#MAKMALibros
‘Yeguas exhaustas’
Entrevista a Bibiana Collado
Pepitas de calabaza

Entendemos el mundo con las historias que nos contamos. Necesitamos darle un sentido y una explicación a lo que nos rodea, nos sucede y nos precede. Y ese sentido toma la forma de un relato, un relato que parece individual pero que es radicalmente colectivo. El arte y la ficción como generadores de marcos simbólicos nos dan el poder de modificar estos relatos de los que depende la buena salud del status quo. Y cambiando el imaginario, podremos cambiar el mundo.

Bibiana Collado ha lanzado una vara metálica que atraviesa en diagonal tanto la industria cultural como la esfera académica. La industria cultural, por toda la reflexión metaliteraria sobre la reproducción del discurso hegemónico: ‘‘Como todos sabemos, la ficción ha sido tradicionalmente conservadora’’. La esfera académica, por el papel central que ocupa la universidad dentro de la novela, situándola como foco de violencias incesantes: ‘‘La facultad paga en vanidad lo que no paga en dinero’’.

La novela ‘Yeguas exhaustas’ señala y cuestiona de manera incisiva estos espacios hasta descubrir la violencia: ‘‘Quería hablar de la pobreza como columna vertebral de la identidad moderna, […] hablar de una humildad servil heredada que dobla imperceptiblemente nuestra espalda como el peso blando pero inevitable de una toalla mojada.’’ Para ello se sirve de Beatriz, protagonista y voz narradora, que, en un ejercicio de revelación, hace un repaso por esos episodios vitales donde más escuece la doble herida: la de clase y la de género.

Sueldos y alquileres (‘‘la Historia de la Literatura y la mayor parte de la Filología no me han enseñado a narrar ingresos y gastos’’). La alteridad, un rasgo de prestigio o un motivo para la humillación. Camela, Estopa, C. Tangana. Ser docente de universidad o profesor de instituto. Querer advertir a tus alumnas. Tener miedo de tus alumnas. Cuánto cuentas, a quién se lo cuentas y desde dónde (¿y desde cuándo?). Multitud de aristas construyen ‘Yeguas Exhaustas’, todas examinadas bajo la lupa de la conciencia de clase. La conciencia, nos dice Bibiana, es el primer paso para iniciar el desmontaje, la desactivación.

Bibiana Collado es licenciada en Filología Hispánica y doctora en Literatura Hispanoamericana. Actualmente, es profesora de Lengua y Literatura en un instituto público. Hasta el momento, Bibiana había cultivado su obra desde el género poético, con los libros ‘Como si nunca antes’ (Pre-textos, 2013), ‘El recelo del agua’ (Rialp, 2017), ‘Certeza del colapso’ (Ediciones Complutense, 2018) y ‘Violencia’ (La Bella Varsovia, 2020). ‘Yeguas exhaustas’ constituye su primera incursión en la novela con la editorial Pepitas de Calabaza. Una obra rotunda donde Bibiana sigue tirando del mismo hilo que atraviesa sus trabajos anteriores.

Cubierta de ‘Yeguas exhaustas’, de Bibiana Collado.

En ‘Yeguas Exhaustas’ hay una alternancia constante de códigos, entre la novela, la crónica y el ensayo. Una tendencia bastante contemporánea. ¿De qué manera juegan estos lenguajes dentro de tu novela y por qué decides emplear uno u otro?

‘Yeguas exhaustas’ es una novela porque juega con el marco ficcional, pero hoy en día cualquier género está jugando con el marco ficcional. Incluso cuando quieres escribir una autobiografía, la manera en la que seleccionas los textos, la manera en que decides enfocar un elemento u otro, dar un dato, señalar u omitir, es un gesto ficcional en sí mismo. Ese pacto natural de la ficción que comportaba la novela, está diluido en cualquier género, y no ahora, sino desde hace tiempo. Ya no tienen sentido los géneros ni los compartimentos.

