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Con motivo del 150 aniversario del nacimiento de Azorín
José Martínez Ruiz (1873-1967)
“He visto el cine –he fruido del cine– antes de su invención”. Expresa Azorín su admiración ante un fenómeno experimentado acabando el siglo XIX, cuando debía de contar veintitantos años. Estando una tarde veraniega en el campo –probablemente en la casa familiar de su famoso Collado monovero–, tras la comida, había buscado refugio del inclemente calor en su alcoba.
Se había tendido en la cama, con la estancia en penumbra dado que, aun cuando las puertas del balcón estaban cerradas, las maderas viejas, combadas, ofrecían algún que otro recoveco al intensísimo sol. Y, repentinamente, descubrió en la pared, “estampadas”, las figuras de dos o tres personas que se cruzaban en el exterior. “Lo estupendo es que esas figuras aparecían en color”.
Lamentaba Martínez Ruiz cuando esto escribía, a finales de los años 50, no haber preguntado nunca por el fenómeno a su amigo Cajal. La experiencia duró un instante, y no consigna Azorín haber vuelto a presenciar algo similar con posterioridad. Titulaba su artículo ‘Cine antes del cine’.
Uno –que ha experimentado el mismo fenómeno varias veces, las primeras en la tierra misma de Azorín– tuvo para sí en la adolescencia que el “cine antes del cine” era el mito de la caverna platónica, al descubrirlo en las clases de filosofía.
Con independencia del suceso contado por Azorín retrospectivamente, rescatado al tiempo, ha trascendido suficientemente la cinefilia del prodigioso escritor, de cuyo nacimiento celebramos en 2023 el 150 aniversario.
A quien compusiera una obra fascinada con las evoluciones del tiempo, del fluir de las cosas, de las progresiones de la luz, de las nubes, de lo efímero; al renovador de la lengua española, elegantísimamente moderno, que constatara la expresividad del paisaje desde el travelling del ferrocarril, no podía serle ajeno el invento del cinematógrafo.
Azorín se acerca al cine con la misma curiosidad y entusiasmo –sí, he escrito entusiasmo– con que se acerca a todas las cosas; y con todo su bagaje de pensamiento, sensibilidad y erudición. Escribe el primero de estos artículos hace poco más de un siglo, al despuntar el cine, recientes aún sus albores.
Su perspicacia le libra de asumir el argot especializado, que ya entonces impregnaba las conversaciones populares y periodísticas; habla Azorín de que alguien ha “compuesto” una película. ¡Qué revelador! La sucesión de escenas entendida en términos rítmicos, musicales; ‘Una sinfonía de terror’ subtitulaba F.W. Murnau por aquellos días su ‘Nosferatu’ (1922).
Azorín asume de inmediato la naturaleza poética del cinematógrafo como medio expresivo, emparentado ineludiblemente con la literatura, con el teatro –admítaseme la redundancia–, y con la pintura.
“El cinematógrafo, para mí, o no es nada o es el arte de la luz”, escribirá años más tarde, por mano de un pudoroso alter ego, en ‘El encanto de la luz’. Probablemente conozca el maestro –tan francófilo– los conceptos de fotogenia y visualismo formulados por Louis Delluc, de quien ha leído una biografía sobre Chaplin.
Azorín, ya desde 1927, considera “la gran ventaja y la gran conquista del cinematógrafo”, frente a las demás artes, su capacidad para la generación de imágenes subjetivas, para “adueñarse de las sombras”, para aflorar en imágenes los abismos neblinosos del subconsciente e instalarlas en el plano consciente de los personajes, pudiendo imponer el triunfo de lo irreal y de lo fantástico.
Resulta esclarecedor que, citando dos títulos que considera maravillosos, mencione ‘Los muertos nos rozan’ con alusiones a Basil King y a Samuel Goldwyn que nos llevan a pensar que se trata de ‘Earthbound’, dirigida por T. Hayes Hunter en 1920; y ‘El carretero de la muerte’ que, sin duda, es ‘La carreta fantasma’ (“Körkalen”, 1921) de Victor Sjöström.
Propone Azorín, en ‘El encanto de la luz’, a partir de ejemplos pictóricos magistrales, una película en la que los estados de semiconsciencia de los personajes coincidan con los momentos, lumínicamente fronterizos, de los crepúsculos diarios, cuando la luz va cediendo a las tinieblas, o viceversa.
Cómo no pensar en la plasticidad de las venideras ‘Vértigo’ (1958), y ‘Narciso negro’ (‘Black Narcissus’, 1947). Tanto la de Hitchcock como la de Powell y Pressburger pueden fecundar cientos de ensayos en este sentido. Muestra la sublime película inglesa un duelo, amaneciendo, entre la Hermana Ruth y la Hermana Clodagh –entre Kathleen Byron y Deborah Kerr–, entre el subconsciente desatado y la disciplinada consciencia, entre la perturbación pasional y la contención ordenada, entre Hyde y Jekyll; entre las tinieblas y la luz, en definitiva. Alumbradas sus imágenes con la portentosa dirección de fotografía Jack Cardiff, tan bellamente expresiva, premiada con el primero de sus Oscar.
“Luz, perspectiva y colocación de figuras”. Es la visión que del cine tiene Azorín, expresada literalmente, y que sustenta los artículos recopilados en ‘El efímero cine’. Ahora bien, si el cine fuera sólo esto, ¿qué lo diferenciaría de otras artes, como la tan aludida pintura, o la fotografía?
