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‘La abadesa’, de Antonio Chavarrías
Con Daniela Brown, Blanca Romero y Carlos Cuevas, entre otros
122′, España, 2024
Cines Lys de València
Siglo IX de nuestra era. En el norte de la península ibérica, una serie de reinos cristianos resisten el avance musulmán. En este mundo en permanente tensión bélica, una mujer, Emma, hija de Wifredo el Velloso –conde de Urgel, Cerdeña, Barcelona y Gerona–, es nombrada abadesa del monasterio de San Juan, situado en la misma frontera. En su cabeza, Emma lleva una misión encargada por su padre antes de morir: repoblar unas tierras hundidas en la miseria y recuperarlas para el bando cristiano.
En principio, Emma es recibida en la abadía con una cierta indiferencia. Al fin y al cabo, nadie espera que su llegada suponga ningún cambio en la aislada pero tranquila vida de las religiosas, muchas de ellas hijas de nobles familias que han sido recluidas allí por distintos motivos. Pero esa serena convivencia se rompe cuando Emma decide asumir la responsabilidad de llevar adelante el encargo de su padre y extender la evangelización más allá de los muros de la abadía.
Su determinación recibirá el recelo y la condena de todo el mundo. Emma será rechazada por algunas de las religiosas de la congregación, que no quieren ver perturbada su vida de privilegios, único consuelo para su encierro.
Por otro lado, su hermano y otros reinos cristianos también la censuran cuando su labor logra reunir para la abadía nuevas tierras que codician. Incluso la propia iglesia local la reprueba al ver en los planes de Emma un comportamiento que puede ser entendido como impropio de un cargo que consideran un mero ornamento. Su caso terminaría en manos de un tribunal eclesiástico, acusada de incumplir las reglas no escritas de la moral.
Este es el argumento de ‘La abadesa’, último largometraje en la dirección del también productor Antonio Chavarrías. Un trabajo de producción impecable, una puesta en escena de un realismo físico descarnado, la excelente fotografía de Julian Elizalde y el debut en un papel protagonista de Daniela Brown son, sin duda, su mejor tarjeta de presentación. Charlamos con Chavarrías a propósito de esta producción que aterrizaba la semana pasada en salas comerciales.
¿Quién fue Emma de Barcelona?
Es un personaje real del siglo IX, hija de la nobleza, que estaba destinada a ser abadesa. Pero a los 17 años, cuando murió su padre, Emma entra anticipadamente en la abadía. El caso es singular porque, en aquel momento, una abadía tenía mucho poder y ella decidió ejercerlo cuando, en el caso de una mujer, en principio estos eran unos poderes simbólicos. Ella lo ejerció, lo que le creó una serie de conflictos con todo su entorno. En la película, además de estos problemas, lo que hemos querido explorar es, sobre todo, los conflictos interiores que le supuso.
En esta película abordas un tema que está muy poco tratado en nuestro cine, que es la España anterior a la Reconquista. ¿Exploramos poco nuestra historia?
No sé si hay alguna película que se haya situado en el siglo IX. Es un territorio bisagra, una época bisagra entre lo que es el mundo clásico pagano, que decían los cristianos, y la nueva Europa que se va creando a partir del desplome del Imperio romano y, sobre todo, con la implantación del cristianismo. Y, efectivamente, es una época muy poco tratada.
¿Qué te atrajo especialmente de ese momento? ¿Por qué decidiste abordarlo?
Lo primero que me atrajo fue el personaje. Tropecé con él en un libro de historia y me llamó la curiosidad. Esta mujer tan joven, que entra en tantos conflictos…
Luego sí que empecé a leer y el siglo IX me resultó fascinante. Bueno, la Alta Edad Media. Ese período de transición me resultó fascinante, entre otras cosas porque allí se está sembrando lo que somos ahora. Muchas de las cosas que ahora mantenemos se crean en esa época.
Cuando hablamos de cine histórico, de alguna manera siempre se plantea un debate entre realidad histórica y la construcción de una ficción. En algún otro medio has comentado que no hay demasiada información sobre el personaje de Emma y el propio período que abordas. ¿Cómo resolviste este dilema?
