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‘Barbie’, de Greta Gerwig
Con Margot Robbie, Ryan Gosling, America Ferrera, Kate McKinnon, hari Nef y Michael Cera
114’, Estados Unidos | LuckyChap Entertainment, Mattel Films y Heyday Films, 2023
De un tiempo a esta parte se ha instalado, incluso entre un cierto cine con firma, un tipo de relatos que se construyen, formal y argumentalmente, sobre las bases de discursos prestablecidos. Un cine que no mira de frente a la vida para ayudarnos a comprenderla en su convulsa y, con frecuencia, opaca complejidad, sino que trata de dibujarla desde esquemas teórico-ideológicos a los que, al contrario, tiene que adscribirse.
El resultado suele ser un trabajo que se acerca más a un ejercicio de panfletismo o de propaganda que a lo que entenderíamos como una pieza artística. Un producto, en definitiva, prefabricado. Por supuesto, puede haber talento en la factura de un buen panfleto o en una campaña de publicidad. Cómo hacer llegar ciertos mensajes requiere de ingenio, un serio conocimiento de las herramientas del medio en el que te expresas y no pocas dosis de talento creativo.
Pero es evidente que un panfleto, por su propia condición, deja al espectador muy poco espacio de autonomía. Este podrá cuestionar el mensaje, pero no participa en su elaboración, pues queda como un mero receptor de las ideas que difunde. El panfleto, además, no entiende de matices; mucho menos se presta a indagar en sus propias contradicciones, cuando las hay.
Sirva esta reflexión inicial a cuento del reciente estreno de ‘Barbie’, última producción de la directora estadounidense Greta Gerwig. Narra esta película la historia de la muñeca que da título a la cinta, una versión humanizada de la misma que vive en un lugar imaginario llamado Barbieland, donde reside en compañía de todas las versiones de Barbie que se han fabricado desde su ya lejana creación a finales de los años cincuenta del siglo pasado.
Amanece. El sol brilla radiante en Barbieland, un mundo de colores pastel (especialmente, rosa) donde todos los días son iguales y en el que las Barbies se ocupan de todo (el gobierno de la ciudad, el cuidado de las calles, ponen la gasolina en la estación de servicio, etc.). Mientras, los Ken (el muñeco-pareja de Barbie, también con sus incontables adaptaciones) se pasan el día jugando en la playa y compitiendo entre ellos para ganarse la atención de sus correspondientes Barbies.
Todo parece perfecto en Barbieland, salvo por el hecho de que a la Barbie original, la primera (rubia, esbelta, caucásica), le ha dado por ponerse a pensar en la muerte, lo que provocará un auténtico tumulto entre sus compañeras. Tras darle algunas vueltas al asunto, Barbie descubre que la niña que, en el mundo real –el nuestro–, juega con la muñeca que ella encarna se siente muy infeliz.
Para resolver este conflicto y volver a su estado anterior, Barbie tendrá que viajar a ese mundo real, buscar a la niña y ayudarla a encontrar esa felicidad perdida, que no es otra que la que inspira los valores de independencia y belleza que simboliza la muñeca.
En el camino, Barbie tendrá que esquivar distintos obstáculos, como enfrentarse a la junta directiva de Mattel, la empresa que la ha fabricado y que (¡ay!) está integrada solo por varones que quieren que se olvide de sus angustias existenciales y devolverla a su mundo. Tanta perturbación es mala para el negocio.
Si analizamos las distintas capas que tiene ‘Barbie’, descubriremos que estamos ante una película cuyo mensaje no es tan fácil de discernir. Y no digo esto a cuenta de las intenciones de sus responsables como por el intrincado y, con frecuencia, ambiguo laberinto argumental en el que estos acaban enredados, en contra, incluso, de sus propios propósitos.
En un primer acercamiento, podríamos decir que el mensaje de ‘Barbie’ es claro: el patriarcado es malo, muy malo. Y está por todas partes. Cuando Barbie llega a nuestro mundo, se encuentra con que, al contrario que en Barbieland, está gobernado por hombres que ocupan todas las esferas de poder.