Para ellas resulta válida también la frase de Azorín. Y siempre ha sentido uno que Azorín intuye –o, más aún, comprende– cuál es el elemento esencial del nuevo arte, si bien no acaba nunca de formularlo en sus escritos. Y concluiremos que Azorín hace cine antes del cine, efectivamente.
Voces ilustres, autorizadísimas y ya con su parcela innegable en las letras españolas han afirmado tal cosa, o han hablado en parecidos términos. Gerardo Diego, o Andrés Trapiello, han constatado y defendido cómo, a partir de 1925, los literatos se han visto influidos por el sentido narrativo del cine; y señalan a Azorín como pionero, por su particular tratamiento en sus novelas del tiempo –preocupación y tema común a toda su obra, como se ha dicho–.
No obstante, mi convicción –no por modesta menos firme– es que Azorín hacía cine antes del cine no ya en sus novelas y a partir del año 25, sino mucho antes, y en sus ensayos, cuando aún los pioneros no habían acabado de configurar y consolidar el lenguaje cinematográfico.
En ‘Castilla’, ‘Una ciudad y un balcón’, y en la ciudad una catedral con su campanario; a él nos lleva Azorín, provisto de un catalejo que, desde lo alto, orienta al horizonte. Sobre las lomas, aparece una “manchita negra”, que avanza levantando “una tenue polvareda”. Nos muestra el escritor que se trata de un grupo de jinetes: un caballero que cabalga rodeado de sus pajes.
Dirige nuestra atención hacia el penacho de su sombrero, al destello en la empuñadura de su espada, el fulgor de su coraza. Continúa con la descripción primorosa de la vega, del río, de los arrabales y de los oficios –hoy extintos– que allí se desempeñan. Poco después, se empaña la lente del catalejo. Al limpiarla, vuelve a enfocarlo sobre cerros: de nuevo una manchita que desciende, si bien esta vez, al aproximarse, vemos que se trata de una diligencia.
Azorín, igual que hizo antes, nos describe los cambios en el paisaje. Y otra vez el vaho nubla el catalejo. Tras aclararlo, escruta de nuevo los alcores y, sí: ahí está otra vez la manchita negra, avanzando ahora sobre dos barras de hierro que discurren paralelas; distinguimos después el carro de hierro que expele humo negro, y la hilera de cajones con sus ventanitas; en las ventanitas, rostros de hombres y mujeres…
Por cierto, cada parte que integra el capítulo, antes de empañarse el catalejo, acaba en la misma plaza, en la misma casa, en la fachada con cuatro balcones y sobre la puerta un blasón; siempre en el primer balcón de la izquierda hay un hombre sentado; sus ropas y afeites cambian en correspondencia con el siglo; pero siempre apoyados el codo en el brazo del sillón y la cabeza en la palma de la mano; y siempre los ojos velados por una “profunda, indefinible tristeza”…
Discúlpese esta compresión, que hurta forzosamente los gozos del original azoriniano, pero ni cabe reproducirlo aquí, ni puedo dejar de exponer mínimamente su forma para defender mi afirmación anterior. ¿Cine antes del cine en Azorín? Por supuesto.
¿Qué tenemos en ‘Una ciudad y un balcón’? Veamos esa estructura en tres partes, delimitadas por el vapor que vela el catalejo –artefacto de lentes, como la cámara cinematográfica–; cada vez que lo limpiamos y miramos al punto inicial, cuanto Azorín nos describe indica que siglos han trascurrido durante el vahado y su esclarecimiento; eso sí, en décimas de segundo. Como en el cine: el nublado de la lente se corresponde con los distintos tipos de fundidos que marcan las elipsis temporales entre secuencias cinematográficas.
¿Y qué decir con respecto a la jerarquía con que Azorín nos muestra sus imágenes, en función de su escala y proximidad? ¿No responde a la planificación que en una película nos lleva –simplificando– del plano general, al plano medio, al primer plano, y al plano de detalle? Lo vemos en el arranque de cada fragmento. Y lo mismo con sus cierres, aproximándonos desde lo más general al detalle: plaza, casa, balcón, hombre, ropas, barbas o bigote, busto (del codo a la cabeza), ojos.
Éste es, esquemáticamente, el modelo de montaje cinematográfico que ha venido imperando desde los albores del cine hasta nuestros días. Azorín lo utiliza –como tarde– en ‘Castilla’, que se publica en 1912, mientras David W. Giffith rueda ‘The Musketeers of Pig Alley”’
A Griffith reconocemos la ideación y codificación de muchos de los recursos narrativos y expresivos que configuran el lenguaje cinematográfico, y su película citada resulta magistral en su articulación. Las películas son por entonces cortas, y aún hay escasísimas experiencias en que superen la hora de duración.
‘The Musketeers of Pig Alley’ (1912). David W. Griffith.
A veces sorprende que Azorín no llegara a señalar el montaje como lo esencial al cine. Quizá por tenerlo interiorizado como algo previo, que había él mismo naturalizado en su escritura, antes aún de haber podido reconocerlo en una sala de proyecciones.
Siempre he sentido que el montaje cinematográfico está en la escritura del Azorín precinéfilo, y la efeméride me ha invitado a volver sobre ‘El efímero cine’. Efímera la efeméride –traerse al presente un día, un instante perdido entre las nieblas del tiempo– como figuras en color moviéndose estampadas en la pared blanca de una estancia oscura.
A la memoria de José Payá Bernabé (1957-2021), Pepe; enorme experto, conservador y difusor del legado azoriniano, quien durante 40 años dirigió la Casa-Museo Azorín de Monóvar.
Con el agradecimiento a la Fundación Mediterráneo por la cesión de las fotografías de Azorín.
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