El texto tiene parte de lenguaje ensayístico, diarístico y tiene mucho de esa tradición oral. Es un narrador que interpela todo el tiempo al lector, que organiza el texto en pequeños episodios como los cuentos de ‘Las mil y una noches’. ¿Por qué esos lenguajes y no otros? Porque me interesaba, por una parte, escoger una serie de lenguajes que han sido vistos como lenguajes menores, como la tradición oral y popular. Para no traicionar lo que se estaba contando dentro del texto. Para generar una conexión más íntima, más personal, esa mirada de la anécdota concreta, de la herida pequeña que se resquebraja porque es una herida comunitaria y sistémica. Y también por una cuestión estética.

La categoría de ‘novela’ funciona como una caja y en el interior todos estos lenguajes van abriendo fisuras.

Efectivamente. A través del lenguaje y a través de la propia estructura. Hasta la mitad de la novela, los capítulos tienen una continuidad, pero luego se intercalan unos incisos metaliterarios/metaficcionales. Es la voz narradora, que se siente cuestionada, que duda de sí misma, que sospecha de su propio relato. Eso me interesaba, que la propia estructura estuviera todo el tiempo poniendo en jaque el relato.

Nada más empezar la novela, en el episodio de esa primera menstruación, hablas del ‘‘relato mítico del dolor’’. Dice: ‘‘Su dolor, enorme, no era suficiente dolor para llenar el relato mítico de la maternidad. Tampoco mi dolor adolescente era bastante para llenar el relato mítico de convertirse en mujer’’. Siendo el papel que tiene la producción artística a la hora de configurar estos relatos universales, ¿dónde sitúas la responsabilidad del artista?

Quizá la responsabilidad es comunitaria. Lo que deberíamos tener es más autoconciencia de ese relato, de ese horizonte de expectativas que estamos intentando quebrar todo el tiempo. Estamos todo el tiempo, como Adrienne Rich, intentando romper el lenguaje desde dentro, romper el sistema de representación desde dentro, sabiendo que no podemos escapar de él.

Igual la responsabilidad también debe recaer en el consumidor, en el desarrollo de una mirada crítica con la que enfrentarse a cualquier relato.

Es la pescadilla que se muerde la cola. Si consumimos productos que están todo el rato sosteniendo el mismo discurso, nuestra mirada se adapta a leer sólo de esa manera. Hay que generar productos estéticos diferentes para que la mirada se active de una manera distinta. Pero, a veces, las creadoras generamos cierto tipo de producto consciente y luego el mercado impone una mirada con la que manipula esa lectura.

Eso ha pasado con ‘Yeguas exhaustas’. Lo han clasificado como un libro para mujeres, cuando es un libro que habla de la violencia sistémica de clase, y luego se unirá la violencia de género. Hacer esa lectura torticera, en la que ya se dice que es un libro para mujeres, es una manera de desactivar el discurso. Así como encasillarlo dentro de la autoficción o la autobiografía, es una manera de desactivarlo como artefacto artístico y literario y de desactivar su capacidad crítica, porque se lee como un hecho individual y no como un problema sistémico.

Cubierta de ‘Violencia’, de Bibiana Collado.

En abril, un columnista escribía en un suplemento cultural que ‘‘las mujeres han entrado en tropel en la literatura como si fueran una turba de bisontes corriendo por las praderas del oeste: a toda velocidad y sin rumbo serio alguno.’’ Aunque no señala directamente a ninguna escritora, yo pensé en ‘Yeguas exhaustas’. Siento que hay un sector del circuito literario que está molesto por este tipo de escritura, por estas historias autobiográficas que revelan la violencia.

En una conversación reciente con mi editor me comentaba que hay determinado circuito intelectual madrileño al que le ha sentado muy mal mi libro, pero con eso ya contábamos. Quizá hay una voluntad, desde cierto plano intelectual o académico, de desactivar el libro.

En mi caso concreto, lo que más me ha llamado la atención, y lo único que me ha hecho un poco de herida, es que algunas personas lo han comparado con el libro anterior, con ‘Violencia’, diciendo que ‘‘aquel sí que era una obra de arte’’ y que ‘Yeguas’ es ‘‘otra cosa’’. En esas ‘‘otras cosas’’ hay cierta condescendencia. En ‘Yeguas’ he trabajado a conciencia el nivel de la estructura y del lenguaje, además, muy conectado con ‘Violencia’ y con ‘El recelo del agua’. En mi caso, la continuidad es clara. Todo es lo mismo. Todo es el mismo gran artefacto al que voy entrando de maneras diferentes.