Bueno, al principio fue un poco desconcertante, sobre todo cuando buscas documentación y no encuentras nada. Entonces, lo que haces es acudir a la imaginación, a reconstruir un territorio intermedio entre el mundo romano –sobre el que sí que hay mucha información– y el mundo medieval que ya conocemos –y sobre el que también hay mucha información–.
Miramos las iluminaciones de las Biblias. Ahí se reflejaba el vestuario, por ejemplo. Y, luego, es una ficción. Yo lo que buscaba era, sobre todo, credibilidad. Es decir, que cuando tú vieses aquello te trasladase a un mundo antiguo, a un mundo que no es la Edad Media que reconocemos, y que fuese creíble. Y eso se consigue con mucho trabajo.
También ayudaron mucho los decorados que encontramos, la iluminación, que habría sido como la de la época; todo eso te va llevando a un mundo antiguo, a un mundo poco reconocible y, al mismo tiempo, diferente a todo lo que has visto.
Ese mismo problema imagino que se planteó, también, a la hora de construir al personaje de Emma, interpretado por Daniela Brown. ¿Cómo fue vuestra colaboración?
Yo me acerqué a una mujer, una mujer joven que puede vivir en el siglo IX, en el siglo XIX u hoy en día. Me acerqué a sus dramas interiores, a los conflictos que le fueron surgiendo, como la soledad, la confrontación con su entorno, con las mismas monjas, con los nobles, con la Iglesia, y a sus propias necesidades como mujer. A los 17 años se está en plena efervescencia.
En ese sentido, yo traté siempre de contextualizar todos esos problemas, pero buscando, sobre todo, verdad y un relato coherente con lo que podía sufrir esa mujer, o disfrutar en algunos casos. Y así es como lo compuse. Luego, una vez entra Daniela, también hizo muchas aportaciones. Yo creo que la última aportación de un personaje no la tiene que dar el director, sino el propio actor.
¿En qué sentido fue relevante esta mujer en ese momento de la historia?
En aquel momento, tuvo que tener una relevancia que después no se le ha reconocido. Es decir, son mujeres que quedan olvidadas. Pero sí, sí que la tuvo, porque el hecho de que la juzgasen, el hecho de que enviasen un delegado papal para analizar su caso, que enviaran a delegados del rey franco, que ganase el juicio, etcétera, quiere decir que sí que tuvo un peso y que sí tuvo una relevancia en la época.
Luego, se fue desvaneciendo. Su convento la sobrevivió, pero un siglo después lo cerraron. No estaba bien visto que las monjas saliesen de los conventos porque la idea de la época es que era un lugar de reclusión.
La película plantea un tema central, que es la confrontación entre mantener unos ideales, como es el caso de Emma, frente a una pragmática de la vida, caso del resto de las monjas de la abadía. A mí me parece que, en ese sentido, la película se dirige también al presente.
En toda Europa se dio esa paradoja. Los conventos eran un sitio de reclusión y, al mismo tiempo, eran lugares de libertad para las mujeres porque allí se alejaban del dominio masculino. En estos monasterios surgieron mujeres que dibujaban, que pintaban, que componían poesía, que eran astrólogas, y eso pudo suceder porque no tenían un marido ni un hermano ni un padre que les dijese: les dijese: “¿Tú qué haces ahí?”.
De entrada, ya no les enseñaban a leer, no era algo que considerasen que fuese útil para una mujer. Y esta historia sí que tiene una proyección en el presente. Por una parte, presenta a las mujeres que, como en toda la historia de la humanidad, han intentado encontrar su sitio en un mundo masculino, en un mundo en el que las reglas las marcaba el hombre y su lugar en la vida cotidiana estaba muy marcado.
Siempre ha habido mujeres que han buscado una posición más igualitaria, esa independencia, esa lucha contra un destino que les había sido asignado. Eso sigue siendo igual, con diferentes formas, pero esa lucha sigue hoy. Luego, estaban los conflictos territoriales que se originaban en aquel momento.