No sabemos muy bien qué aprende Barbie de este viaje, aparte de descubrir que la niña a la que debe ayudar la rechaza como modelo de mujer estereotipada (literalmente), causa de sus desdichas como joven sometida bajo ese patriarcado que la oprime y que ensombrece su vida.
Ahora bien, quien sí aprende algo es Ken, que, como inseparable pareja de Barbie, la acompaña en esta aventura. Y es que, al contrario que en Barbieland, en este mundo real los hombres sí son tenidos en cuenta. Incluso, ¡hay quién se dirige a ellos para pedirles la hora! Por primera vez, Ken se siente algo más que un mero ornamento.
En una pirueta argumental algo caprichosa, Barbie regresa a Barbieland en compañía de la niña y de su madre, escapando de la junta directiva de Mattel. Allí descubre que, en su ausencia, Barbieland se ha convertido en Kenland, una pesadilla patriarcal en la que los Ken, siguiendo el ejemplo de nuestro mundo, han impuesto una dictadura en la que se entregan al deporte, a beber cerveza, a llevar coches muy grandes y piensan todo el tiempo en caballos (sic), y en el que las Barbies han sido relegadas a un simple papel de servidumbre.
Barbie tendrá que apoyarse en sus nuevas amigas (además de una Barbie Rara –Weird Barbie en la V.O. de la película– que vive exiliada del resto de Barbies), para derrotar esta autocracia de los Ken.
Como decíamos al principio, todo buen libelo tiene su parte de arte y, en ‘Barbie’, hay que aplaudir el talento y coordinación del equipo artístico y de efectos visuales de la película a la hora de trasladar a la pantalla ese mundo de muñecas reales, con Rodrigo Pietro (colaborador habitual de Martin Scorsese, González Iñárritu u Oliver Stone), en la dirección de fotografía; Sarah Greenwood en el diseño de producción (responsable de la versión live-action de ‘La Bella y la Bestia’ o las dos pelis de Sherlock Holmes); Katie Spender en las labores de decoración; y Jacqueline Durran en el vestuario (‘The batman’, de Matt Reeves, o ‘Mr. Turner’, de Mike Leigh, entre otros trabajos reseñables).
Tras la cámara encontramos, además, a una Greta Gerwig que sabe sacarle provecho a este decorado y demuestra una gran capacidad para la comedia de gags físicos, así como los números musicales, sin duda lo mejor de la película (maravilloso, Ryan Gosling). Pero será en el plano del discurso cuando las cosas se tambaleen un poco.
Vista la película, no revelamos nada si sostenemos que el trabajo de Greta Gerwig (junto con su compañero Noah Baumbach, como coguionista) no pasa de ser una mera traslación, punto por punto, de los principios y presupuestos del feminismo contemporáneo.
Toda la estructura ficcional de esta película se ofrece, así, para ilustrar un discurso que no emana de la trama, sino de los propios autores (qué es el patriarcado, cómo funciona, cuáles son sus consecuencias) y que tiene que ser expuesto por los personajes para informar a un espectador que, como decíamos, queda reducido a un mero legatario del mensaje.
En ‘Barbie’ nada nos es revelado, los personajes no sufren ninguna evolución como resultado del desarrollo del argumento (si es que hay tal) y solo responden a un rol previamente establecido: un (nuevo) estereotipo, otro cliché.
Pero es que, además, dentro de su propia lógica (estereotipada), ‘Barbie’ acaba bombardeando el propio mensaje que parece defender, consecuencia de su propia condición de producto cinematográfico.
Con ‘Barbie’, el llamado cine mainstream norteamericano ha inventado un género nuevo. Hasta ahora habíamos visto cómo el cine comercial trataba de subirse al carro del éxito de los videojuegos (vale esta misma reflexión para los cómics, las series televisivas o las novelas) a base de rescatar personajes que sirvieran de gancho para un nuevo espectador/consumidor.