Pero también hay círculos críticos en los que ha entrado muy bien, aunque la mayoría de reseñas siguen siendo de mujeres. Se ha ido ganando sus espacios en lugares de representatividad muy importantes, está en todas las librerías y en todos los suplementos.

¿Has notado mucha diferencia entre el mercado de la poesía y de la novela?

Abrumador. A mí me ha pillado de susto. No pensaba que la brecha que uno intuye luego fuera mucho más ancha. Es triste en realidad, pero es otro universo.

¿Por qué crees que sucede esto?

La hipótesis que he tenido toda la vida es que en este país hay un problema con la educación sobre lo poético. No estamos enseñados a que tengamos ese hábito lector con lo poético. Sin embargo, creo que la poesía está viviendo buenos tiempos ahora mismo. Se está leyendo más poesía de la que se ha leído en muchísimo tiempo, así que, con todo, soy optimista.

Tú que estás dentro de un instituto, ¿encuentras maneras de reenfocar cómo se enseña la poesía?

Yo lo intento. Seré de las profesoras que más hace leer poesía en los centros. Los problemas son súper básicos. Por ejemplo, que las lecturas obligatorias de los centros no incluyen poemarios. Se mandan novelas, en algún caso obras de teatro, pero es rarísimo que se manden poemarios.

Se leen poemas, adaptados al tema que estés dando. Entonces, el alumnado ni siquiera está familiarizado con el concepto de libro de poemas, no lo contemplan, no está entre lo leíble. Algo tan sencillo como eso, incorporarlo como libros y no como una selección para ilustrar determinadas características epocales, yo creo que ya es mucho, y es algo que falta prácticamente en todos los centros.

En muchos casos, el propio profesorado no lee poesía y cuando leen poesía no es poesía contemporánea, con lo cual, tampoco tiene un hábito que lo conecte con el tipo de escritura que se hace ahora mismo. Es complicado, porque también le estamos pidiendo al profesorado, que está en unas condiciones deplorables, que invierta una cantidad de su tiempo enorme en hacer ese esfuerzo. Al final dependemos de la buena voluntad.

Cubierta de ‘El recelo del agua’, de Bibiana Collado.

Leyendo el libro, cuando hablas de la marca de clase, me asaltan algunas dudas: ¿hasta dónde llega la herencia de la clase social? ¿Durante cuántas generaciones se perpetúa? ¿Se puede ir disolviendo generación tras generación?

Yo creo que no se subsana. Creo que el gran problema es que no sabemos subsanarlo. Se ha proyectado sobre nosotros esa falsa ilusión de la clase media, haciendo referencia a cierto bienestar económico que en realidad es muy frágil.

Podemos pensar que estamos mejor que nuestras abuelas, por supuesto que estamos mejor que nuestras abuelas, faltaría más. Estamos mejor nosotras, pero hay un sector poblacional que no lo está, esa pobreza sigue existiendo. Y ahí está el truco del sistema, en que tú creas que no tienes derecho a quejarte porque tú estés mejor de lo que estaba tu abuela y de lo que estaba tu madre. Ahí han ganado ellos.

Lo que se ha mantenido igual, y de hecho de una manera mucho más perversa, es el imaginario. Que nos hayamos creído el sueño liberal de la cultura del esfuerzo hace que sea mucho más perverso. Yo diría que esa brecha de clase no es que sea la misma, sino que es mucho más honda.

¿Crees que puede existir alguna manera de cerrar esa herida?

Supongo que, como en todo, primero ser consciente de ella. Cuando presenté el libro en La Fabulosa, Elena Mendel mencionó una encuesta del CSIC en la que preguntaban por la clase social. Prácticamente nadie se identificaba como clase obrera. En este país, nadie era clase obrera. Eso es tremendamente perverso.