Esos conflictos los estamos viendo hoy mismo en España, en Europa, conflictos que, a veces, son más o menos graves o más o menos profundos. Y luego, hay una confrontación de culturas.
Ahora también estamos viendo culturas que chocan con una violencia enorme, materializadas allí entre el mundo musulmán que había entrado en España y que estaba justo en las fronteras de esta abadía, y el cristiano que también se estaba consolidando, dejando de lado el mundo clásico que podría representar una de las monjas, Eloísa, más refinado, más abierto, más tolerante, no circunscrito únicamente a la figura de Dios, sino que tenía muchos más intereses. Había una mezcla muy interesante.
La película sugiere esta idea de un mundo cristiano atrasado y un mundo islámico más avanzado, más culto, de alguna manera, más luminoso. Sin embargo, hay quien hoy está cuestionando que quizá ese mundo islámico no era tan vivo ni tan brillante como se quiere plantear. ¿Cómo lo ves tú?
Yo creo que, en aquella época, en el califato español sí que estaban más desarrollados culturalmente. Los conventos fueron muy importantes para mantener la continuidad del mundo clásico, para conservar los escritos de Homero, por ejemplo. Pero también en el mundo árabe.
En el Renacimiento, cuando iban a buscar una traducción, muchos iban a Toledo y buscaban la traducción del árabe, porque se había traducido al árabe. Era un mundo culto. Y era un mundo económicamente muy poderoso en aquella época. Y, en algunos casos, era más tolerante. En las zonas musulmanas, se permitía a los que querían ser cristianos que ejercieran su culto.
No era el mundo musulmán que, en algunos lugares, ha derivado al islamismo. La historia es oscilante, no va siempre en la misma dirección y con la misma intensidad. Va subiendo y bajando. Igual que ahora mismo hay cristianos que son dogmáticos y cristianos que son absolutamente abiertos y comprometidos con otras culturas. Con la historia sucede un poco lo mismo.
La película rompe algunos esquemas sobre esa época de nuestra historia. Me llama especialmente la atención que, incluso en este mundo aparentemente cerrado, aparece la noción de justicia. A pesar de todo, en cierto modo, no es un mundo tan atrasado. Hay una justicia, hay unos procedimientos, unos estamentos y garantías, lo cual podrá sorprender a más de uno.
Sí, yo creo que era una sociedad bastante moral, que tenía sus códigos. Sabían lo que estaba bien y lo que estaba mal. Salvo por la codicia, que es lo que siempre estropea cualquier idea de ecuanimidad o de justicia, había una voluntad de que hubiese unas bases legales de respeto, siempre desde una cierta perspectiva.
El mundo romano ha sacado toda la jurisprudencia moderna y permitía el esclavismo, por ejemplo. Y la democracia griega, también. Mucha democracia, pero también tenían esclavos. Es decir, siempre hay que verlo en el contexto de la época. Pues aquí, igual. Dentro de este sistema de clases sociales, muy estratificado, había una voluntad.
Era también una justicia muy desigual, no como la de ahora. Una justicia, además, en la que no todo el mundo seguía los mismos códigos. A lo mejor, Castellón tenía su propio código y Alicante tenía sus propios matices. Pero en todos veías esa voluntad de codificar lo que estaba bien, lo que estaba mal, qué castigos había que imponer, qué castigos no había que imponer, lo que era el beneficio de la duda.
Todo, claro, desde unos parámetros muy de la época que ahora serían inaceptables. Pero estaba codificado. Y lo hacían de buena fe. Había una cosa que me hizo gracia y era cómo trataban el adulterio. Pues, ¡depende de quién fuese el adúltero! O sea, si tú llegabas a casa y te encontrabas con una situación de adulterio, podías matarlos, a él y a la mujer. Estaba permitido.
Pero si era alguien honrado (es decir, alguien a quien se tiene que honrar, como un cura o un noble), ahí ya la cosa cambiaba y había que empezar a negociar, y ni a él ni a la mujer podías hacerles nada. Eso sí, de alguna forma, te tenían que compensar. ¡Había unas cosas! Pero, al mismo tiempo, había una justicia, había un código.