En este tipo de películas se mezclaba la necesidad de crear una pieza de entretenimiento atractiva con otro puramente mercantil, con propuestas que servían de complemento del producto original, en un intento de explotación de las franquicias, sostenidas por las audiencias digitales, que fantaseaban con ver a sus personajes preferidos en la pantalla de cine. Pensemos en las versiones de juguetes tan populares como ‘La LEGO película’ o las más recientes adaptaciones animadas de ‘Super Mario Bros’ o ‘Assasins’s Creed’, entre otras.
Pues bien, ‘Barbie’ da un paso más allá. Aquí el cine ya no se usa como plataforma de promoción de una marca o producto, sino que toda la película es, en sí misma, una brand-position total, un anuncio de casi dos horas sobre la empresa que la financia, verdadera protagonista de la historia. Y de ahí deviene parte el problema, pues, ¿cómo cabe censurar, como sugiere ‘Barbie’, la supuesta mala praxis de un sistema, el patriarcado, encarnado en tu propia compañía, sin destruirlo?
Así, en ‘Barbie’, nos enfrentamos a la junta directiva de Mattel, compuesta por un grupo de hombres (¿es así, realmente?) impermeables a las nuevas sensibilidades feministas (y que esconden su machismo mucho mejor que antes, como explicita la película), pero, al mismo tiempo, lo suficientemente simpáticos como para que no sintamos por ellos verdadera animadversión.
De hecho, empatizamos con ellos. Son malos, pero no tanto. En un momento de la cinta, descubriremos que, tras las bambalinas de todo este entramado, se encuentra, como el oráculo de ‘Matrix’, la figura de Ruth Handler, creadora de la muñeca. Y uno, en este contexto, se pregunta, teniendo las cosas tan claras, por qué no despide a toda esa banda de desalmados y soluciona el problema (cosa que no sucede, por supuesto).
Tampoco vemos en ellos ninguna transformación que nos demuestre que la filosofía de la empresa va a cambiar mucho (eso sí, al final contratarán a la madre de la niña como diseñadora de muñecas, muñecas raras que reflejen el nuevo ¿modelo de mujer?). Esta calculada ambigüedad impregna toda la película.
Pasaremos de puntillas sobre el hecho de que, al final, el mundo de Ken, por muy machista que sea, resulta más atractivo y divertido que el de las Barbies. Frente a la vida hedonista (cerveza, coches y caballos, recordemos) que nos proponen los Ken, el matriarcado de Barbie parece una distopía salida de las imágenes de series como ‘Weeds’ o ‘Big little lies’ (el tema ‘Little boxes’, de la serie protagonizada por Mary-Louise Parker, no dejó de sonar en mi cabeza durante toda la película).
Pasemos también de puntillas sobre el hecho de que la película está llena de tópicos autocumplidos. La escena en la que Barbie se tropieza con unos albañiles que la piropean y a los que ella silencia con una respuesta ingeniosa es para repasarla dos veces. O aquella en la que Barbie se encuentra con una anciana en la parada de un autobús, lo que parece que le descubre la belleza de la vejez, uno de los momentos más empalagosos de la cinta. No hablemos del personaje de Allan.
Pasemos también por encima del tosco intento de ajustar ciertos excesos del propio matriarcado de Barbieland, como hay quien ha querido interpretar; una solución que la cinta se saca de la manga quizá para contentar a un amplio espectro de espectadores, pero que no queda explicitada como para tomársela más que como una tibia concesión a una idea de igualdad lo suficientemente difusa para que no se entienda tampoco como una concesión al patriarcado (al final, derrotados los Ken, se les ofrece la gracia de celebrar, de vez en cuando, alguna noche de chicos u ocupar algún cargo intermedio en el sistema judicial de esta ciudad-Estado).
En una escena realmente forzada, después de tantas desventuras, Barbie le dirá a Ken (¿a consecuencia de qué?) que trate de ser él mismo, que su libertad dependerá de zafarse de esa dependencia que siente hacia ella. Pero, ¿cómo se es uno mismo? ¿Qué quiere decir eso? Y, sobre todo, ¿qué papel juega este nuevo hombre-Ken en la nueva sociedad de Barbies y, en consecuencia, en nuestro propio mundo?
