#MAKMALibros
‘Casa heredada’, de Arturo Borra
Libros del Baal (Ediciones Canibaal), 2022
Arturo Borra es un escritor argentino licenciado en Cominicación Social y doctor en Estudios Interdisciplinarios de la Comunicación. Desde 2008 ha publicado más de una decena de libros de poesía y ensayo, así como artículos de opinión para diferentes revistas y medios de comunicación.
Recientemente ha publicado ‘Casa heredada‘ con el sello valenciano Libros del Baal (Ediciones Canibaal), que fue presentado por primera vez el pasado 6 de noviembre, en el marco del festival del libro SINDOKMA, organizado por MAKMA y celebrado en el claustro del Centre Cultural La Nau de la Universitat de València.
Pese a que has escrito muchos libros, esta es tu primera aproximación a la ficción en prosa. ‘Casa heredada’ es una colección de veintidós relatos. ¿Cómo se siente un poeta saliendo de esos márgenes de la poesía en los que siempre se ha movido?
‘Casa heredada’ se fue gestando en un período de tres décadas. Así que, aunque vivo este libro como un acto inaugural, la narrativa siempre me ha parecido relevante como género de escritura. Es similar a la apertura de un umbral de una casa que fui montando, de forma subterránea, con escombros y materiales que me acompañaron durante años en mi vida.
Para mí no deja de ser un desplazamiento hacia otro lugar, un lugar donde intentar respirar mejor. Quizás sea otra forma de seguir imaginando resquicios en medio de la asfixia. Esa tarea interminable, al igual que la práctica poética, quizás no sea más que un movimiento centrífugo, de un margen a otro: remitirse a la ficción como el espacio de una verdad esquiva…
Parece que estar viviendo en sociedades tan avanzadas nos lo debería poner todo más fácil, sin embargo creo que todos tenemos una herida que curar. ¿Escribe Arturo Borra desde esa herida, desde la fisura que provoca ver este mundo con todas sus injusticias?
La escritura que me interesa nace de la herida. Aunque la reescribamos o la transformemos, partimos de ahí: de las esquirlas que han dejado cicatrices en nuestro cuerpo, del daño que atraviesa nuestra memoria, de los huecos que nos empujan a soñar otro mundo y cuestionar un orden injusto que a menudo aplasta esos sueños.
Puesto que hay una dimensión política en toda literatura, en este caso, mi opción no ha sido otra que el acto de arriesgar otras posibilidades humanas, capaces de subvertir un orden social desigual que podemos nombrar como una “sociedad de privilegios”.
Conforme nos vamos adentrando en esta ‘Casa heredada’ descubrimos el miedo, la tristeza, los cerrojos, las oscuridades, las confusiones; es como si nos acercáramos a un espejo y descubriéramos que el reflejo de uno mismo puede resultar monstruoso. ¿Eras consciente, al escribir estos relatos, de que podías generar un desgarro en el lector, un dolor?
Cuando escribía esos relatos no pensaba tanto en el desgarro que pudiera producir en los demás como en intentar elaborar ese dolor que uno arrastra en su historia, a veces, sin ser demasiado consciente de ello. Si uno sigue adelante, a pesar de todo, es quizás por haber afrontado esas desgarraduras íntimas, procurando arrancarles alguna enseñanza o un sentido que nos permita seguir buscando grietas para salir de ahí.
Un lector crítico, me parece, no esquiva esas experiencias de dolor: exige algo esencialmente diferente a un relato edificante. Y si en el medio nos topamos con lo monstruoso, se debe ante todo al hecho de que no cesamos de crearlo a través de tanta indiferencia y banalidad. También el dolor puede empujarnos a una transformación profunda de nosotros mismos.
Por otro lado, es difícil escapar de la poesía. Digamos que existen dos formas de enfrentarnos a los defectos de los otros: de una manera empática o de forma egoísta. La poesía ayuda a que el lector empatice con tu dolor. ¿Es imposible que un poeta escape de la poesía? Me refiero a que escribir relatos también es un acto poético, como en el caso de Mircea Cartarescu…
Comparto la perspectiva de Cartarescu: la narrativa tiene una dimensión poética, más o menos ineludible. Al menos, en mi caso, no concibo mi vida sin lo poético. Es lo que me permite volar, incluso para escapar no de la poesía, sino de algunos poetas [risas]. Los discursos poéticos, en los mejores casos, modelan nuestras sensibilidades. ¿Qué seríamos sin ese universo?