Si hay algo que llama la atención en ‘La abadesa’ es el trabajo de producción. Al ver la película entiendes que en esa época se vivió en unas condiciones durísimas. La película consigue transmitir esas condiciones climáticas de una manera bastante viva. ¿Cómo fue el rodaje?
Esto fue algo que buscamos. Nosotros fuimos a rodar a esa zona en enero-febrero, precisamente, porque sabíamos que podíamos encontrarnos con eso. Lo que igual no supimos es que iba a ser tan duro. A veces, rodar dentro del castillo era casi peor que rodar fuera, porque no hay ventanas ni puertas, está la humedad que sale del suelo, el viento del cierzo que se metía por todos los sitios…
Pero yo creo que eso, junto a los exteriores con nieve –con esas tormentas reales–, más el hecho de iluminar con velas –dependiendo siempre de una luz que no controlas–, ha ayudado a ese viaje al siglo IX y a darle a la película una plástica, para mí, muy interesante. Aquí hicimos una cosa que no se hace normalmente en el cine.
En cine, cuando llegas al rodaje intentas que todo esté muy controlado para poder controlar realmente lo que sale. Nosotros preparamos mucho la película, pero trabajábamos con elementos que escapaban a nuestro control. Nunca se sabe cómo va a actuar una tormenta o el viento, no solo sobre el equipo técnico, también sobre los actores.
Y, luego, las velas no son una forma de iluminar controlable. Hasta que no llegaba el momento de rodar, no sabías bien qué respuesta te iban a dar; o la luz que entraba por las ventanas. Y, ahí, igual te podía salir un día como hoy, que es gris y lluvioso, o un día soleado. O cambiar, y empezar la secuencia con sol y, de pronto, empezar a nublarse. Todos eso está en la película y creo que juega a favor.
El trabajo de fotografía de Julián Elizalde me parece exquisito. Al verlo piensas en el ‘Barry Lyndon’ de Kubrick. ¿Cómo fue ese trabajo de planificación?
Hablábamos mucho. Yo confeccioné todo un dosier sobre la luz desde sus diferentes aspectos. En ese sentido, me apoyaba mucho en la pintura clásica. ¡El descubrimiento de la luz! La luz se descubre en la pintura cuando empieza el claroscuro. Antes todo es muy luminoso y no se le da protagonismo a la luz porque está por todas partes.
Se le empieza a dar protagonismo cuando aparecen Caravaggio, los tenebristas, Rembrandt… Ahí fui rastreando y sacando referencias. Luego, también me centré en otras películas que jugaban con la luz en contextos oscuros, películas no iluminadas o iluminadas de una forma muy tenue, muy a favor de la realidad.
Con todo eso, nos marcamos un cuerpo teórico o de objetivos. Pero, luego, tanto él como yo sabíamos que hasta que no llegásemos al sitio no controlaríamos lo que iba a pasar, y ahí chapó por Julián porque se la jugó. Había días en que yo pensaba que, en algún momento, me iba a decir: «Yo así no puedo rodar». No pasó ni una sola vez. Ni una sola vez.
Como decíamos al principio, la película nos abre a un mundo quizá desconocido por el espectador, como si lo invitaras a hacer un viaje en el tiempo. ¿Qué impresión crees que te gustaría que tuviera ese espectador frente a la película, frente a este mundo?
Esto es algo de lo que me está hablando mucha gente después de verla. La palabra que emplean es “sorpresa”. Eso es bueno, entre otras cosas porque casi siempre me lo dicen como algo positivo. Diría que me gustaría que se encontrasen con una película que no se esperan.
A mí me gustaría que la gente entrase a ver la película con curiosidad y, sobre todo, con una actitud muy abierta a encontrarse un discurso diferente. Leer un libro, ver una película que me habla de cosas de las que igual ya me han hablado antes, pero de una forma diferente –tanto a nivel de historia como a nivel plástico–, para mí eso es de agradecer. Creo que, si el público entra con esa actitud, es una película muy agradecida.
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