La película no contesta claramente a ninguna de estas preguntas, demasiado enrevesadas para una producción que aborda muchas líneas temáticas sin lograr concentrarse en ninguna.
Pero, sobre todo, ¿qué hacemos ahora con Barbie? ¿Qué destino proponemos para una muñeca que representa todos los defectos que inspiran ese mundo patriarcal que estamos denunciando? Lo lógico sería deshacerse de ella. Ya no sirve. Pero, ¿cómo acabamos con nuestra propia protagonista, con nuestro producto estrella? ¿Es posible que exista Barbie sin Barbie? Es evidente que no.
Como dice la película, Barbie, la Barbie estereotipada, no sabe hacer nada de provecho. Para empezar, ni siquiera tiene una profesión como el resto de Barbies, y, por lo que sabemos, no tiene otra misión que la de representar a una tipología de mujer (que, pese a sus supuestos defectos, seguimos admirando en la personificación de la actriz Margot Robbie, productora de la película, una contradicción con la que se ironiza en un juego de contorsionismo metanarrativo con el que trata de anticiparse a la crítica en la vieja táctica de que “la mejor defensa es un buen ataque”, pero que no resuelve). ¿Cómo encaja Barbie en las nuevas exigencias del feminismo contemporáneo?
Como es sabido, y la película nos recuerda en el prólogo, Barbie nació con la idea de crear una muñeca que desmontara el rol de la mujer tradicional (ama de casa y madre) para presentarse como una nueva mujer emancipada que podía ejercer cualquier trabajo: “Tú puedes ser lo que quieras ser”, decía un eslogan de la marca.
A su manera, Barbie se enfrentaba a los tabúes de la época para representar a una mujer que quería participar en la nueva sociedad del crecimiento económico que surgió tras la Segunda Guerra Mundial. Con el tiempo, aparecieron Barbies de todas las razas y condiciones físicas (este año, Mattel ha comercializado la primera muñeca con síndrome de Down).
No exenta de polémicas, con esta estrategia, la empresa jugaba la baza de mezclar sus intereses empresariales y las nuevas sensibilidades auspiciadas por las distintas demandas de los movimientos sociales que fueron saliéndole al paso. Pero, ¿qué ocurre cuando uno ya dispone de aquello que, se supone, desea? ¿Qué queda cuando, aparentemente, ya conseguiste todo lo que querías y, aun así, no es suficiente o, peor, se ha convertido en una nueva forma de opresión? Y lo más importante, ¿cómo se concreta eso? La película no da respuesta a ninguna de estas cuestiones.
En una vuelta de tuerca puramente discursiva –por gratuita dentro de la trama–, Barbie viene a decirnos que, en el mundo contemporáneo, ser mujer implica serlo todo a la vez, una carga demasiado pesada. Y tiene razón.
Pero, ¿qué salida queda para quien soporta sobre sus hombros todo el peso del mundo? O bien renuncia a una parte de esa carga y cede protagonismo, es decir, pierde poder, o se resigna al sacrificio perpetuo. ¿Cómo se digiere semejante paradoja? La película juega, de nuevo, en el terreno de lo ambiguo, dando y quitando a la vez.
Ante la encrucijada, busca una salida por la tangente. ‘Barbie’ ha llegado para decirnos que, a pesar de todo lo que uno pueda lograr (vital y profesionalmente), nada nos librará de una cierta insatisfacción que acompaña a la experiencia humana, un sentimiento con el debemos aprender a convivir. Y llegados a este punto, uno se pregunta, ¿para esto era necesario este viaje?
En ‘La trampa de la diversidad’, el periodista Daniel Bernabe denunciaba cómo las llamadas políticas identitarias (feminismos, colectivos LGTBI+, ecologismo, movimientos sociales) han desviado los objetivos centrales de la izquierda política tradicional para alejarse de la lucha contra el sistema liberal-capitalista y las diferencias de clase.