Yo misma pensaba en mi alumnado del barrio de La Plata y serían los primeros que no se colocarían en ese lugar. Lo primero que necesitamos es la conciencia. Conciencia de en qué lugar estamos, los imaginarios que hemos generado y que estamos transmitiendo. Tenemos que encontrar explicaciones estructurales y sistémicas.

‘Yeguas exhaustas’ es un libro cargado de honestidad, pero sobre todo de muchísima clarividencia. A veces parece un manual para detectar a un maltratador, por cómo señalas cada punto y cada fase de esa relación de abuso.

Lo que yo pretendía hacer es esa interpretación de lectura a contrapelo que yo vengo de hacer en la literatura, que consiste en tomar los textos y pasarle la mano al terciopelo por el otro lado, señalar el entelado, desvelar. Aplicar esas estrategias que yo estaba aplicando a la crítica literaria, a los relatos de vida.

Pero la voz narradora duda todo el tiempo. Lanza ideas e interpretaciones, pero está pensándolas junto al lector. Como si fuese una asamblea donde nos sentamos todas, contamos nuestras experiencias e intentamos darle una interpretación a eso que no nos acaba de encajar. El libro es un ejercicio para pensar juntas.

Otra idea que se repite es el valor que le damos al sufrimiento, esa resistencia al dolor.

Hemos sido educadas para sentirnos cómodas dentro de cierto nivel de daño. Ese es nuestro espacio natural y de eso hablo mucho en las ‘Yeguas’ pero es un trabajo que hago sobre todo en ‘Violencia’. Hay un poema donde digo que ‘‘lo terrible es volverlo a desear’’. Pero no podemos verbalizarlo, porque entonces somos rápidamente atacadas. Esto hace que vivamos en una autocensura fortísima.

Hemos generado relatos increíblemente simplificados, en los que una mañana abres los ojos y decides que todo se va a acabar, y si te permites cualquier vuelta atrás, la culpa es tuya. Con lo cual, pasas la mitad del relato infantilizada y minorizada porque no te has dado cuenta y la otra mitad culpabilizada porque si lo sabías, por qué permaneces ahí.

La cuestión es que, el relato sigue siendo todo el tiempo punitivista y castigador. La figura de una mujer potente intelectualmente, fuerte y que ocupa espacios, y que aun así sea víctima de esa violencia, es lo inconcebible. No nos permitimos a nosotras mismas pensar por qué ese daño, por qué nos empeñamos en doler, qué nos han inoculado para que haya esa comodidad en el malestar.

La escritora Bibiana Collado. Imagen cortesía del autor.

Hacia el final del libro, cuando aparecen los insertos, vemos que Beatriz vive un presente bastante más luminoso y tiene una relación más sana. ¿Eso significa que, una vez señalada la violencia, se puede sanar?

Es complicado. Los incisos son el momento de la conciencia. Pero, fíjate, que ahí sigue haciéndose daño. Y el otro personaje, masculino, pero en positivo, es un personaje herido también. En una parte, Beatriz habla de esos mordiscos que se da dentro de la boca de manera inconsciente y, en un momento, Sebas se muerde, a lo que ella le dice ‘‘¿tú también?’’.

Son dos personajes heridos que son conscientes de la herida e intentan salir adelante. No sé si sanar es la palabra, porque no sé ni siquiera si se puede sanar o si no es una palabra un poco perversa porque tiene algo de borrado, de responsabilidad individual cuando es una cosa colectiva, pero sí que creo en un proceso de autoconciencia y de construcción mutua. Por eso hay que pensar el relato.

Entonces, lo que nos queda es ser conscientes y convivir con eso.

Para iniciar ese desmontaje y el señalamiento constante, sí. Pero el libro acaba como acaba. Sabemos que desmontar eso, señalar esas violencias, nos pasa factura y tiene consecuencias reales, sobre nuestras vidas profesionales y, por tanto, sobre nuestro estatus económico, los propios cuerpos, etc.

No somos creadoras libres, no tenemos la potestad real de decir o señalar todo lo que queremos señalar. ‘Yeguas’ también es un libro que reflexiona sobre lo que se puede decir, hasta dónde puedo contar, qué va a pasar si lo cuento y cómo va a ser recibido.