginas?
Me fascinaba observar cómo los elementos gramaticales que estudié, primero en la escuela y luego en la Universidad de Filología, se encarnaban y tomaban cuerpo en la vida cotidiana de un criatura marcando pequeños hitos. La realidad se me mostraba como una especie de mar de sustantivos, un bazar de objetos a los que había que asignar un nombre.
Luego, le llegó el turno a los adjetivos de los que al principio solo aceptaba los más extremos como frío o calor, hasta que en el baño empezó a pedir el agua « muy, muy tibia». En los siguientes meses se presentaron los adverbios que expresaban su conciencia corporal y su relación con el mundo: el aquí y ahora. Por último, el uso de los tiempos verbales: Estábamos jugando y dijo: «Papá, pasó coche».
Me conmovió mucho y no sabía por qué. Hasta que me di cuenta de que acaba de nacer un hablante y morir un bebé. Un bebé es puro presente. Solo cuando gracias al lenguaje puede gestionar la ausencia o reponerla llega el pasado a tu vida. A veces me preguntaba cuándo se deja de ser bebé, y ahora ya lo sé: cuando se conjuga un tiempo pretérito dejamos de serlo para entrar en la infancia.
¿Con estos dos libros te consideras un epítome de la nueva paternidad?
No soy partidario de ese concepto «nueva paternidad», existen muchas maneras de entenderla y vivirla. Lo que sí ocurre es que no era una experiencia visibilizada por los escritores, porque existen prejuicios sobre lo que se considera o no un tema literario, y hablar de tu hijo no era uno de ellos.
La franja de edad entre cero y tres años es un gran agujero negro que no recordamos y, paradójicamente una etapa esencial de la existencia en la que se ponen los cimientos de nuestro ser. Pero el mundo ha cambiado y ahora los padres ya hablamos de nuestros hijos entre nosotros, al igual que los hijos únicos ya no son vistos como bichos raros como pasaba antes.
¿La madurez permite disfrutar con mayor conciencia y plenitud de la crianza de un vástago?
Si tienes descendencia en la juventud, con toda la vida por delante e inmerso en plena carrera laboral, se debe combinar la crianza con otras prioridades, pero cuando estás más cerca de la muerte y posees cierta sabiduría existencial cambia la perspectiva. Tener un hijo en la edad madura desencadena un fenómeno de alto voltaje emocional, de elevada intensidad ética y estética, porque es a la vez una bienvenida y una despedida, como aquellos poemillas, las albadas, con los que los amantes se despiden.
La presencia de un hijo propicia otra relación con la mortalidad y, a través de sus vivencias y hallazgos te invita a viajar en el tiempo hacia tu propia infancia. Hay una suerte de emoción póstuma en cada minuto que paso jugando con mi hijo.
Es como si fuésemos un piano que ha ido tocando unas teclas u otras a lo largo de su existencia y ahora, de pronto, cuando llega un hijo, las tocas todas a la vez en un acorde abrumador. Los que hemos sido padres más allá de los cuarenta somos más conscientes de nuestra mortalidad.
¿Por qué crees que lo emocional tiene cada vez mayor presencia en la literatura?
Tenemos un modo de vida que nos pone muy al límite. Una época muy ruidosa tanto sensorial como metafóricamente. Estamos saturados por una sobredosis de estímulos que nos lleva, a veces a un estado zombi. La escritura es una herramienta que permite visibilizar lo invisible, lo que subyace bajo el ruido y la furia, y en ese sentido promueve la salud emocional.
¿Otra forma de ser padre implica otra forma de masculinidad?
Probablemente. A los varones se nos imbuyó la idea de que no podemos ni sabemos criar y que debemos dedicarnos a otras tareas como proveer el hogar. Y así lo hemos hecho, mal que bien durante siglos, milenios… Por eso conviene recordar que ser padre también es una fuente de goce y no una guerra generacional.
Tenemos muchas asignaturas pendientes, porque nuestros padres fueron como fueron, pero este es el primer momento en la historia en el que por fin los hombres se encuentran en disposición de conversar sobre sus hijos pequeños, como llevan haciendo las madres desde el principio de los tiempos.
Debemos acabar con ese policía emocional que tenemos los tíos dentro y nos cohíbe, ese estúpido pudor masculino que nos impide mostrar ternura por temor a ser considerados afeminados o maricones.
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