Pues bien, ‘Barbie’ es la materialización plástica de esta deriva. Porque esta película es exactamente eso: ideología de cartón piedra devorada por un sistema que, se dice, denuncia pero no ataca –y mucho menos destruye–, digerida y, luego, regurgitada como papilla para el consumo de masas.
En una operación de marketing sin precedentes, Mattel intenta rediseñar las directrices (¿filosóficas?, ¿políticas?) que inspiran a su ya vieja muñeca. El problema es que, para hacerlo, ya no bastaría con cambiar su apariencia exterior con algún tipo de cualidad relacionada con su trabajo, su raza o su condición física, sino a un sentimiento para el que necesitaba desarrollar todo un nuevo argumentario.
¿Cómo identificamos aquello que ya no tiene una forma explícita, que es una mera idea o impresión? Ahora ya no bastaba con disfrazar a la muñeca o cambiarle el color y los rasgos de la piel, había que explicarle a sus client@s qué significaba adquirir/ser una Barbie.
No sabemos si, al final, este nuevo espíritu de Barbie queda bien expuesto en la película (tengo bastantes dudas al respecto); lo que sí podemos certificar es que la maniobra les ha salido redonda. Además de los pingües beneficios de taquilla, la operación ha incluido la venta de todo tipo de productos comerciales. Hasta Zara ha lanzado su propia gama de prendas y en la página web de Mattel ya se pueden adquirir los nuevos modelos de Barbie (y Ken) con los ropajes y el aspecto de los personajes de la película.
Un producto aparentemente específico en su ambición de adscribirse a las tendencias de moda y, a la vez, tan ambiguo como para tranquilizarnos en la idea de que, en el fondo, no cambie nada (se trata de comprar ropa y muñecas). Como al final de la película, en Barbieland, todo se mueve un poco para quedar prácticamente igual.
Hay quien ha querido esquivar ciertas críticas a esta película sobre el argumento de que estamos ante un simple producto de entretenimiento al que algunos parece que queremos exigirle más de lo que pretende. Pero no creo que esta tesis se sostenga.
Primero, porque en la cinta de Gerwig los discursos son demasiado explícitos como para que pasen a un segundo plano. De hecho, son el nudo de la película. Y, por otro, porque si la crítica a la, con frecuencia, superficialidad de un cierto cine comercial vale para otros casos, también vale para este. ¿O no?
Coda: ‘Nunca llueve en California’ sí ataca nuestros prejuicios al enfrentarnos con aquello que no somos capaces de anticipar
Me permito el gusto de despedir esta crónica recomendando una película que creo que hubiera merecido mucha más atención. Me refiero a ‘Nunca llueve en California’, de la debutante Jamie Dack, mejor dirección en el Festival de Sundance 2022.
En este sobresaliente trabajo, Dack nos adentra en el sórdido mundo de la explotación sexual, al tiempo que hace un duro retrato de la sociedad americana contemporánea. Al contrario que ‘Barbie’, aquí el discurso no surge de ninguna condición previa, sino que es el propio espectador el que debe explorar y deducir aquello que no se dice.
Aquí sí, el relato nos sumerge –y de manera despiadada, cabría advertir– en esas oquedades de la vida de las que hablábamos al comienzo de este texto. En ‘Nunca llueve en California’, nadie enuncia las conclusiones del relato, solo nos introduce en un espacio donde lo humano se expresa por sí mismo.
Y ahí, en ese terreno difuso pero concreto a la vez, crudo y preciso en su turbia revelación, comprendemos. Al contrario que ‘Barbie’, la cinta de Dack sí ataca nuestros prejuicios al enfrentarnos con aquello que, más allá de los discursos ideológicos, casi siempre planos, sin matices, no somos capaces de anticipar; un ataque contra esta nueva moral de bandos en blanco o negro en la que nos hemos acomodado. Dack nos lleva allí donde no queremos ir. Allí donde nada es seguro.
‘Nunca llueve en California’ no parece que haya encontrado distribución comercial para salas en nuestro país (ni creo que, en tal caso, hubiera ido a verla mucha gente). No es un viaje fácil el que nos propone. Está disponible en la plataforma Filmin.
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