Puede que la poesía no nos enseñe a vivir, pero, en ocasiones, nos ayuda a inventar resquicios en nuestra cotidianeidad. En estos tiempos sombríos no deja de ser algo imprescindible, tal vez porque escapa de la lógica utilitarista que se nos impone como único parámetro de valor.
Tu escritura destila esa preocupación de Arturo Borra por el nosotros más que por el yo. Me ha recordado a ciertos relatos de Samanta Schweblin como ‘La medida de las cosas’ o ‘Bajo tierra’; o también a ese relato de Alejo Carpentier, ‘El derecho de asilo’. En una era de tanto yo, ¿cómo se hace para pensar más en el nosotros?
No concibo un yo desconectado del nosotros en el que se constituye. No tiene ningún sentido defender al individuo como si fuera un átomo: su propia constitución está entretejida con la sociedad. ¿Cómo podríamos despreocuparnos de los otros sin que eso repercuta en nuestro ser? Dicho de otro modo: ¿qué somos sin los demás? En medio de tanto individualismo, centrarse en lo colectivo –sin suprimir nuestras historias singulares– es un recordatorio de nuestra responsabilidad compartida.
Levinas concibe la justicia como esa responsabilidad infinita con el otro. Basta mirar el drama repetido de cientos de miles de personas intentando arribar de forma desesperada a Europa para darse cuenta que estamos en una situación diametralmente opuesta: la creciente indiferencia que mostramos ante quienes más padecen un sistema mundial que sostenemos cada día de formas diferentes.
En cuanto a los parecidos de familia que reconoces, quizás estén relacionados, en primer término, a esos maestros comunes que al menos con Samanta Shweblin compartimos. Me refiero a escritores latinoamericanos como Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Antonio Di Benedetto o Felisberto Hernández, entre muchos otros. En el caso de Alejo Carpentier, reconozco más su influjo directo en mi escritura, quizás por una cuestión generacional. Junto a García Márquez, en mi juventud, me han transportado a ese espacio de extrañeza profunda que habitamos en Latinoamérica y que nombramos, de forma genérica, como realismo mágico.
Me consta que estos relatos han sido escritos durante treinta años. ¿Tendremos que esperar otro tanto para disfrutar de un nuevo libro de prosa?
Espero que no… [risas], aunque tampoco siento que sea algo que controlo de forma estricta. Estoy embarcado en varios proyectos narrativos, pero desconozco cuál será su destino. Cuando la escritura es una necesidad vital, sabes que seguirás ensayando formas para decir lo indecible o dar cuenta de esas astillas del mundo que se incrustan en nuestras historias. Cada proyecto exige unas formas específicas, así que desconozco el derrotero de mi escritura…
Para acabar, y tratar de eliminar esa pátina de pesimismo que en ocasiones nos acompaña, ¿cómo ves el futuro? ¿Podemos olvidarnos de ese poema de Jorge Manrique, ‘Cualquier tiempo pasado fue mejor’?
Ese célebre verso siempre me ha parecido una idealización. Quizás el propio Manrique sabía eso: que los seres humanos, ante el sufrimiento presente, buscamos consuelo en el pasado. En ‘Casa heredada’ me he propuesto exactamente lo contrario: apuntar al porvenir como un horizonte de apertura y creación, incluso si necesitamos destruir el muro que nos rodea. No hay lugar más que para añorar lo que no tenemos y esa añoranza se nutre de porvenir.
Eso no significa que no tengamos razones para el pesimismo: la crisis ecológica brutal en la que estamos, la concentración inédita de riquezas y el incremento de la desigualdad social, el supremacismo ciego, por mencionar tres problemáticas, son solamente algunos de los hilos que nos estrangulan.
Pero ese “pesimismo activo” –como lo llaman algunos filósofos– no niega la promesa de otro mundo social, al que podemos contribuir, sin lugar a dudas. Entiendo que es un deber colectivo sostener esa promesa aunque sea en la cuerda floja, sin falsos consuelos. En un contexto asfixiante, ¿cómo no invocar una esperanza –por más agónica que sea– que nos ayude a respirar?
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